El barrio bajo acecho

Del libro Entre las cenizas

Entre las cenizas* es un libro que recupera las historias de resistencia, solidaridad y esperanza protagonizadas por mujeres y hombres anónimos quienes sufrieron la violencia desatada durante la guerra contra el narcotráfico en México, superaron el miedo paralizante y se organizaron con otros contra la muerte y por la vida.

En 2011, funcionarios municipales recorrieron las calles del norte de Monterrey. Buscaban pandilleros para realizar trabajo social: organizar concursos de grafitti y torneos deportivos, facilitarles el acceso a programas sociales. Fueron a las esquinas, las canchas. Sólo encontraron a unos cuantos muchachos que jugaban de forma esporádica una cascarita de futbol o se tomaban un refresco en la tienda de la esquina antes de encerrarse en sus casas.

Querían hacer trabajo social con pandillas, pero los jóvenes desperdigados les dijeron que las pandillas ya no existían; sólo había una sola: el cártel de los Zetas.

Habían llegado demasiado tarde.

* * *

El origen de esta historia está enterrado.

El catalizador más visible ocurrió cuando el presidente Felipe Calderón declaró la guerra contra el narcotráfico en los últimos días de 2006, y el Ejército y la policía federal comenzaron a peinar el país buscando criminales. Las calles se llenaron de retenes y los militares comenzaron a esculcar civiles y a realizar labores de policía. En junio de 2007 esta guerra llegó a Monterrey con más de mil federales y militares.

Desde entonces, han muerto muchos hombres y mujeres de las fuerzas de seguridad, civiles y miembros del narco. Estos últimos necesitaron más soldados y pusieron la mira en otro ejército: el de los jóvenes desocupados, en riesgo, el de los pandilleros de barrio.

Ellos son la carne de cañón. Organizaciones sociales calculan que al menos mil 300 menores de edad —niños y adolescentes— han sido asesinados durante la administración calderonista. Los jóvenes conforman la mayoría de los 60 mil asesinados por la guerra contra el narcotráfico, en todo México, así como en Monterrey.

La guerra contra el narco quizá fue el catalizador, pero no el origen de este relato de niños sicarios y juvenicidios endémicos. Éste quizá ocurrió décadas atrás, cuando “expertos” decían que se avecinaba un bono “demográfico”, es decir, que México tendría el mayor porcentaje de personas productivas de su historia, y que si “esto se aprovechaba”, sería un gran empuje para el país; pero que si no se preparaba el escenario para darles trabajo y educación, “el excedente no sólo sería desperdiciado, sino que se volvería un problema”.

Es difícil establecer el inicio de la historia. Pero para 2009, en Monterrey, la norteña potencia empresarial del país, muchos de los jóvenes que antes pasaban las noches escuchando música, ensayando ritmos musicales o se expresaban a través del grafitti, la ropa, el lenguaje, los tatuajes y el peinado, ya eran la mano de obra del narco.

Y comenzaron las demostraciones de poder.

Los llamaron los tapados. En 2009, mujeres, jóvenes y niños bloquearon las principales calles de la ciudad. Exigían que el Ejército volviera a los cuarteles. Algunos fueron detenidos e interrogados. Dijeron que los Zetas les habían pagado 500 pesos por manifestarse.

No ha sido la única vez.

En junio de 2010 fue detenido Héctor Raúl Luna Luna “el Tory”, líder zeta de la plaza a los 28 años, veterano para el promedio de edad de los narcotraficantes. Al ser apresado, mandó a decenas de jóvenes para que, a punta de pistola, detuvieran y despojaran de sus carros a los automovilistas en 28 calles de la ciudad. Con los autos secuestrados, bloquearon el tránsito por horas.

También hay adolescentes y niños. El 25 de agosto de 2011, a las 3:30 de la tarde, un comando prendió fuego a la casa de apuestas Casino Royale, en cuyo interior se entretenían con máquinas tragamonedas y el azar, mujeres, amas de casa y jubilados. Murieron quemadas y asfixiadas 52 personas.

La sociedad se conmocionó por partida doble: la primera, cuando se informó sobre el crimen; la segunda, cuando se reveló que los responsables eran menores de edad —tres eran mujeres—, comandados por un joven de dieciocho años.

Unos pesos y algo de droga bastaron para engancharse.

Muchos trabajan como halcones: espían los movimientos de las autoridades, de sus propios vecinos, para los cárteles. Otros más se convirtieron en mandaderos o trabajan en narcomaquilas, empacando droga. Conforme suben el escalafón, reciben más dinero, más droga, un arma. Más responsabilidad y peligro. Para entonces ya saben matar y torturar.

Algunos jóvenes no son seducidos por el cártel, sino secuestrados, levantados, para ser esclavos.

Monterrey y su zona metropolitana es una de las urbes más importantes del país. Enclavada entre montañas, siempre brilla: de día resplandece con el polvo del desierto, de noche se engalana con luz eléctrica. Con poco más de cuatro millones de personas es uno de los centros industriales, académicos y económicos más poderosos del país. Es la Sultana del Norte. Uno de sus municipios conurbados, San Pedro Garza García, es considerado el más rico de América Latina.

Aquí es raro ver esa pobreza escandalosa del sureste mexicano.

Sin embargo las pandillas dejaban entrever otra realidad. Años atrás se crearon programas municipales para desarticularlas aunque algunos expertos alertaban que hacerlo sería contraproducente, se acabaría con el sentido de pertenencia y la solidaridad entre los jóvenes. Para 2011, cuando los funcionarios municipales salieron a las colonias del norte a buscarlas, la discusión era estéril: las pandillas ya habían enterrado a sus integrantes, se habían disuelto o sus miembros estaban escondidos.

Escucho la misma historia en la colonia Independencia, en voz de dos adolescentes de catorce y quince años; en Nueva Esperanza,

Escobedo, la relata un joven de veinte años; en Tres Caminos, Guadalupe, la confirma un expandillero de dieciséis; en la Garza Nieto lo dicen menores de edad que, sin embargo, conservan el nombre de su clika; en la colonia 10 de Marzo un chico de diesisiete asegura que aunque ya no es pandillero los dos bandos lo asedian: los Zetas lo han tableado —golpiza en las nalgas con una tabla— para que trabaje con ellos; el Ejército lo ha levantado para interrogarlo a la mala.

* * *

He venido a Monterrey a buscar individuos y colectivos que intenten alejar a los jóvenes del reclutamiento forzoso y de la marginación que los invita a sumarse al crimen organizado. He hallado muchos proyectos que buscan ayudar a los adolescentes, a los pandilleros, a los jóvenes en riesgo. Unos son más grandes; otros mejores. Unos lo intentan a través del baile, la religión, la expresión artística o el deporte. He encontrado decenas de personas que arriesgan la vida en ese trabajo. Hay héroes, sin duda. Pero el problema es tan vasto, el daño es tan grande, que todo intento parece ser rebasado.

La patria de Mou

Monterrey

A los 27 años Mou ya había viajado por México, componiendo rap que hablaba de soledad y amores truncados. “Me vi vagabundo y entuerto/ empeñé al corazón para pagar lo que no se vende/ para ausentarme del mundo/ a un rumbo donde me encomienden”. Era reconocido en otros barrios, pero en el suyo caminaba como otro desechable más.

A mediados de 2011 la organización civil CreeSer abrió un módulo en la colonia Fomerrey 110 para impulsar varios proyectos, entre ellos PazArte, dirigido a ofrecer alternativas a los jóvenes. Mou fue el primero que se acercó. Les propuso armar un taller de rap. Días después llevó a sus amigos interesados en enseñar breakdance y grafitti.

En la mayoría de las colonias de Monterrey se escucha el vallenato, la cumbia colombiana, nostalgia por un país lejano y caribeño. Pero también se mira al norte por las innumerables migraciones que van y vienen de Estados Unidos. De ahí adoptan el rap, una holgada forma de vestir, algunos colores en la ropa. En la Fomerrey 110, al norte de la ciudad, prevalece el rap.

Creada por los programas sociales de vivienda, las Fomerrey (entre ellas, la 110) se parecen a cualquier colonia popular del país: mucho concreto, un paisaje gris a la altura de los ojos. A lo lejos, las montañas.

Anochece. Es febrero y en CreeSer tienen el tiempo contado. Nadie se queda después de las nueve. Los vecinos, que acostumbraban convivir hasta tarde, ya no lo hacen. Se ha vuelto peligroso. Pero Roberto Martínez, líder del proyecto PazArte, y los chavos están afinando los últimos detalles y sólo tienen las noches para trabajar. En unos días comenzarán los talleres. Llevan meses planeándolos. Mou, Fred, Jap y otros han montado exhibiciones en las plazas y el Conalep de la zona, para animar a otros a aprender una técnica y una forma de expresarse sin violencia.

Mou saca unas sillas y nos sentamos frente a la puerta del cubículo. Miramos cómo se oscurecen las calles. Él se fuma un cigarro. Es delgado. Moreno. Lleva el pelo cortísimo, casi rapado.

Le pregunto si a él lo han hostigado los narcos o el ejército. Sus respuestas son casi inaudibles. Un tímido sí. Mira hacia otro lado. Cambio de tema.

—¿Qué es lo que quieren los jóvenes?

—Espacios. Todos queremos espacios. Un espacio donde… no te miento, nos da miedo salir porque siempre anda esa raza por aquí, de los que estamos hablando. O te levantan éstos o te llevan los otros—. No los menciona, pero se refiere al narco y a los militares. Aunque la mayoría de los vecinos son trabajadores, no se han salvado de ser confundidos con delincuentes por el hecho de vivir ahí.

La depredación de sitios de recreación en los barrios populares es endémica. Un ejemplo es la privatización de las canchas de futbol del lecho del río Santa Catarina, cerca del centro de la ciudad, a las que asistían los vecinos de la centenaria colonia Independencia, actualmente considerada un bastión de los Zetas.

En 2003 las autoridades decidieron dar el terreno en comodato a la empresa Siglo XXI, de TV Azteca, para que construyera canchas de pasto sintético, un mini golf y cobrara a los usuarios. Dejaron unos cuantos terrenos abandonados en la periferia. La gente se sintió insultada. En 2010 el huracán Alex arrasó con todo.

Con la emergencia de la inseguridad en la ciudad, algunos funcionarios emprendieron el proyecto social más ambicioso de las últimas décadas, y en septiembre de 2011, en la Independencia —crisol de las culturas del norte y uno de los primeros lugares a los que llegó para quedarse la música colombiana— se inauguró el macrocentro comunitario: enormes instalaciones, con canchas, talleres culturales, capacitación para el trabajo, bachillerato en línea.

El macrocentro fue inaugurado en septiembre de 2011 con una inversión de 200 millones de pesos. Encaramado en el cerro, parece un mirador de lujo.

Pero las autoridades dan y quitan.

Por el barrio de Mou existía el gimnasio popular Los Campeones. Las mujeres iban a bailoterapia; los hombres, al box. El Ejército cerró el lugar en 2011 para utilizarlo como cuartel. Cerca de ahí, a inicios de 2012, la administración inauguró unas canchas. Hay colonias cuyos escasos espacios comunes juegan constantes volados con las políticas públicas.

Mou está por terminar su cigarro. Le pregunto por qué quiere dar un taller de hip hop.

—Por la música. Y para que, cuando los chavos tengan mi edad, no estén como yo.

Mou dejó la secundaria trunca. “No me salí ni por drogas, ni por lo que pasaba en la calle. Sino porque no me entendía y quería tiempo para pensar. Pero sí me arrepiento bien gacho”.

Es precisamente en la educación media donde irrumpe la deserción masiva en México. Debido a una educación deficiente, a nivel secundaria el 70 por ciento de los muchachos cae en la categoría de analfabetas funcionales. Muchos dejan la escuela entre sentimientos de culpa. Se suma una política de expulsión frente a la menor provocación. Muchos ya no regresarán a la escuela jamás. Una tercera parte de los jóvenes de entre 25 y 29 años de edad en el país sólo llegó hasta la secundaria.

Ésta es una ciudad de estudiantes. Llegan de todas partes de la República y de otros países al Tecnológico de Monterrey, la universidad privada más prestigiada y quizá la más cara de México. Al lado de la abundancia, se encuentran los desocupados y los jóvenes sin escuela, en una sociedad que relega a quienes no tienen títulos académicos.

Mou ha terminado su cigarro. Apaga la colilla con el pie y la recoge. Forma parte de esos casi treinta millones de mexicanos que tienen entre quince y 29 años de edad. También está entre esos más de 7.5 millones de jóvenes que no van a la escuela y no tienen empleo formal. En su último trabajo separaba basura para una empresa de reciclaje. Pertenece a lo que algunos bautizaron como ninis, porque ni estudian ni trabajan.

Mou explica que está pensando cómo ayudar a los de su cuadra. Lleva un cuaderno donde apunta pensamientos que les va a decir a los chicos del taller: ayuden en la casa, estudien. Lo que más le gusta de su barrio es su gente, por solidaria.

Esas calles son su patria. Y quiere salvarlas.

No ha sido fácil para el equipo de CreeSer.

En marzo comenzaron los talleres. Se inscribieron muchos jóvenes que se reunían en una plaza, al caer la noche, para practicar rap, breakdance y grafitti. Un padre de familia —quien, dicen en el barrio, trabaja para un grupo criminal— los alertó: “Ya no salgan ahorita porque se va a poner muy feo”. A los pocos días comenzaron a aparecer colgados y ejecutados en las calles.

Ahora, nadie se queda en el cubículo de CreeSer después de las seis de la tarde. Cerraron los talleres callejeros. Refugiaron el proyecto en la secundaria 69. Entre semana Roberto Martínez imparte pláticas sobre la violencia, cómo identificarla, qué opciones hay frente a ella. Los sábados, Mou, Jap y Fred imparten los talleres artísticos. Varios jóvenes, los más vulnerables, los que no estudiaban ni se habían acercado originalmente al proyecto, quedaron excluidos. Las autoridades escolares no permitieron el ingreso a “personas ajenas al plantel”.

Los más desposeídos quedaron, otra vez, sin los espacios que reclama Mou.

Con los talleres, explica Roberto Martínez, los estudiantes han aprendido a identificar la violencia. Está pendiente que dejen de aceptarla como “normal”. Pero quizá el cambio más visible está en los mismos talleristas. Mou lleva un año colaborando con CreeSer. No recibe un peso. Dice que enseñar rap le hace sentir que vale la pena por lo que ha pasado. Ahora es reconocido en su propio barrio. Está por grabar otro disco. Ya no escribe de soledad, sino de iluminación: “Yo brillo porque somos luz/ me acabo de encender/ porque creo en Dios/ y sé que Dios me sabe comprender/ porque soy la sombra con luz propia de un ser divino/ porque creo que debo, puedo y, como Lennon, lo imagino”.

Redención de un pandillero

En junio de 2011 el expandillero Juan Pablo García llegó a la colonia Nueva Esperanza, municipio de Escobedo. Con un mensaje de paz buscó a los líderes de las pandillas y les propuso firmar un pacto de no agresión. Abelardo tenía diecinueve años, era pandillero desde los trece y movía a sesenta huercos de los Pokos Lokos. Llevaba dos años tratando de alejarse, desde que estuvo a punto de matar a alguien. Ahora su esposa estaba embarazada y él caminaba con miedo por su barrio.

La cita para firmar fue en la capilla de la colonia. La gente que quería presenciar ese momento había dejado libre el pasillo central para que caminaran los pandilleros. “Yo llevaba una navaja. Toda mi clika llevaba navajas. De pronto, Juan Pablo dijo: ‘El que esté arrepentido, hínquese y pida perdón’. Pos yo, porque estaba arrepentido, me hinqué. Y no fue por miedo. No tenía miedo, pero ya estaba casado, tenía que cambiar”. Las pandillas firmaron.

La paz no fue instantánea. Al terminar la ceremonia, dieron juntos una vuelta por el barrio, para celebrar. El paseo terminó con un joven acuchillado. Nunca hallaron al culpable.

Juan Pablo no se rindió. A los pocos días invitó a las pandillas de la Nueva Esperanza a un campamento espiritual de tres días en las afueras de la ciudad. Llegaron el viernes, y para el sábado Abelardo estaba mortalmente aburrido. Al filo de la media noche, él y dos más se querían ir a casa. Juan Pablo les dio un aventón a la central camionera. Cuando se bajaron del auto y cruzaban la calle, se les cerró un carro lujoso.

Con un cuerno de chivo apuntándoles, los conductores les cuestionaron qué hacían ahí. “Les contamos que veníamos de un campamento católico. Nos mandaron un taxi y nos dieron 150 pesos para pagarlo”.

Abelardo ya había rozado la muerte. Unos meses antes de que conociera Clikas por la Paz se encontraba en una riña a pedradas con los de su calle cuando pasó una camioneta de narcos; alguien les lanzó una piedra y se quebró un vidrio. Los Zetas no hicieron nada, pero regresaron dos horas más tarde. “A quien vieron vestido guango (con ropa holgada, de cholo), lo mataron”. La víctima fue Omar Villarreal, de diecinueve años que paradójicamente nunca peleaba, tocaba la guacharaca en los bailes y se llevaba bien con todos. Los medios, por cierto, registraron su muerte como “una riña entre pandillas”.

Pero el episodio del taxi a la salida del retiro fue el que cambió a Abelardo. Sintió que no lo levantaron porque tiene un objetivo en la vida. Tuvo lo que religiosos y algunos psicólogos llaman “epifanía”, una revelación.

Cuando Juan Pablo lo invitó a la Escuela para Líderes “Nacidos para Triunfar”, se apuntó junto con sus camaradas. De sesenta pandilleros concluyeron cuatro.

Ha pasado un poco menos de un año. Abelardo tiene veinte años, sigue viviendo en el mismo barrio y ya no pelea. Se ha mudado con su esposa e hija a una calle en la que antes no podía caminar. Por las noches ayuda a Juan Pablo en la Escuela para Líderes. Me cuenta su historia en la colonia 10 de Marzo, lejos de su hogar, a las 10 de la noche de un martes.

Él sabe que se juega la vida cuando se traslada a esos barrios ajenos, en donde puede ser confundido con algo que ya no es. Es voluntario con Juan Pablo porque, dice, si de diez pandilleros que llegan, ayuda a cambiar la vida de uno, se siente satisfecho.

* * *

El de Juan Pablo o Jotapé, como lo llaman todos, es uno de los proyectos para pandilleros más apoyados por los medios, los círculos gubernamentales y los empresarios locales. Quizá porque promueve un objetivo concreto: pactar el cese de agresiones entre las pandillas de un barrio mediante Clikas por la Paz; tal vez, por tener un trasfondo religioso; o por compartir un lenguaje común con el mundo empresarial: el liderazgo, el triunfo. Se ajusta más, en resumen, a la idea clásica de la asistencia social: ofertar unos trabajos y becas, inculcar ciertos valores. No subvierte o cuestiona el orden social. Sin embargo, muchos jóvenes sólo tienen eso: la oportunidad de esos trabajos y becas. Un chico de diecisiete años relata que va a la Escuela de Líderes para poder laborar en un Oxxo y ayudar a su abuela, a quienes su padre y tíos han abandonado.

De su futuro, la posibilidad de una escuela o un empleo mejor, ni se cuestiona.

Juan Pablo está rapado. Es alto y robusto. Hiperactivo. Me ofrece un aventón. Pone el aire acondicionado al máximo, maneja raudo entre las callecitas de la 10 de Marzo, a unos veinte minutos del centro de Monterrey. Describe sus proyectos.

Primero Clikas por la Paz, el pacto entre pandillas, cuyo objetivo es crear un impacto en la vida de los jóvenes, “que crean en algo”. Después la Escuela para Líderes, de siete meses de duración, donde cada muchacho deberá trazar un proyecto de vida. Entre las actividades hay murales, reforestación, charlas sobre drogas y alcohol.

“Fui adicto, pandillero. Estuve trece años metido en drogas y pandillas, con los Caciques 13 en la Fome 18, y en Estados Unidos con los Latin Kings y la Mexican Mafia. Una vida como la de los muchachos con los que acabas de platicar”, dice Juan Pablo. A los veinte años, y después de tres intentos de suicidio, “tuve una experiencia de Dios”. Se volvió misionero católico. Hace un año comenzó Clikas unidas por la Paz como respuesta a la ola de violencia.

“Ya no les digo ‘Dios te ama’. Ahora les digo, ‘Dios te ama, pero hay que trabajar’. Y antes de darles la chamba o la beca, para no quemar el cartucho, hay que prepararlos”. Juan Pablo promete a los jóvenes que cuando se gradúen de la Escuela para Líderes, los ayudará a conseguir un trabajo en las tiendas Oxxo, o una beca para continuar sus estudios. Parece demasiado pasar siete meses para un trabajo de salario mínimo, pero en Monterrey hasta las tiendas de abarrotes rechazan a los tatuados. Nadie contrata a un menor de edad de los barrios marginales.

Guarda silencio un momento. Y eleva la voz: “Yo lo que les digo: ¡No sean miedosos! Vamos a rescatar nuestros barrios”.

Volver a soñar

Es de noche. Unos adolescentes entrenan futbol en un parque de la colonia Tres Caminos, municipio de Guadalupe, al oriente de la ciudad. Pasto amarillento, un circuito para correr que rodea canchas y porterías; hay vidrios rotos entre el pasto. Una camioneta de policía enciende su torreta. Todos en el parque se congelan un momento, evalúan. No hay peligro. Siguen jugando.

Bryan, expandillero de dieciséis años, tomó un breve taller con la organización Cauce Ciudadano, para volver a soñar: adquirir de nuevo la capacidad de imaginar y perseguir un proyecto. Él quería jugar futbol, así que juntó a sus amigos y pidieron a un vecino que los entrenara.

Bryan interrumpe su entrenamiento para hablar conmigo. Está impaciente, quiere seguir pateando el balón, llevan apenas un par de semanas. No está estudiando pero quiere regresar a la escuela para ser técnico en sistemas de aire acondicionado.

A dos cuadras del parque, en casa de Emanuel, un hogar humilde pero amplio, cuatro jóvenes dan vida a un show de payasos. Emmu, quien está por presentar su examen a la Universidad Autónoma de Nuevo León, muestra su disfraz de payaso: pelucas fosforescentes, paliacates de colores, maquillaje.

“El personaje es lo más importante”, recalca. Changuitos, una adolescente de catorce, enseña sus fotos disfrazada. Va a cambiar su personaje, porque hacerse el peinado le lleva mucho tiempo. También están Show y Tiul, de unos veinte años. Fue Tiul quien emprendió el proyecto originalmente.

Una integrante de Cauce Ciudadano les ha traído un monociclo y un dinero para que se manden a coser sus trajes. Para esta organización civil con sede en el Distrito Federal los jóvenes que son vulnerables o que ya han sido rescatados de la delincuencia necesitan un proyecto económico que les permita sostenerse. Si no, la dinámica del barrio los arrastrará de nuevo.

Discuten. Tiul advierte: “Aquel que no asista a los ensayos no tendrá derecho al traje de payaso”. Han tenido apenas dos representaciones pagadas y para que esto funcione se requiere seriedad. Algunos tratan de justificar sus ausencias. Después de una larga discusión prometen que no faltarán.

En Guadalupe muchos jóvenes han creado ballets de payasos para presentarse en XV años y fiestas. Es común verlos salir de sus casas disfrazados. Estos ballets no tienen más de veinte años pero ya se han convertido en una identidad cultural del municipio. Emmu, Changuitos y Tiul quieren seguir esta tradición.

Hay otras “tradiciones”. En 2008 éste fue el municipio conurbado con más pandillas del área metropolitana; tenía 720 de un total de mil 600. También es frecuente el fenómeno de los juvenicidios. Una semana antes de mi visita Roberto García y José Francisco García, que no rebasaban los 25 años, fueron asesinados a unas cuadras de la casa de Emanuel.

* * *

El origen de Cauce Ciudadano se encuentra en un homicidio. Era el año 2000 en el Distrito Federal, Carlos Cruz tenía 27 años y desde los trece había estado en pandillas vinculadas a las mafias de la ciudad, cuyos líderes ejecutaban el trabajo sucio de autoridades escolares y políticos. Pero Cruz ya buscaba una salida a la violencia y comenzaba a hablar de ello con personas fuera de su banda. Entonces mataron a un amigo suyo, Carlos Guadalupe, de la Prepa 9 de la UNAM.

“Sabes, siempre caminaba yo mucho en esa locura: si ya mataron a alguien, pues hay que aguantarse, pero lo de Carlos Guadalupe me quebró”.

Varios se preparaban para ir a ajustar cuentas. Carlos Cruz ordenó: “No nos vamos a vengar”. Más tarde alguien le diría: “Acabas de salvarle la vida a alguien”. Poco tiempo después fundó Cauce Ciudadano. Casi doce años más tarde la organización tiene trabajo en varias ciudades, entre ellas Monterrey.

Carlos percibe que muchos barrios se han cerrado y un incremento desmedido del peligro. Admite que muchas veces sí se fastidia, sobre todo de lidiar con autoridades. Hay días que apaga la computadora y sale corriendo de su oficina. Harto. Pero “siempre me encuentro con una buena noticia: un chavo que acabó la escuela o la mamá de alguien que me agradece. Eso me mantiene aquí”.

No todo ha salido bien. Los miembros de Cauce no han regresado a Monterrey durante meses por falta de seguridad.

“Hablamos con los chavos por skype. Les mandamos lo que necesitan”, explica. Regresarán si se concreta una alianza con las tiendas Oxxo, para tener cierta cobertura de protección. A inicios de 2012 otro proyecto se vino abajo. En Santa Isabel un vecino había prestado una casa a los jóvenes para que montaran un taller de pintura en aerosol. Una noche, un comando armado llegó a interrogarlos. No pasó a mayores, pero el dueño del lugar dijo que se fueran, que no quería una “matazón de chavos”.

Pero también hay buenas noticias. Han pasado seis meses desde que se inició el futbol en Guadalupe y uno de los muchachos, Dylan, ya fue fichado por el equipo Monterrey. El grupo de payasos ha crecido. Emanuel, recién ingresado a la universidad, me cuenta que ya son diez miembros y hacen presentaciones al menos cada quince días. Incluso salieron en la televisión local. “Ahí vamos”, dice con alegría.

La dimensión del afecto

Saltillo se encuentra a hora y media de Monterrey. Muchas personas viven en una ciudad y trabajan en la otra. Ambas ciudades intercambian personas, bienes, cultura. Y comparten la pugna entre los Zetas y el cártel del Golfo.

De Saltillo es el Borras, quien tenía dieciséis años cuando decidió ser aprendiz de sicario para ganar tres mil pesos quincenales.

Comenzó a trabajar bajo el mando de un expolicía. La noche de su primer asesinato, su jefe y otros más treparon a la camioneta a un condenado a muerte. Condujeron hasta un paraje oscuro y le dieron la orden. Borras disparó, y enseguida comenzó a vomitar.

Tiraron el cadáver en otra parte. El jefe le ordenó que metiera las manos en el cuerpo y se llenara las manos de sangre.

“No te las limpies, déjalas así”, le exigía. Lo llevó a cenar en un local junto a la carretera. “Esto es para que te vayas cauterizando”.

Así es como se gana nervio para matar: comiendo con manos ensangrentadas.

Tiempo después el Borras rozó su propia muerte. Iba con otros tres cuando se encontraron con los soldados. Se replegaron a unos terrenos baldíos. En la carrera, cayó en un hoyo y se desmayó. Cuando volvió en sí, sus compañeros yacían muertos. Caminó a una casa de seguridad cercana. En reunión con toda la estructura, lo tablearon y lo degradaron por perder su arma. Fue rebajado a halcón y pasó a ganar 800 pesos semanales. Le asignaron un sitio de vigía y le dieron un radio. Una tarde, mientras comía papas fritas pasó un convoy del Ejército. Sintió que lo habían descubierto. Enterró el radio entre las papas y escondió la bolsa de frituras en un hoyo. Huyó entre calles y vías del tren, por horas. Llegó a casa. Sus jefes lo estaban esperando. Les explicó lo ocurrido. Hasta que comprobaron que el radio estaba donde decía, le perdonaron la vida.

El Borras habló con el expolicía y le dijo que esa vida no era para él. Su jefe se compadeció, le tenía estima. Lo dejó salir de la organización.

Esto es Saltillo y los jóvenes.

Durante los últimos años Rodrigo Montelongo, líder del proyecto Grafitos Colombia, ha podido observar dos fenómenos: ya no hay levantones de muchachos para forzarlos a trabajar con el narco. Ahora son los adolescentes quienes “hacen fila para ser reclutados”. Sin acceso al trabajo, la escuela o algún espacio en el que se puedan desarrollar, el crimen organizado es la esperanza. El narco impone los gustos, las modas, las necesidades entre los jóvenes de colonias urbano populares. El segundo fenómeno es que el sicariato tampoco cumple todo lo que promete, y muchos deciden alejarse antes de ascender en el escalafón. En momentos tempranos todavía pueden zafarse e integrarse a una vida diferente, como la que enseña Montelongo.

El exseminarista me recibe en la planta baja de una antigua casona en el centro de Saltillo, la sede de Grafitos. Por más de dieciséis años ha convivido con cientos de jóvenes de los barrios marginales. Ha acompañado a muchos en un cambio de vida, a otros los ha visto perderse en la violencia. En el piso de arriba la treintena de chavos que asistieron este sábado escuchan a un cuentacuentos antes de ensayar sus bailes.

Lo más arraigado entre los chundos de Saltillo son los ritmos colombianos, y esa forma única, singularísima, de bailar la cumbia. Por eso, cuando un grupo de personas se preguntaba cómo ayudar a adolescentes en riesgo se decidió que lo mejor era formar un grupo de baile colombiano. En los ensayos además reciben talleres de salud reproductiva, autoestima, valores. Usan un modelo —basado en la educación popular de Paulo Freire— al que llamaron dialógico participativo: todo se dialoga y los chicos son los dueños de la organización.

Grafitos recibe a adolescentes de doce a dieciséis años. Serán beneficiarios hasta los dieciocho. Después sólo podrán ser voluntarios y se convierten en los pilares de la organización. Por ejemplo, la mano derecha de Montelongo es Juan, un joven de veintiún años, alto y robusto que desde adolescente ingresó a Grafitos.

Proveniente de un barrio de pintores de brocha gorda, es el primero de toda su familia que se ha graduado de la prepa, y ahora está por concluir una licenciatura en Ingeniería. Tiene un trabajo, una novia y asiste todos los sábados.

Antes la organización aceptaba estudiantes para que hicieran su servicio social, pero no funcionó. Los prestadores de servicio social sólo venían por unos meses. “Se presentaron problemas afectivos entre los muchachos, se sintieron usados”, explica Montelongo.

La historia cambia de un plumazo mis preguntas: ¿De qué tamaño es el daño afectivo en los adolescentes de los barrios populares? Montelongo cuenta con humor amargo la discriminación que él mismo ha sufrido por acompañarlos. Se han negado a atenderlos en restaurantes “porque dan mal aspecto”. Al llegar a una tienda de abarrotes, un vigilante los escoltará hasta que salgan. La solución a la marginación y a los hoyos negros afectivos que ésta deja no es sencilla ni rápida.

No acepta cursos fastrack, ni compromisos temporales, ni actitudes redentoristas.

En las paredes de la casa se relatan las historias de éxito de Grafitos. Premios internacionales a la labor social; jóvenes chundos que nunca habían salido de su barrio pero ahora viajan por el mundo para dar a conocer el baile colombiano al estilo Saltillo. En el segundo piso, el cuentacuentos ha concluido. Es hora de ensayar el baile. Los chicos mueven las sillas, despejan el salón. Se presentan.

Mi nombre es Jorge, me dicen Yorch, vivo en Bonanza y me junto con los mafiosos, soy un nini. Me dicen Goya, vivo en Bonanza, tengo diecisiete, estudio sistemas en el Cetis, vengo porque me gusta la colombia. Me llamo Enrique, me junto con los trolos, vengo aquí porque me gusta bailar. Yo soy Nelly, me junto con las cremositas, tengo quince años y estoy estudiando enfermería. Yo me llamo Jonathan, me dicen Johnny, tengo trece años, estudio la secundaria, vengo para no estar aburrido en la casa. Me dicen Chente, tengo dieciocho, no estudio, no trabajo, ya no me junto con nadie.

Estos jóvenes representan a los del país. Olvidados excepto cuando matan y mueren. Me pregunto ¿en qué momento construimos un país que dejó de amar a sus hijos? Como al inicio de este viaje, la realidad se presenta abrumadora. Los proyectos, como dice Montelongo, “son pulguitas en un perro”. Y sin embargo ahí están, pequeñas iniciativas, pulguitas luchando contra un abandono colosal.

Comienza el ensayo. Uno por uno pasan a bailar y despliegan los elaborados pasitos del baile colombiano-saltillense. Por un momento la avasalladora realidad de la marginación se ha detenido. Sólo suena el acordeón. Sólo existe la cumbia. ®

* Tomado de Entre las cenizas. Historias de vida en tiempos de muerte ([Ed. Sur+], de Thelma Gómez Durán, Daniela Pastrana, Elia Baltazar, John Gibler, Lydiette Carrión, Vanessa Job, Alberto Nájar, Luis Guillermo Hernández, Marcela Turati y Daniela Rea. Se reproduce con permiso de los editores y de la autora.

Entre las cenizas es un libro que recupera las historias de resistencia, solidaridad y esperanza protagonizadas por mujeres y hombres anónimos quienes sufrieron la violencia desatada durante la guerra contra el narcotráfico en México, superaron el miedo paralizante y se organizaron con otros contra la muerte y por la vida.

Protagonistas de este libro que recupera la esperanza son las madres-detectives que buscan a sus hijos desaparecidos; la red de sanadoras de almas de sobrevivientes de masacres; las víctimas que salieron a las calles y obligaron al presidente a verlas; la comunidad indígena que se opuso a los narcotalamontes; los religiosos y laicas que protegen a migrantes en su camino al norte; los periodistas que armaron estrategias para protegerse; los padres que honran la memoria de sus hijos asesinados; los indígenas que nos enseñan una nueva forma de hacer justicia; los tuiteros y blogueros que salvan vidas y nombran víctimas; los colectivos que arrebatan a los jóvenes pandilleros de los cárteles de la droga.

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Publicado en: Destacados, Diciembre 2012, El fin del mundo y otros relatos apocalípticos

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  1. Eva Leticia Martínez García

    Sigo temblando. «En qué momento construimos un país que dejó de amar a sus hijos». Es una frase demoledora que resume la situación de los jóvenes citados y la de los del resto del país.

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