Hay vida mental más allá de los beats de información, sólo que nuestra glándula sobrestimulada y adicta ya no puede sobrevivir si no es bajo el amparo de alguna red inalámbrica y una terminal con teclado.
Hace una década decidí materializar el sueño entre libertario y hippy de exiliarme en una playa lejana, tropical, por supuesto, y escribir un libro que tenía en mente y de paso ver qué sucedía con la vida en absoluta libertad.
Viviendo en esa época en Playas de Tijuana, donde junté un dinero, y como ahora, el invierno insinuándose nada provocativamente, tuve que recorrer mis huesos, mis shorts y mi lap top un par de miles de kilómetros al sur sobre el Pacífico mexicano, el lejano Far West posposmoderno, hipster y escapista donde la búsqueda del santo grial no pasa por encontrar pepitas de oro sino en tropezarse con bolsas intangibles de tiempo, el más preciado de los tesoros que tiene la particularidad de que se consume solo, en saludable y gaseosa entropía con el universo y sus misteriosas expansiones.
El anhelo tuvo mucho que ver con la utopía tropical que el escritor y filósofo Leonardo da Jandra vivió en la playa de Cacaluta, en Huatulco, y que ilustra de manera magistral en su libro La gramática del tiempo, publicado por Almadía hace un año.
El híperazul del que habla Virilio en los primeros estadios, el universo marino, hacia la posterior y consecuente preconfiguración mental del universo cósmico, supuestamente la próxima aventura colonizadora de la humanidad, esa extravagante especie.
El lugar escogido por reunir los requisitos idóneos para mi exilio fue la playa de Chacahua por su condición falsa pero efectivamente insular, por estar a espaldas de un gran parque nacional protegido y porque había hecho varias incursiones previas que me hacían conocer más o menos el terreno, con sus espectaculares luces y sus hoyos negros, aunque los hoyos al final resultaron más negros, mucho más negros, y sobre todo más profundos de lo previsto. En todo caso un buen lugar para hacer experimentos sobre la relación del espacio intermental con la realidad matérica tropical y su hilo conductor: el tiempo azul de cielo, mar y laguna. El híperazul del que habla Virilio en los primeros estadios, el universo marino, hacia la posterior y consecuente preconfiguración mental del universo cósmico, supuestamente la próxima aventura colonizadora de la humanidad, esa extravagante especie.
No ahondaré en detalles de mis meses de autoexilio tropical delirante (algunos fragmentos de narrativa modular flotan por el espacio cibernético), pero lógicamente establecí estrechas relaciones con algunos personajes del lugar, en su mayoría pescadores, algunos con gusto por la cocaína que de repente se encuentran en las pacas perdidas que avientan desde avionetas procedentes de las costas colombianas y que por alguna razón quedan flotando sobre el mar.
La primera vez que llegué a la laguna de Chacahua la electricidad todavía no había llegado a la playa. Años después focos y refrigeradores necesarios para la supervivencia y los negocios fueron alimentados por un precario tendido eléctrico. Poco a poco empezaron a aparecer los primeros televisores.
Tampoco quisiera hacer un apunte sobre las costumbres y los hábitos de género en la Costa Chica de Oaxaca, pero era común que las señoras, matronas, hijas y amigas se juntaran para ver básicamente las telenovelas de los canales abiertos, y los señores en general hicieran caso omiso al aparato que decían era cosa de mujeres y prefirieran beber o drogarse en mutua compañía o de foráneos con ánimos de fiesta. Lindas y nutritivas pláticas cosmopolitas, el turismo de convivencia como uno de los hijos pródigos de la globalización y el intercambio cultural.
El Piojo, el pescador dueño de la palapa donde vivía, comía y ayudaba en labores de pesca en ese entonces, me comentó que a él no le gustaba ver la televisión porque lo mareaba, confesión que me sorprendió porque el común de la gente se marea pero a bordo de una lancha donde él no tenía ningún problema con la visión. Quizás el mareo se debiera a unas dioptrías nunca corregidas, o al exceso de horas de buceo, pero en general no mostraba demasiados problemas para leer una nota o una cuenta aunque no fuera muy instruido.
Ese comentario dejó una honda impresión en mi mundo de referencias porque a mí me pasa algo similar cuando veo televisión comercial, tanto impacto visual intrascendente me aturde y me sume en la apatía, si no es que en la más violenta depresión, por lo que ver televisión no se cuenta entre mis hábitos, más allá de ver algún partido de fut en algunas cantinas que me parecen agradables.
La cuestión básica con el Piojo es que entendí que el mareo que sufría al ver televisión era de carácter metafísico y aludía a cuestiones de libertad mental, prefiriendo llenar sus pensamientos con el azul del mar que con las sombras que parlotean desde esa caja infame. Rebelde y disidente de la industria visual, el Piojo se negaba a consumir imágenes enlatadas y vivir con plenitud y devoción su vida azul de pescador.
Diez años después, los gadgets electrónicos y las redes de comunicación han penetrado casi todos los espacios físicos, mentales y virtuales colonizables y nos hemos acostumbrado a esta veloz y reciente interconectividad en nuestras vidas.
Hace poco una amiga que decidió alejarse de sus rutinas cotidianas por atravesar una situación sentimental complicada y relajarse en las playas de Guerrero, acortó en varios días su estancia cerca del mar porque le provocaba ansiedad no tener acceso a las redes sociales con la frecuencia y disponibilidad deseadas y se regresó a la ciudad, presta, ratón en mano, a navegar desde su escritorio.
Diez años después, los gadgets electrónicos y las redes de comunicación han penetrado casi todos los espacios físicos, mentales y virtuales colonizables y nos hemos acostumbrado a esta veloz y reciente interconectividad en nuestras vidas.
Unos días atrás estuve en casa de otro amigo que es un devoto de la tecnología Apple y que vive en la colonia Juárez en el DF, a unas cuadras de Reforma. Mostraba entusiasmado sus nuevas adquisiciones. El iPhone 4 y la tableta iPad, una chulada de aparatos a decir verdad. Mi amigo en su tiempo fue editor de una publicación que obtuvo cierta trascendencia por su seriedad y tino en los contenidos y ahora se dedica, entre otras cosas, a explorar el universo de la información a la que accede con sus siempre renovados aparatos y con ellos incidir con latigazos en materias de actualidad social desde el Twitter.
Comentaba el agitador cultural: en realidad, no necesito nada de afuera. No necesito salir excepto para lo básico, y eso lo tengo todo a un par de cuadras. Me muestra el iPad y me dice: Todo lo que me interesa lo tengo aquí.
Y después de una breve pausa agrega: Claro, siempre y cuando no me aleje de la red inalámbrica de la que me cuelgo (algunos hoteles la dejan abierta e incluso capta la señal libre del Gobierno de la Ciudad). Evidentemente a la que se va la señal todo esto se acaba, el espejismo se derrumba por debilidad de la red y los pixeles no se materializan en la cristalina pantalla del iPad.
Mi amigo no paga por el servicio de internet y no tiene un contrato, porque con el iPhone 4 podría aceder a la red desde, supuestamente, cualquier punto de la república. La amiga que se fue a la playa lamentablemente no tenía su iPhone, o aparato similar, para mandar mensajes por el Facebook desde una hamaca sorbiendo de un popote agua de coco con tequila. Si lo hubiera tenido en sus manos, pagando la cuota de internet móvil, sus niveles de ansiedad habrían descendido considerablemente.
Se supone que la tecnología nos da mayor libertad, pero los campos de exploración que nos propone esa realidad sólo existen bajo el amparo de los propios aparatos, los servidores y sobre todo de las redes. El espacio ilimitado que se nos ofrece y la supuesta enorme libertad a la hora de elegir contenidos (a los amigos se los acepta o no, pero no se eligen) se dan siempre y cuando ciertas condiciones estén presentes, y para que eso suceda casi siempre hay que pagar previamente. Y de manera constante. La pila de la iPad no es sustituible. Dan por supuesto que en dos años, lo que suele durar la pila, el consumidor tendrá en sus manos el nuevo modelo de tableta con acceso a un mayor número de nuevas aplicaciones.
Ese universo que se despliega en esas pequeñas pantallas es en verdad inagotable, alimentado por la voracidad por el consumo de novedades. Nos hemos acostumbrado no sólo a navegar por el inmenso océano de la información, sino que nos hemos pertrechado en nuestras pequeñas lanchas individuales con toda una serie de aparatos electrónicos y conexiones inalámbricas que hacen que vivamos permanentemente inmersos en esa vastedad de interconectividad y trasiego infernal de pixeles.
¿Cuántos de nosotros después de unas copas en un bar, entre amigos y desconocidos con quienes platicar, lo primero que hacemos al regresar a casa es checar si ha habido algún mensaje o noticia en alguna de las redes sociales a las que estamos permanentemente suscritos con el botón verde de disponible?
¿No nos estará sucediendo a las sociedades informatizadas ahora que de lo que nos mareamos es de ver el mar? ¿Que a nuestro cerebro cada vez le interesa menos lidiar con las emociones y la realidad física? ¿No será que ya no podemos enfocar críticamente todo aquello que queda fuera de la múltiples pantallas con las que convivimos en todo momento y lugar?
El mundo virtual se impone al físico, pero no deja de ser una falacia, una extensión potente (cada vez instalado con más fuerza el concepto de Realidad Aumentada), pero banal de nuestra existencia.
Hay vida mental más allá de los beats de información, sólo que nuestra glándula sobrestimulada y adicta ya no puede sobrevivir si no es bajo el amparo de alguna red inalámbrica y una terminal con teclado. ®