El título de este artículo hace alusión a la obra de la escritora estadounidense Susan Sontag, quien escribió dos libros imprescindibles sobre la “metaforización” de la enfermedad no sólo en la literatura sino también en la conciencia colectiva de la sociedad occidental.
Tendríamos que aceptar que el comportamiento del ser humano es mucho más complejo que cualquier virus.
—Jonathan Mann
El primer libro, La enfermedad y sus metáforas, lo escribió en 1978 motivada por su propia experiencia con el cáncer de mama. Diez años después escribiría El sida y sus metáforas. Si bien su trabajo ha sido muy criticado por su creencia de que las asociaciones metafóricas pueden y deben eliminarse de la enfermedad, Sontag fue una de las primeras críticas modernas en señalar de manera convincente que la enfermedad adquiere significado mediante el uso de la metáfora. Su entendimiento de la metáfora no es sólo como una figura retórica, sino también, y sobre todo, como un mecanismo epistemológico significativo, mediante el cual comprendemos el mundo.
Sontag señala que las fantasías inspiradas por la tuberculosis en el siglo XIX y por el cáncer en el siglo XX son reacciones ante enfermedades consideradas intratables y caprichosas (incomprendidas), precisamente en una época en que la premisa básica de la medicina es que todas las enfermedades pueden curarse. Las enfermedades de este tipo son, por definición, misteriosas. “Aunque la mixtificación de una enfermedad siempre tiene lugar en un marco de esperanzas renovadas, la enfermedad en sí (ayer la tuberculosis, hoy el cáncer) infunde un terror totalmente pasado de moda. Basta ver una enfermedad cualquiera como un misterio, y temerla intensamente, para que se vuelva moralmente, si no literalmente, contagiosa”.
Sontag fue una de las primeras críticas modernas en señalar de manera convincente que la enfermedad adquiere significado mediante el uso de la metáfora.
De acuerdo con Sontag, cualquier enfermedad importante cuyos orígenes sean oscuros y su tratamiento ineficaz tiende a hundirse en significados. En un principio se le asignan los horrores más hondos (la corrupción, la putrefacción, la polución, la anomia, la debilidad). Luego, en nombre de ella (es decir, usándola como metáfora) se atribuye ese horror a otras cosas, la enfermedad se adjetiva. Se dice que algo es enfermizo —para decir que es repugnante o feo. En francés se dice que una fachada decrépita está lépreuse. Y es que, como señala Deborah Lupton, hay una relación reflexiva entre el discurso metafórico aplicado a la enfermedad y la misma enfermedad: “Así como se usan otros conceptos o cosas para describir la enfermedad, la enfermedad se usa como una metáfora”. Esas representaciones metafóricas no son políticamente neutras, ya que, de hecho, las metáforas se usan comúnmente en luchas ideológicas alrededor de un sitio de significado en pugna, una estrategia lingüística usada para persuadir la aceptación de un significado sobre otro. “La metáfora trabaja para ‘naturalizar’ lo social, volviendo obvio lo que es problemático. Por ejemplo, las metáforas de la enfermedad por lo común se usan para describir el desorden, caos o corrupción, como cuando se describe al comunismo como ‘un cáncer de la sociedad’, o cuando se describe a un asesino psicópata como un ‘enfermo’”.
Es frecuente identificar el desorden social como una enfermedad. Según Susan Sontag, “se proyecta sobre la enfermedad lo que uno piensa sobre el mal. Y se proyecta a su vez la enfermedad (así enriquecida en su significado), sobre el mundo”. Así, por ejemplo, el Diccionario de Uso del Español de María Moliner define cáncer en su tercera acepción como “mal moral que progresa en la sociedad sin que se le pueda poner remedio”, y el Diccionario de la Real Academia, en su cuarta acepción, como “proliferación en el seno de un grupo social de situaciones o hechos destructivos”. Otro ejemplo es la palabra apestar, que originalmente significaba contagiar o contraer la peste bubónica, y que ahora tiene adicionalmente otros significados con connotaciones negativas (corromper, viciar, fastidiar y oler muy mal).
Durante los últimos dos siglos las enfermedades que, según Sontag, más se han usado como metáforas del mal han sido la sífilis, la tuberculosis y el cáncer —las tres, enfermedades supuestamente individuales. Actualmente ya hay evidencias, como observan los lingüistas australianos Keith Allan y Kate Burridge, de que la palabra sida se está extendiendo en un uso metafórico, de un modo muy similar como sucedió con lepra. Una población consciente del medio llama sida de la tierra (AIDS of the earth) al fenómeno de degradación de tierra en Australia (específicamente, la erosión del suelo y la salinización causada por irrigación después de la deforestación) como la misma metáfora se usa en Estados Unidos. En Francia, los especialistas en informática han hablado del problema del sida informático (le sida informatique) reforzando el sentido de omnipresencia del virus. En español se habla del sida mental en contextos de discusión filosófica e ideológica, entendiendo la expresión como una “enfermedad del espíritu”.
El uso de la metáfora no se reduce a los discursos populares; es muy frecuente también en los discursos médicos y científicos, de donde probablemente surge. Una de las metáforas más recurrentes en el discurso moderno de la enfermedad es la de la guerra. Según Susan Sontag, “no hay médico, ni paciente atento, que no sea versado en esta terminología militar, o que por lo menos no la conozca. Las células cancerosas no se multiplican y basta: ‘invaden’. Como dice cierto manual, ‘los tumores malignos, aun cuando crecen lentamente, invaden’. A partir del tumor original, las células cancerosas ‘colonizan’ zonas remotas del cuerpo, empezando por implantar diminutivas avanzadas (‘micro-metástasis’) cuya existencia es puramente teórica, pues no se pueden detectar”. La enfermedad ya no es concebida predominantemente como una evocación del mal causada por la ira de Dios, sino como un invasor microscópico, que pretende entrar al cuerpo y causar problemas. Esta metáfora predomina en el lenguaje del sistema inmune y, por tanto, también en el del sida.
El problema de las metáforas militares es que contribuyen a estigmatizar ciertas enfermedades y, por ende, a quienes están enfermos. Como advierte Lupton, “el modo discursivo en que se describen los sistemas inmunes ‘deficientes’ de aquellos que tienen un sistema autoinmune o una enfermedad de inmunodeficiencia (como lupus o VIH/sida) se vuelve emblemático de sus deficiencias morales atribuidas. Las personas cuyos sistemas inmunes son ‘inferiores’ se vuelven miembros de una nueva subclase estigmatizada y victimizada”.
Las representaciones lingüísticas y visuales de la medicina, enfermedad y el cuerpo en la cultura popular y de élite y en los textos médico-científicos tienen mucha influencia en la construcción tanto de los conocimientos legos como médicos, así como de las experiencias de estos fenómenos. Los sistemas metafóricos que describen la enfermedad y el cuerpo son decisiones lingüísticas importantes que revelan ansiedades sociales más profundas sobre el control y la salud del cuerpo político así como del cuerpo físico. Asimismo, las representaciones iconográficas del cuerpo enfermo son inherentemente políticas, y buscan categorizar y controlar la desviación, valorizar la normalidad y promover la medicina como maravillosa y siempre en progreso. Los modos comunes de conceptualizar la enfermedad o la amenaza de enfermedad suele incorporar imaginería asociada con la guerra, el miedo, la violencia, el heroísmo, la religión, la xenofobia, la contaminación, los roles de género, infamación y control. Como señala Lupton, hacer conciencia sobre esos significados latentes como se expresa en los textos de élite, científicos y populares es vital para los académicos y estudiantes en humanidades y ciencias sociales que están interesados en la medicina como cultura, y proporcionar la base de esfuerzos de parte de los activistas culturales para resistir o subvertir las representaciones estigmatizadoras.
Según el historiador Allan M. Brandt, a la luz de la historia de las enfermedades de transmisión sexual, es casi imposible ver la epidemia del sida sin una sensación de déjà vu. Y es que, al igual que la sífilis, el sida despertó miedos que revelan ansiedades sociales y culturales mucho más profundas sobre la enfermedad, su capacidad de transmisión y sus víctimas. A principios del siglo xx la enfermedad venérea era “una metáfora de las ansiedades del final de la era victoriana sobre sexualidad, contagio y organización social. Pero estas metáforas no son meras construcciones lingüísticas inofensivas. Tienen implicaciones sociopolíticas muy poderosas, de las cuales muchas han sido notablemente persistentes a lo largo del siglo”. De hecho, las preocupaciones sobre este tipo de enfermedades también “reflejaban un miedo persuasivo de las masas urbanas, el crecimiento de las ciudades, la naturaleza cambiante de las relaciones familiares”. Los paralelismos del sida con estas enfermedades eran chocantes e incontestables.
Los sistemas metafóricos que describen la enfermedad y el cuerpo son decisiones lingüísticas importantes que revelan ansiedades sociales más profundas sobre el control y la salud del cuerpo político así como del cuerpo físico.
Una ola de pánico invadió a la sociedad, primero estadounidense y después de otros países. El sida parecía haber surgido de la nada con reportajes sensacionalistas en la prensa sobre jóvenes homosexuales que morían en condiciones extrañas. De repente, los dentistas empezaron a ponerse tapabocas y guantes, y había “reglas de sangre” en el campo de los deportes para proteger a los jugadores de la sangre de los heridos. La gente sabía que el sida era contagioso y, sin embargo, como su comienzo era asintomático, su irrupción era invisible. Las muertes proyectadas eran apocalípticas. Y como con la lepra y la sífilis en los primeros tiempos, el sida estaba vinculado en la mente de muchos con el pecado y la depravación —con usuarios de drogas intravenosas y prácticas sexuales antinaturales y profanas. Además, como señala Lupton, las prácticas masculinas homosexuales se volvieron sujeto de la mirada clínica ya que los investigadores intentaban encontrar la causa de esta nueva enfermedad en el cuerpo del hombre homosexual. La sexualidad y sus peligros, para individuos activos sexualmente de todas las preferencias, se volvieron sujeto de un escrutinio público intenso y crítico, así como de ansiedad privada. Emergió un contradiscurso a la libertad sexual, en el que se argumentaba que la “promiscuidad” sexual estaba siendo castigada por la enfermedad fatal, y se propugnó el regreso a los valores chapados a la antigua de monogamia y fidelidad marital.
Los gobiernos de diferentes países empezaron a patrocinar campañas de educación para la salud, basadas en la presuposición de que la conciencia sobre el peligro de ciertas actividades iba a resultar en que se evitaran. “A los británicos se les advertía: ‘Don’t die of ignorance’ y se les preguntaba: ‘AIDS: How Big Does It Have To Be Before You Take Notice?’ en anuncios impresos y en la televisión mediante imágenes apocalípticas y prohibitivas de ataúdes, lápidas, icebergs y volcanes que significaban desastres amenazantes a gran escala. En Australia se llevó a cabo una notoria campaña de la ‘muerte personificada’ (the Grim Reaper), usando un género de película de terror mediante la imagen del símbolo de la muerte arrasando con australianos ‘ordinarios’. Estas campañas intentaban crear conciencia de los riesgos del VIH/sida mediante tácticas de impacto y dirigidas a crear miedo, asociando la sexualidad con culpa y muerte, y posicionando al público como ignorante y apático y al Estado como guardián de la moralidad en nombre de la preservación de la salud pública” (Lupton 2003).
Para el otoño de 1986 virtualmente todas las teorías del sida, sin importar qué tan extraordinarias fueran sus bases semánticas, tuvieron que confrontar una nueva realidad: el sida podía transmitirse por medio de relaciones heterosexuales y otras actividades sexuales entre mujeres y hombres. Repentinamente, reveló la portada de una revista estadounidense en enero de 1987, “la enfermedad de ellos es la enfermedad de nosotros”, y “nosotros” estaba representado gráficamente en la revista por un hombre y una mujer (jóvenes, blancos, profesionistas urbanos).
No obstante, aun después de que se reconociera que los homosexuales no eran los únicos que podían infectarse con el virus, permaneció una distinción nocional entre “aquellos que se lo provocaron a sí mismos” y los “inocentes” que se habían infectado inmerecidamente. Las declaraciones de la princesa Ana en el encuentro de 1987 sobre el sida en Inglaterra también ponen de relieve esta concepción: “La verdadera tragedia es la de las víctimas inocentes, la gente que ha sido infectada sin saberlo, quizá como resultado de una transfusión… Quizá lo peor de todo son esos niños infectados en el seno materno que nacen con el virus”. Esta distinción entre víctimas inocentes (hemofílicos y niños) y no inocentes, es decir, culpables (homosexuales y drogadictos), subyacente en muchos discursos sobre el sida, también reproduce representaciones similares a las de la sífilis. Como señala Brandt, a principios del siglo xx los médicos de entonces “definieron lo que llamaron insontium venereo o enfermedad venérea de los inocentes”. Esta distinción “tuvo el efecto de dividir a las víctimas; algunas merecían atención, simpatía y apoyo médico, otras no, todo dependía de cómo se había adquirido la infección”.
A pesar de las analogías con otras enfermedades, la nueva epidemia era diferente, también. Según Brandt, el sida hace explícita, como pocas enfermedades podrían, la compleja interacción de fuerzas sociales, culturales y biológicas. Al haber golpeado a personas consideradas extrañas y exóticas por los científicos, médicos, periodistas y gran parte de la población estadounidense, inicialmente el sida no planteó muchas interrogantes existenciales. El cuerpo del hombre gay “promiscuo” dejó claro que, incluso si el sida resultaba ser una enfermedad de transmisión sexual, no sería un lugar común. Las conexiones entre sexo, muerte y homosexualidad hicieron inevitablemente que la historia del sida pudiera ser leída como “la historia de una metáfora”.
Los discursos oficiales no están exentos de estas prácticas estigmatizadoras y discriminadoras, y éstas se ven reflejadas en el uso que hacen del lenguaje. No hay mejor ejemplo de esto que la tendencia casi universal de los programas gubernamentales de prevención y control de sida a priorizar acciones dirigidas a reducir el riesgo de infección por parte de la llamada población general, a expensas de las poblaciones consideras de alto riesgo. Semejantes acciones sugieren implícitamente mediante el uso de metáforas y eufemismos que la salud pública no incluye la salud de los segmentos de la sociedad ya marginados y estigmatizados. Esas metáforas y eufemismos, como las que se usan en casi todas las formas de estigmatización, desde luego cubren muchas de las suposiciones reales que están en juego: el término ‘población general’ normalmente es de hecho una glosa para ‘hombres y mujeres heterosexualmente activos’; el término ‘grupos de alto riesgo’ usualmente se refiere a ‘hombres homosexualmente activos’, ‘trabajadoras sexuales’, ‘usuarios de drogas intravenosas’, etcétera.
Otras metáforas comunes que se han usado para describir al VIH/sida son las que evocan historias detectivescas, la ira de Dios, visiones apocalípticas, horror gótico, asesinos silenciosos, losas sepulcrales y la muerte personificada para ‘darle sentido’ a la nueva enfermedad y su impacto en la sociedad. Richard Parker y Peter Aggleton, por su parte, mencionan el sida como muerte (mediante imaginería como la Muerte Personificada); el sida como horror (en que las personas infectadas son satanizadas y temidas); el sida como castigo (por comportamientos inmorales); el sida como crimen (por ejemplo, en relación con las víctimas inocentes y culpables); el sida como guerra (en relación con un virus que necesita ser combatido); y quizá por encima de todas, el sida como Otredad (en que el sida es visto como una aflicción de aquellos que son diferentes).
Herbert Daniel sugirió que el “virus ideológico” implícito en el discurso relacionado con el sida es de hecho mucho más poderoso que su contraparte biológica. Desde luego que las respuestas negativas a estas enfermedades son inevitables. El problema es que éstas refuerzan las ideologías dominantes de lo bueno y lo malo con respecto no sólo a la sexualidad sino también a la enfermedad, y quizá, por encima de todo, con respecto a lo que se entiende como comportamientos correctos e incorrectos. La representación negativa de las personas con VIH y sida, reforzada por el lenguaje y las metáforas que se han usado para hablar y pensar sobre la epidemia, ha tendido a reforzar el miedo, la evasión y el aislamiento de los individuos afectados. Pero hablar del sida como una construcción lingüística no significa, por supuesto, que exista sólo en la mente. Como otros fenómenos, el sida es real, y completamente indiferente a lo que digamos sobre éste. Nuestros nombres y representaciones pueden, sin embargo, influenciar nuestra relación cultural con la enfermedad y, de hecho, su presente y su futuro. ®
Carlos R. Tamara Gomez
Amigos. Estoy leyendo el libro de S, Sontag ahora mismo y no advierto en el ártículo lo que ella avisa sobre lo importante que es estar abierto a lo que la metáfora hace en nosotros: agravar la enfermedad, predisponer la derrota de quienes pueden y quieren ayudarnos. Si el enfermo de cáncer y sus familiares deben enfrentarlo casi que como una combate intenso en el que pueden ganar si persisten, una metáfora que estigmatiza aun más la enfermedad y su gravedad puede amilanarlos. De hecho creo que algunos enfermos cuando agravan declinan su lucha no por ellos mismo si no porque sus parientes tiran la toalla, se cansan.
Rogelio Villarreal
mixtificación.: (Galicismo.) Embaucamiento,enredo, superchería. V. ENGAÑO 1.
martin patron
mixtificacion? es mistificacion o en todo caso ,mitificacion.
Pablo Santiago
Está muy de actualidad lo que trata este artículo. André-Joseph Leónard, el obispo belga, ha incidido en un libro en la metáfora cruel del sida, al decir que padecerlo «es una especie de justicia inmanente, por haber violado las reglas naturales». Como si la naturaleza tuviera reglas y precisamente ellos, los jerifaltes católicos, las conocieran.