Enfermedad y locura
El 3 de febrero de 1974 el escritor estadounidense Philip K. Dick (1928-1982) comenzó a tener visiones que se prolongaron, sin pausa, durante varias semanas: le parecía existir simultáneamente en el siglo XX y en los primeros tiempos de la Cristiandad; imágenes de “fuego vívido” ocupaban todo su campo visual como si estuviera sumergido en luces brillantísimas; podía oír “mensajes” dirigidos a él en la radio o dichos por voces incorpóreas…
Dick pasó buena parte del resto de su vida intentando explicarse estos hechos. Escribió miles de páginas de un diario delirante, al que llamó Exégesis y en el que mezcló libremente elementos del budismo, el zoroastrismo, el pensamiento gnóstico, la filosofía y la ciencia moderna en una serie interminable de hipótesis. También escribió numerosos ensayos y tres novelas: Radio Libre Albemuth, VALIS y La transmigración de Timothy Archer, que terminan por llegar más o menos a la misma noción fundamental: el mundo como lo conocemos es una ilusión, obra de un demiurgo que nos esclaviza y nos destruye, pero algunos seres humanos pueden ver a través de esa ilusión y contemplar la realidad, la realidad verdadera, si son alcanzados por las emanaciones —mensajes salutíferos pero desconcertantes— de algo que puede ser Dios, una nave extraterrestre en órbita alrededor de una estrella cercana o bien una máquina proveniente del futuro.1 Al final, una lucha apocalíptica habrá de entablarse entre los defensores de la verdad y sus enemigos, y la obligación fundamental de cualquier ser humano es la de salir de su cárcel y abrazar la verdad, aunque esto, casi sin duda, le costará la vida.
El caso de Dick no es único. Numerosos escritores y artistas desde William Blake hasta Antonin Artaud, desde Hildegarda de Bingen hasta Leopoldo María Panero, han tenido visiones y las han plasmado y sondeado de diversas formas. Pero una misma reacción parece repetirse también: al enterarse de estas y otras historias semejantes muchos curiosos se sorprenden, o bien sienten una atracción morbosa, ante el espectáculo de personas empeñadas en hallar un sentido en lo que claramente son alucinaciones: que crean para demostrar que no están enfermos, es decir, que no están locos.
Utilizar las palabras enfermedad y locura como si fueran sinónimos ocurre con frecuencia en metáforas y en el habla cotidiana. La costumbre tiene que ver con los usos más pragmáticos y superficiales de la psicología y la psiquiatría.
Utilizar las palabras enfermedad y locura como si fueran sinónimos ocurre con frecuencia en metáforas y en el habla cotidiana. La costumbre tiene que ver con los usos más pragmáticos y superficiales de la psicología y la psiquiatría: los que las dirigen solamente contra el conjunto de los síntomas, contra su rareza y su molestia, y las entienden como herramientas para que los pacientes —los enfermos en el sentido más específico y estrecho del término— obedezcan las normas sociales y nada más; para que trabajen sin causar problemas, para que vivan cotidianamente sin asistencia, para que tengan, pues, al menos una apariencia de “normalidad”. Lograr la salud es levantar una fachada y mantenerla así, firme contra los embates de adentro y de afuera. La aceptación o el autoconocimiento no cuentan en semejante visión del ser humano y de su lugar en el mundo.2 No caben tampoco las experiencias extremas de la existencia, como la muerte, la desintegración ni, desde luego, las propias visiones: el paso “más allá”, el trascender o el vislumbrar que han sido la materia de una parte crucial de la literatura y del pensamiento desde los orígenes mismos del lenguaje.
El lenguaje
El lenguaje, entre sus otras tareas, intenta la comprensión del mundo: enumerarlo, ordenarlo, explicarlo; volverlo parte suya y desde allí —desde lo que tantas veces describimos como un territorio— permitirnos imaginar una posición, un alcance y una elevación humanas: la ilusión que se cristalizó para occidente en el Génesis, cuando Dios confirmó la propiedad del mundo a los supervivientes del Diluvio.
El lenguaje, entre sus otras tareas, intenta la comprensión del mundo: enumerarlo, ordenarlo, explicarlo; volverlo parte suya y desde allí permitirnos imaginar una posición, un alcance y una elevación humanas.
Esta comprensión, real o ilusoria, ha sido siempre una paradoja. Por un lado es tranquilizadora pues ofrece la posibilidad de “responder” las preguntas más abrumadoras sobre la existencia y así expulsarlas: alejarlas del pensamiento cotidiano. De este modo, en vez de que nos sobrepuje la plenitud del mundo —de que nos perdamos en la maravilla o en el espanto—, podemos crear y mantener las rutinas de nuestras culturas. Por el otro lado, esta labor anestésica siempre acaba por apelar a lo trascendente y lo misterioso, lo inexpresable o sus simulacros. En el caso bíblico, sólo la deidad —cuyo poder es inefable y absoluto— tiene la autoridad suficiente para sujetar al universo a nuestra voluntad; así sucede también en otras, incontables historias sobre el origen de las cosas, su fin posible y su significado, que marcan al mismo tiempo la preeminencia del ser humano y el límite de sus aspiraciones.
Si las aprendemos, y aprendemos también a no cuestionarlas, estas historias son el asiento de nuestras fes y fervores, de todo lo que nos define y nos alienta como masas. El poder, a la vez, ha regulado su forma y su difusión y las ha usado para fomentar, según su conveniencia y posibilidades, el fanatismo y la superstición.
Sin embargo, los creadores de tales historias siempre han sido los mismos: la misma porción marginal en cada sociedad, los mismos individuos extraños e ajenos tanto al poder como a las masas.
Los visionarios
En efecto, son los visionarios: los que tienen visiones. Han sido los profetas y los iluminados; los que encuentran a los dáimones y a los dioses; los que reciben –dicen que reciben– mensajes de lo alto, y también los investigadores: los que sondean deliberadamente los límites de su propia visión del mundo y tratan de encontrar lo que está “más allá”.
¿Están enfermos? No son, por supuesto, individuos funcionales y bien integrados. Como a Dick, el contacto con eso otro suele aturdirlos, incapacitarlos, expulsarlos de la vida cotidiana. Lo visionario es una enfermedad (si acaso es enfermedad) que pone en peligro de más-allá-de-muerte: quien la contrae puede llegar a percibir de modo total y claro lo que no puede percibirse, por largos periodos o aun para siempre, y también a algo más tremendo aún: a convertirse en memoria transfigurada, en emblema o heraldo de los mundos más allá del mundo, que no podemos alcanzar pero nos definen y explican.
La única forma de “poder” que puede alcanzar un visionario llega con la articulación de sus hallazgos, que siempre son reales, cuando menos, en el sentido subjetivo del término: exploraciones en la propia conciencia, en el propio lenguaje. A veces la realiza el propio visionario, y a veces la hacen otros, discípulos o transcriptores. Si las ideas, palabras o imágenes resultantes se integran en mitos pueden reproducirse en la conciencia de otros, propagarse por su cultura (o hasta más allá de ella) y en ocasiones cambiarla definitivamente.
Esta descripción era menos problemática en el pasado, naturalmente, cuando no existían las líneas divisorias que hemos trazado, a lo largo de miles de años, para separar la poesía, la filosofía y la ciencia. Cada una de éstas tomó una parte distinta de la misma búsqueda: la de lo que Friedrich Schiller llamó lo sublime, lo que no está contenido en los límites de la razón, la fe o la propia estatura humana y, sin embargo, puede ser vislumbrado por la conciencia.
Si las ideas, palabras o imágenes resultantes se integran en mitos pueden reproducirse en la conciencia de otros, propagarse por su cultura (o hasta más allá de ella) y en ocasiones cambiarla definitivamente.
En el camino no sólo se perdió de vista lo que cada una de esas actividades humanas tenía en común con las otras. Primero, las fes afianzadas en culturas cada vez más complejas empezaron a rechazar las visiones que no pudieran integrar en sistemas de pensamiento ya establecidos.3 Más tarde, para combatir a la superstición en un momento de la historia en que el occidente creía en la perfectibilidad del ser humano, la Ilustración francesa propuso al pensamiento racional como alternativa superior a todas los demás: como una forma más refinada y poderosa de comprensión de todo, ajena a cualquier dogma, con un poder absoluto pero fincado en lo objetivo. No sólo la expulsión fue imperfecta, y aun ahora prosperan, en el pensamiento cotidiano de occidente, la barbarie y el oscurantismo:4 lo visionario fue rechazado de plano, estigmatizado y convertido en uno con las experiencias extáticas y los estados alterados de la conciencia: reducido a enfermedad.
Profetas y excéntricos
En otro tiempo, Philip K. Dick podría haber sido un profeta. Ahora lo consideramos un simple excéntrico: alguien que tuvo una experiencia imposible, decimos, un creador “demente”, mero relator de sus padecimientos, incapaz de iluminar nada más allá de su propia condición y la relación que ésta tiene con su entorno. Incluso podemos confundirlo con los charlatanes: los vendedores de la salvación y la seguridad que se limitan a resumir y volver más complacientes los hallazgos visionarios de otros.
El peso de este cambio de la percepción afecta, de hecho, a todas las visiones modernas. Incapaces de convencer a nadie, los visionarios parecen obligados a elegir entre el alejamiento del mundo: el consignar sólo para sí mismos sus visiones, sin revelarlas, o el colocarse a la defensiva y disfrazar sus exploraciones de diagnósticos. Dick, como Daniel Paul Schreber, escribe asumiendo que nuestras ideas de lo “normal” y lo “razonable” sólo quieren ser conmovidas de formas cómodas, comúnmente aceptadas, y no se equivoca. No puede negar lo que vio pero tampoco desprenderlo de las interpretaciones que lo rechazan y lo vuelven un error o un accidente.
Y sin embargo, Schiller escribió: “Nos sentimos libres con lo sublime porque los instintos sensibles no tienen ninguna influencia sobre la legislación de la razón; porque aquí obra el espíritu como si no estuviera bajo otras leyes que las suyas propias”. Y sin embargo, la realidad sigue desintegrándose en momentos de presión. Y sin embargo, continuamos sin que el occidente más desarrollado, o sus muchas provincias y vertederos, nos ofrezcan nada más que placebos, supuestas verdades inmutables que resultan inútiles en cualquier experiencia más allá de nuestras servidumbres cotidianas.
Hay que recordar que no sólo nuestros visionarios están enfermos: que lo está la época entera, como se dice con frecuencia y hasta de manera frívola. Que los desequilibrios de lo humano siguen aquí, simplemente transfigurados u ocultos.
La búsqueda de lo visionario podría hacer más falta ahora que nunca antes.
La búsqueda de lo visionario podría hacer más falta ahora que nunca antes.
No importa que la enfermedad general pueda provenir, en parte, del vaciamiento de toda visión, del modo en que la cultura global trivializa y masifica cualquier esfuerzo de la imaginación. No importa que nuestra imagen del mundo se considere cerrada, incapaz de cualquier ampliación significativa. Aun si queremos ver, no todos veremos ni veremos de la misma forma: lo visionario nunca será una experiencia objetiva ni democrática. Y en esto se encuentra su valor: tal vez sea la única vivencia realmente individual, privada, irreductible, que aún podemos llegar a tener antes de la propia muerte.
Porque, en efecto, nuestros visionarios actuales, además de en su cautela, coinciden en su interés en ese enfrentamiento personal con lo indecible. Como siempre, miran los bordes de la vida: la muerte de cada uno de nosotros, que parece volverse más y más urgente en épocas de violencia como la nuestra pero ante la que no estamos más indefensos ahora que en cualquier otro momento de la historia. Dick la discute en su teogonía bondadosa; Artaud la encarna en su grito primordial; Panero la usa como eje en su reversión de la cordura y la demencia; Rizzoli la vuelve causa de su geometría del paraíso, y si todas son sospechosas, si todas pueden parecernos mera literatura o mero arte, todos nos recuerdan también que lo visionario es, a fin de cuentas, indagación, provisional y frágil, precisamente como la búsqueda en la terapia o la creación de metáforas. E indagar en la muerte es indagar también en esta verdad: que todos compartimos la misma pequeñez: que existimos en la misma plenitud y, muchas veces, en el mismo terror. ®
Alberto
¿Qué opinas de lo que se dice en el texto sobre el tema?
Raúl Ramírez García
En este artículo Chimal no se tira a fondo, deja de lado a Teophile Gautier, Alexander Trocchi,Lewis Carroll, Somerset Maugham, Dylan Thomas,Robert Graves,además de tanto anónimo visionario medieval universalmente acallado y tristemente célebre; desde luego sin agraviar ni menospreciar a nuestros iluminados prehispánicos(Tlazolteotl, Nahualpilli, Xochipilli, Tezcatlipoca y el mismísimo Quetzalcoatl)que en su momento tuvieron su «enfrentamiento personal con lo indecible.»