Su mito debería de contarse como el recorrido de un espécimen que nunca ha cesado de evolucionar. El mito de un verdadero artista que a contracorriente de todo modo de producción ha logrado inocular su visión en quien ha tenido la fortuna de escucharlo.
Cuál visiones reveladas acerca del futuro, las cuatro canciones con las que Scott Walker contribuyó al último álbum de sus consanguíneos (Nite Flights, 1978) causaron una contusión certera en la cabeza de la industria, suficientemente fuerte como para asegurarle una permanencia dentro del panteón musical, la que lo ayudaría a atravesar el complicado camino hacia las siguientes décadas. Lo que la máquina desconocía, y quizás aun él mismo, es que estos años serían el preludio a las largas etapas de silencio a las que se sometería su esclavo, ilusamente celado con la promesa contractual de doce discos que nunca verían la luz del día.
Si bien su reputación ya no era sostenida por los fans de los sesenta, quienes ya habían emigrado hacia los destinos en donde la “vida-pop” continuaba su cometido analgésico, su fama era ahora discretamente sostenida por una de las tribus menos pensadas: los punks, quienes repetidamente lo citaban como fuente de inspiración. Sería acaso el romanticismo oscuro y existencial, la crudeza heredada de Jacques Brel y el terror pop inyectado en esas cuatro rolas de viaje nocturno lo que harían a esos melómanos disidentes perseguir sus discos solistas en ventas de garaje y tiendas de viejo, pues desde su aparición jamás se habían vuelto a reeditar. Algunos consolaron su curiosidad con la compilación, casi pirata, hecha por el entonces cantante de The Teardrop Explodes, Julian Cope, quien lanzó A Firescape in the Sky: The Godlike Genius of Scott Walker (Zoo Records) en 1981. Lanzamiento inteligentemente protegido con una lacónica portada gris que no hablaba en lo más mínimo de la “vida-pop” que había precedido la fama de Walker y que permitía a la voz seguir levantando suspiros y pateando puertas para una estirpe de escuchas sin perjuicios.
Mientras tanto, el semidiós de la voz, ya convertido en Tiresias, bebía anónimamente en bares públicos y veía a la gente jugar dardos. Esperaba. Esperaba a que el silencio, su ceguera sonora, lo arropara para regalarle una nueva visión. Seis años más tarde el profeta finalmente decidió salir de su encierro para cazar en el bosque. Al volver, canturreó las formas de su extraña presa a la máquina, quien ya jadeaba, cual extremo perro de Pavlov. Lejos de ser inmediatamente engullida, la máquina trató de descifrar el sabor de esa extraña presa, pero nunca lo logró.
Relegado en condición de gloria pasada a las sombras y acaso la extinción, no existe registro alguno ni recolección de los once años de silencio a los que el profeta Walker se sometió tras el clima de caza.
Climate of Hunter (Virgin, 1984) sufrió el intento de ser insertado en una órbita donde las glorias musicales de los sesenta pretendían gravitar dentro del gusto de las nuevas generaciones pop, para caer estrepitosamente en la absoluta nada de la incomprensión. Si bien la voz guiaba con fidelidad, el paraje al que conducía era un desconcierto de palabras que no indicaban el camino, confundiendo a veces con el arribo a parajes que parecían conocidos, pero que como en la lógica de un sueño pronto se convertían en el escenario de sublimes pesadillas de las que no se puede nombrar del todo la fuente del horror. Las visiones seguían siendo proféticas, pero nadie entendía a qué tiempo pertenecían y como evidentemente el clima que administraba no aseguraba ser la ideal compañía a una noche de trivial diversión, Climate of Hunter fue rápidamente relegado por la máquina a la infamia de la categoría de “mitad de precio” para desaparecerlo cuanto antes de sus catálogos de producción. Aún hoy en día Virgin Records vocifera, sin vergüenza alguna, que es el disco con menos ventas en su historia.
Relegado en condición de gloria pasada a las sombras y acaso la extinción, no existe registro alguno ni recolección de los once años de silencio a los que el profeta Walker se sometió tras el clima de caza. Algunos rumores surgieron sobre su estado mental, pues había saboteado colaboraciones posibles con fans de la talla de Bowie, Eno y David Sylvian. A principios de la década de los noventa, en una rara entrevista, la revista francesa Les Inrockuptibles se aventura a preguntar qué ha pasado y el profeta sólo acierta a responder: “I lived, that’s all”.
Pero entonces su exilio del silencio ya estaba programado y en un estudio de grabación un grupo de músicos de sesión de primera línea ya eran comandados por un exigente sargento hacia la más pura desorientación. Dictada por las palabras que habían emergido de su profundo silencio, las únicas guías que le habían susurrado cómo sería ese nuevo territorio sónico al que ahora se adentraría, Walker buscaba interactuar en la precisa línea que separa lo armónico del ruido obligando a sus músicos a actuar sin el uso de sampleos, guías vocales ni melodías.
Todos éramos de alguna forma familiares con el vaticinio del libro dominical, sabíamos que los jinetes vendrían, que los ángeles tocarían sus trompetas, pero nadie sabía hasta entonces que reclutarían a Scott Walker para que cantara una canción.
El resultado intenso, febril, pesadillesco, glorioso e intrépido como pocos antes y después que él, Tilt (Mercury), aparece discretamente como un golpe en medio de la noche en 1995. Y a pesar de que el mainstream está dominado por una supuesta cultura alternativa, hay quien inmediatamente lo clasifica como “inescuchable”. Pero lejos de desviar a sus escuchas posibles, el adjetivo separa a los niños de los hombres y no tarda en ser coronado por varios como el primer disco del siglo XXI, pues el horror que provoca es tan sólo la primera manifestación de lo nuevo, como bien diría Heiner Müller.
La complejidad de Tilt, una exquisitez de lento proceso de digestión, aparentemente aleja a Walker de su preciado silencio por los siguientes once años, pues se mantiene ocupado al lado de Leós Carax en el soundtrack de Pola X (1999), cura el festival Meltdown y elabora dos de sus mejores canciones con Ute Lemper para su Punishing Kiss en el 2000 y produce a Pulp en 2001 (We love Life). En 2004 se anuncia que tras cuarenta años para encontrar su verdadera casa, el sello 4AD lo ampara como uno de sus artistas. La excitación crecía en el ambiente por conocer qué provendría esta vez de la mente del profeta. Hasta que el ansiado día llegó.
Todos éramos de alguna forma familiares con el vaticinio del libro dominical, sabíamos que los jinetes vendrían, que los ángeles tocarían sus trompetas, pero nadie sabía hasta entonces que reclutarían a Scott Walker para que cantara una canción.
The Drift (4AD, 2006) arriba como el más puro Apocalipsis, relatando catástrofes y tragedias que Brel nunca imaginaría, pues la vida sólo le dio para mirar un par de guerras. Armado en densos y calculados bloques de sonido, cual pieza de arte conceptual, que dirigen a los instrumentos, y a quien los porta, en contra total de su cometido armónico y convirtiéndolos en ocasiones en auténticas máquinas de tortura, sus diez piezas se establecen como óperas cuyos argumentos son sacados de las noticias, porque las pesadillas han pasado a formar parte de la realidad y Walker sólo se ha encargado de montarlas de una forma que resiste clasificación. Algunos dicen que todavía parecen canciones, pero otros dudan que lo sean. La voz sigue siendo el eje, el foco de atención, pero ya nada queda de esa “vida-pop” que la trajo a la superficie. Ahora envejecida, pero no por ello menos bella, es la voz desarropada de un hombre que, como un niño en la oscuridad, presa del miedo, canturrea una canción para crear sentido a partir del caos.1 Nunca recomendable para oír una primera vez de noche y con audífonos, The Drift se erige como una oscura esperanza porque “La música es profecía […] hace oír al mundo nuevo que, poco a poco, se volverá visible, se impondrá, regulará el orden de las cosas; ella no es solamente la imagen de las cosas sino la superación de lo cotidiano, y el anuncio de su porvenir”.2
Desde luego, no todo lo que sale por las bocinas a diario tiene esta cualidad, ni todos los trayectos de los hombres de música tocados algún día por la “vida-pop” desembocan en el peculiar caso de Walker. Su mito debería de contarse como el recorrido de un espécimen que nunca ha cesado de evolucionar. El mito de un verdadero artista que a contracorriente de todo modo de producción ha logrado inocular su visión en quien ha tenido la fortuna de escucharlo.
Sólo habrá que rezar para que tanto él como nosotros estemos vivos en los muy posibles once años que muestren el siguiente paso en su evolución.
Amén. ®