¿Dónde queda la Bienal de Venecia?

Entre turistas, souvenirs y un poco de arte

“Este único momento en que contexto, mensaje, concepto y realización están en un perfecto balance, recordándonos que aún hay arte que vale la pena, y que lo sublime aún existe, aunque tengamos que viajar tantísimo para encontrarlo…”

La iglesia del miedo... © Christoph Schlingensief

La llaman la ciudad más romántica del mundo, con sus enredadas callejuelas que frecuentemente llevan a rincones solitarios, refugios para los sonidos nativos de la ciudad: los incansables pianos estudiantiles de la Academia de Música entremezclados con el sonido de la marea que golpetea contra las piedras del canal. Venecia, ciudad-reliquia en donde se comprueba, paso a paso, que los clichés siempre guardan algo de verdad.

“¿La Bienal?”, me pregunta con cara de incógnita un grupo de mochileros que se hospeda en el mismo hotel que yo, “¿En qué museo está?” No tienen ni idea de qué es La Bienal. “Vamos a ir a la Plaza de San Marco”, me dicen. Irán a esta marmórea plaza junto con los otros miles de turistas que ese día, como todos los días del verano, pasarán la tarde bajo el rayo del sol, buscando el mejor encuadre para estrenar sus cámaras fotográficas con alguna vista de la Basílica de San Marco o del Palazzo Ducale.

Mi objetivo en esta ciudad se encuentra un poco más lejos de las atracciones principales, pero hay obstáculos en forma de carritos de chucherías que simplemente no puedo evitar. Me ofrecen sombreros (de los que los turistas creemos que utilizan los gondolieri), máscaras de carnaval (de las que los turistas creemos que los venecianos utilizan en el carnaval) y bolsas, camisetas y otros souvenirs que se compran para mostrarle a los amigos, de vuelta en casa, que por razones misteriosas uno ama a Venecia en varios idiomas diferentes al mismo tiempo: Ti amo Venezia, I love Venice, J’aime Venice.

Ya con sombrero de gondolieri, máscara de carnaval, playera de rayas horizontales azul marino, bolsa I♥VENICE y cámara fotográfica con 160 fotografías de un edificio que me pareció bonito pero cuyo nombre nunca podré recordar, me siento momentáneamente satisfecha, lista para continuar mi caminata al Giardini di Castello, sede principal de la longeva Bienal de Venecia que en su edición 54 fue creativamente titulada “ILLUMInations”.

“¿La Bienal?”, me pregunta con cara de incógnita un grupo de mochileros que se hospeda en el mismo hotel que yo, “¿En qué museo está?” No tienen ni idea de qué es La Bienal. “Vamos a ir a la Plaza de San Marco”, me dicen.

Al ver este nombre sobre el panel rojo que me da la bienvenida al Giardini, el tema de Imaginationland comienza a sonar en mi cabeza, sólo que en vez de “imagination” lo que la voz de Trey Parker, uno de los creadores de South Park, repite absurdamente es “Illuminaaaaatioooooons, illuuuuminations, iluuumiinations”; Mientras tanto, en mi imaginación, observo un globo aerostático dorado que transporta a Parker y a un grupo de niños de todas las razas a una tierra prometida en medio de las nubes del Mar Adriático en donde las naciones tienen una orgía de iluminaciones, diseminaciones, expresiones, ilusiones, alucinaciones, concreciones y otras palabras terminadas con “ciones” que la directora y curadora de ILLUMInations, Bice Curiger, mencionó en las entrevistas que concedió a principios de junio para justificar el disneylandesco nombre de esta Bienal.

Mi globo dorado se poncha en el instante que tengo que sacar la cartera por primera vez. Diez euros la entrada. Afortunadamente no es necesario cambiar los euros por BiennaleDólares y mi dinero es amablemente aceptado en los carritos de helados y dulces, en la enorme tienda de souvenirs y en la bonita cafetería al centro de este jardín de diseño decimonónico y ambiente pop, parque de diversiones a la europea, que en vez de venderme Batman The Ride me entusiasma con el pabellón británico de Mike Nelson o el brasileño de Artur Barrio.

Una actitud de incredulidad me acompaña por los primeros pabellones que visito, comenzando por el español que presenta “Lo inadecuado”, de Dora García, obra que consiste en acciones de connotaciones teatrales e hipercomplejas que resultan incomprensibles al visitante que se aventura al interior de esta participación, descrita por la artista como “una ocupación” y que aparentemente requiere no sólo una visita guiada sino además la lectura de un grueso catálogo, el análisis de otros panfletos presentes en la muestra y la imaginación del contenido de casetes, videocasetes (seguramente guardan información muy importante) y otros materiales cuidadosamente dispuestos en austeras vitrinas.

El esfuerzo es demasiado cuando afuera el día está soleado y las sombras que crean los árboles del Giardini resultan más interesantes que la fórmula del arte, cada vez más aburrida, de preferir la ininteligibilidad a la claridad cuando se intenta comunicar un discurso o una postura que puede ser (¡¡o no!!) política.

Regresando a South Park, el meollo de la melodía de Imaginationland estaba, precisamente, en su absoluta falta de imaginación, lo que en efecto me hace preguntarme sobre la iluminación de ILLUMInations. Así como no había imaginación en Imaginationland, ¿será que no hay iluminación en ILLUMInations? ¿O será que estoy llevando mi afición a South Park a un extremo innecesario y debería leer más libros y ver menos televisión?

Más apolíticos, irónicos, nihilistas y autorreflexivos que iluminados, los pabellones en la Biennale se suceden monótonos con las excepciones de algunos artistas que desde ultratumba parecen hablar mejor del presente que sus colegas vivos. Es el caso de Christoph Schlingensief (fallecido en 2010, víctima de cáncer de pulmón) y de Ahmed Basiouny (asesinado en 2010 durante las protestas civiles en la Plaza de Tahrir), artistas que representan a Alemania y Egipto, respectivamente, y cuyas obras resuenan con fuerza al ser claras críticas a sus regímenes nacionales.

El pabellón alemán, acreedor al León de Oro por mejor aportación nacional por esta instalación de la obra de Schlingensief, nos da la bienvenida de una forma casi chusca: rayado encima de las letras grabadas sobre la cornisa del pabellón se lee, en vez de Germania, “EGOmania”. El preludio resulta más light que el contenido del pabellón, en el que se exhiben algunas de las obras más importantes de este provocador alemán cuya producción se dirigió repetida y frontalmente a las contradicciones y los huecos político-sociales consecuencia de la reunificación alemana.

El cinismo del espectador ante la producción contemporánea es, también, parte de los clichés de los que es difícil escapar en eventos como éste que parecen promover más la acumulación de insignias culturales que la comprensión de los contextos propios de cada artista, y cada pabellón, y cada país. Se trata, sin duda, de una labor difícil que requiere la madurez de estos tres elementos que juegan en un mismo equipo para lograr la atención, el asombro y la reflexión del espectador. La complejidad misma de la tarea hace que un resultado bien logrado signifique un oasis para el visitante.

El cinismo del espectador ante la producción contemporánea es, también, parte de los clichés de los que es difícil escapar en eventos como éste que parecen promover más la acumulación de insignias culturales que la comprensión de los contextos propios de cada artista, y cada pabellón, y cada país.

En mi caso, el oasis llegó gracias al pabellón de Israel. One man’s floor is another man’s feelings (una variación del dicho “One man’s floor is another man’s ceiling”), a cargo de la artista Sigalut Landau (Jerusalem, 1969) es una participación compuesta de gestos poéticos en forma de instalaciones, esculturas y una serie de hipnóticas piezas de videoarte que la artista asocia con el destino común de los habitantes que comparten las aguas del Mar Muerto (Israel, Jordania y los territorios palestinos). Metáforas de unión, de puentes simbólicos entre pueblos de longevos conflictos que, parece decirnos la artista, lo único que necesitan para resolverlos es una voluntad compartida de convertir en diálogos francos las redes que ella crea con bellos cristales de sal.

Por un momento, frente a la obra Azkelon —nombre híbrido de Gaza y Ashkelon—, video en el que un grupo de adolescentes traza fronteras a manera de juego sobre la arena de una playa compartida, pero dividida por una frontera física, tengo un momento de claridad en el que el soundtrack southparkiano de ILLUMInations logra darle paso a la experiencia del aquí y el ahora. Contemplo esta suerte de videoperformance junto con una pareja y sus dos hijas pequeñas que, perplejas, ceden ante el arrullo en que se convierte el canto murmurado de Sara Levi Tanay, complemento sonoro de una obra adyacente que sirve de soundtrack para todo el pabellón. Tenemos juntos un momento de silencio en que todos recibimos lo que largamente buscamos al venir aquí. No las fotografías de San Marco, el sombrerito de gondolieri ni las libretas con el logo de la Biennale, sino este único momento en que contexto, mensaje, concepto y realización están en un perfecto balance, recordándonos que aún hay arte que vale la pena, y que lo sublime aún existe, aunque tengamos que viajar tantísimo para encontrarlo. ®

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Publicado en: Septiembre 2011, Sinecdoquier

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