DE LA CONTRACULTURA A LA CULTURA VIRAL

La devaluación de la creatividad

Si algo parecía particularmente provocador, cómico y ferozmente perturbador en la incipiente cultura de la web fue la proliferación de parodias, homenajes, caricaturas, mash ups y remixes de toda clase de productos culturales.

Jean-Luc Godard

La idea del remix no era nueva, éstos siempre han estado entre nosotros, desde los mitos griegos hasta los compositores del romanticismo pasando por el urinal de Duchamp y la nouvelle vague francesa. Pero las herramientas digitales y la red propiciaron una marejada incontrolable de remixes cargados de ironía, sarcasmo, ingenio e insolencia. Estábamos ante una nueva forma de hacer cosas que parecía la continuación lógica de aquello que llamábamos posmodernidad en los años ochenta y que ahora evocaba al dadaísmo, al futurismo, al suprematismo y al punk. Era una estética caótica, cacofónica, desmesurada en sus arrebatos, que echaba mano de lo que fuera, que se regodeaba con la velocidad y la abolición de fronteras entre escuelas, tendencias y modas. Esta corriente de saqueo, plagio y reciclaje presentaba una actitud familiar de fascinación-desconfianza hacia la alta tecnología que la hacía inquietante al tiempo en que la vinculaba con el ethos dominante de la ciencia ficción.

El Zeitgeist hoy está determinado por la alta tecnología, la cual, a diferencia de la “baja” tecnología, no está definida únicamente por su utilidad ni por el servicio que presta al usuario sino que se aleja de la concepción puramente instrumental de la tecnología. Al hablar de alta tecnología queda implícito que hablamos de estilo, de objetos del deseo, de símbolos de estatus, de obsolescencia programada y de una vertiente tecnológica que se presenta como una alternativa de vanguardia.

Es importante recordar que las vanguardias históricas representaban oposición, conflicto, sabotaje y destrucción; en cambio, esta vanguardia tecnológica invierte la ecuación al empujar, extrapolar y extender los límites de la creatividad improductiva, como escribe Seb Franklin.1 El término vanguardia, de origen militar, pasó a referirse a la punta de la lanza, a la cresta de la ola creativa, a nuevas y originales trasgresiones que rompían tabús y exploraban las condición humana de formas inesperadas y sin precedente. La vanguardia artística adquiere en los años sesenta una gran vitalidad en el arte pop y la contracultura, una auténtica revolución no sólo estética sino en todos los dominios, un big bang creativo y rebelde que llevó la modernidad a las masas y se convirtió en un punto referencial de la disidencia intelectual que sigue vigente casi medio siglo más tarde. Y es precisamente en ese tiempo cuando un grupo de científicos y estudiantes, bajo la influencia del espíritu pop y las drogas, en particular el ácido como propone John Markoff,2 inventan la computación personal y la cultura hacker.

Es importante recordar que las vanguardias históricas representaban oposición, conflicto, sabotaje y destrucción; en cambio, esta vanguardia tecnológica invierte la ecuación al empujar, extrapolar y extender los límites de la creatividad improductiva, como escribe Seb Franklin.

Tim Berners-Lee recuperó ese entusiasmo en el diseño de la WWW al hacerla un entorno abierto y flexible, de manera en que todas las páginas tenían la misma jerarquía, no había páginas privilegiadas y todas eran accesibles a todo el mundo, además de que todas podía ser concebidas, creadas y publicadas con total libertad. Esto dictó la forma en que nos relacionaríamos con un medio que nacía infectado de anticomercialismo y embebido de una retórica libertaria que podíamos resumir en dos viejos lemas cyberpunks: “La información quiere ser libre” y “La calle tiene sus propios usos para la tecnología”.

Pero este medio utópico democrático, popular e igualitario habría de contender con consecuencias imprevisibles. La neutralidad de la red, esa norma aún vigente, pero sin duda en riesgo, que garantiza que todo mundo tenga acceso a cualquier página de la web sin distinción ha creado una especie de aplanamiento cultural, que en cierta forma ha sacado a la contracultura de la oscuridad y la ha puesto en el mismo nivel de acceso que la cultura mainstream o dominante. La contracultura ha servido por décadas (y algunos como Ken Goffman3 piensan que por siglos) como un motor de la innovación y de la trasgresión. Cuando el espíritu de inconformidad y rebeldía se vuelve inofensivo, analgésico y es tratado como una mercancía la cultura pierde la capacidad de cuestionarse y renovarse a sí misma. Este desplazamiento del underground se ha traducido en un malestar dentro de la cultura pop cuyo síntoma más evidente es la ausencia de un género, corriente o estilo propio e identificable que sea representativo de la última década del siglo XX o de la primera del siglo XXI.

Resulta muy difícil si no imposible señalar un tipo de música popular o una escuela de las artes visuales occidentales reciente que no sea una “reapropiación” o recuperación del pasado. Podemos pensar que esto se debe a una fragmentación o balcanización de los públicos y a la desaparición de jerarquías en una cultura multipolarizada, pero resulta paradójico que una cultura que precisamente se diferencia de las anteriores por estar hiperconectada no produzca fenómenos culturales representativos generacionalmente. Todas las corrientes artísticas en boga actual nacieron antes que la web, y si bien es claro que siguen surgiendo artistas y obras interesantes, éstos son sobrevivientes de un mundo pre-digital. Como escribe Jaron Lanier: “El proceso de reinvención de la vida a través de la música parece haberse detenido”.4 Probablemente la Generación X fue la primera desde la segunda mitad del siglo XX que no produjo una cultura pop propia que significara ruptura alguna con las corrientes precedentes.

Buena parte de los productos culturales que se han desprendido del fenómeno de alta tecnología dominante se caracterizan por la repetición, recombinación, multiplicación, invasión tecnológica de ámbitos y la proliferación de pastiches. Lo que vivimos hoy como novedades son corrientes sucesivas de nostalgia, las cuales puede ser motivadas por un anhelo de regresar a las certezas elementales de tiempos que queremos imaginar más estables. Es importante señalar que esto no quiere decir que vivamos en un oscurantismo musical y artístico pero hay poco interés por aventurarse en territorios desconocidos de la creación. No obstante, antes de entregarnos al alarmismo y a la desesperación tenemos que considerar que si algo destaca en el panorama cultural contemporáneo es el videojuego, el cual se ha venido a convertir en una colección de aventuras épicas multimedia e interactivas, que evocan auténticas óperas demenciales y envolventes, las cuales a su vez han engendrado nuevas formas de aprehender el mundo, así como han dado a luz a intrincadas microeconomías, cultos y nuevos géneros narrativos, como aquel que cultivan los video game commentators, un complejo mosaico de gamers, expertos y fanáticos con claras jerarquías, superestrellas, corporaciones y seguidores que simplemente narran y comentan juegos de video como si se tratara de deportes o guerras reales, entrelazándolos con anécdotas propias y haciendo la crónica de nuestra era.

Podemos imaginar que el cinismo cultural imperante durante las últimas décadas ha logrado agotar a los innovadores. No podemos ignorar que la tecnología digital ha proporcionado un arsenal de herramientas baratas y de fácil uso para hacer, piratear, anonimizar y distribuir mezclas, fusiones, collages y mash ups de todos tipos, que han convertido el arte de nuestra era en una serie de referencias y citas que a menudo sólo tienen razón de ser por la manera en que se relacionan con obras, sucesos y tendencias del pasado. En la música pop es muy evidente el deslizamiento hacia una cultura del preset y el sampleo compulsivo que en muchos ocasiones produce música irrelevante. El hecho de que haya miles de autores-consumidores-fans-amateurs que retoman fragmentos de filmes, show televisivos o viejos comerciales para homenajearlos, burlarse o usarlos como materia prima para su propia creación al desmontar sus elementos, reordenarlos y sincronizados con música o voces, podría ser una señal de un incipiente deseo de crear, pero el nivel masivo que alcanzan estos experimentos repetidos hasta la locura y el imponente dominio de la red sobre los demás medios nos conduce a una cultura de segunda mano, de improvisación apresurada y recursos fáciles que terminan dictando la creación.

Se ha llamado a la nuestra, con buena y mala fe, la era del amateur; la realidad es que quizás nunca en la historia hemos tenido tantos medios y recursos para expresarnos, nunca antes fue tan económico y fácil intentar ser creativos y mostrar a un público nuestras obras.

Se ha llamado a la nuestra, con buena y mala fe, la era del amateur; la realidad es que quizás nunca en la historia hemos tenido tantos medios y recursos para expresarnos, nunca antes fue tan económico y fácil intentar ser creativos y mostrar a un público nuestras obras. Esto se traduce en millones de blogs, podcasts y páginas de la Web. Aunque difícilmente podríamos decir que estemos viviendo una especie de explosión cámbrica de la creatividad. De hecho, si hemos de ser realistas tendríamos que concluir que la promesa de la Web en términos de ofrecer a todos los artistas y creadores una tribuna para mostrar y vender su trabajo ha fracasado en gran medida. Han pasado ya dieciocho años desde que creíamos que bastaría con que todos los creadores tuvieran una presencia en la red para mostrar su trabajo, establecer relaciones con fans y colegas, programar conciertos, shows y vender música, gráfica, libros, camisetas o cualquier tipo de parafernalia. Imaginábamos que si cada autor recibía un dólar al mes de cada uno de sus seguidores probablemente podría resolver sus problemas económicos liberándose de disqueras, distribuidores, editoriales, agentes y demás. Pero muy pocos lograron algo semejante. La inmensa mayoría de los creadores se encuentra hoy en peores condiciones que hace dos décadas, ya que no solamente no pudieron encontrar su nicho en la red sino que ahora deben competir con el bestial abaratamiento del trabajo creativo que ha traído internet. Paradójicamente los intermediarios están también en peligro de extinción, pero su desaparición difícilmente ha beneficiado a los artistas. La idea de poder comprar música de canción en canción suena atractiva para el consumidor pero es destructiva para los compositores y artistas ya que limita sus posibilidades creativas al encajonarlos en un mercado caprichoso y asfixiante que sólo se interesa por consumir “archivos” fácilmente comercializables en vez de la complejidad de un álbum.

No han sido pocos quienes han tratado de convencer a los creadores de que regalar los productos de su imaginación es una buena inversión, promoción, ejercicio de relaciones públicas; que poner sus obras dentro de la “mente de colmena” para que cualquiera las utilice o se las apropie es una buena idea. Pero esto es una perversión del altruismo que engendró la red como la conocemos ahora y es un sistema que no sólo no recompensa a la creación estética sino que la trivializa y devalúa. Lo más grave es que se culpa a los artistas de su fracaso, por ser anticuados y no saber adaptarse a la nueva economía. Pero la tragedia individual del creador incapaz de sostener su creación es muy a menudo una pérdida para la sociedad.

Hemos vivido más de tres lustros en un paraíso digital donde casi todo es gratis (o si no gratis por lo menos no beneficia al creador mismo), donde los bits son productos que podemos apropiarnos a voluntad y las obras digitalizadas son reducidas a “archivos” sin valor. La idea es fascinante pero no puede durar (es increíble que haya durado tanto) sin tener consecuencias en la creación. Podemos aceptar que al tomar aquello que deseamos sin pagar no estamos robando ni dañando a nadie, pero estamos “dañando la escasez artificial que permite que funcione la economía”, como escribe Lanier. Devastar el potencial creativo de una generación no puede pasar sin tener consecuencias.

Cualquier solución que se implemente para este problema será controvertida, parecerá represiva, mercenaria y censora, porque a nadie le gusta pasar de un sistema donde todo es gratis a uno donde hay que pagar por las cosas. Una de las posibles opciones para rescatar este sistema sería hacer que los bits fueran un servicio y no un producto, que es lo que hacen algunas empresas. De no crear algún sistema para recompensar a los creadores que no dependa de los intereses o gustos de las corporaciones comerciales podemos afirmar que la cultura como la conocemos está en serio riesgo.

¿Es posible que crear haya pasado de moda, que se haya alcanzado el fin de la era de las invenciones (así como John Horgan anunciaba el fin de la ciencia)? ¿Es esto otra consecuencia de la ley de rendimientos decrecientes? ¿Hasta dónde podemos seguir celebrando las “recuperaciones culturales” o haciendo del vandalismo y la piratería formas artísticas? Y al usar estos últimos términos debo ser extremadamente claro: una cosa es el legítimo debate en torno a los derechos de una obra, al derecho de acceder a la cultura por cualquier medio, y otra cosa es una epidemia de complacencia que es indiferente a la creación y para la que las obras artísticas tan sólo son productos, “archivos” que pueden ser tomados a voluntad.

La perspectiva de una cultura endogámica, incestuosa, endofágica, caníbal, coprofágica, no es nada alentador. La idea de transformar a la cultura en un inmenso deshuesadero, chatarrero o junk yard parecía fascinante a finales de los años ochenta, mientras leíamos la estrepitosa narrativa de William Gibson y sus tecnopesadillas cosmopolitas. Hoy esto no parece tan romántico. ¿Será que la única forma de contender con nuestra distopia de un mundo ecológicamente devastado, en crisis y guerra permanente es a través del distanciamiento emocional que permite la cultura del remix?

Probablemente nada refleja mejor el Zeitgeist actual que YouTube, un maravilloso Aleph de imágenes e ideas pero que en gran medida promueve la cultura del mínimo común denominador, el culto del ridículo y lo absurdo. El hecho de que el video de un niño narcotizado tras la visita al dentista se convierta en fenómeno internacional no es motivo de alarma, pero cuando casi todos los videos de gran éxito son muestras de humorismo simplón y supercodificado estamos ante la señal inconfundible de que la cibercultura se ha empantanado en lo instantáneo y lo frívolo, y ha reemplazado lo sublime, lo apasionante y lo emocionante por el vértigo de lo viral. ®

Ponencia leída en el 5to Seminario Cultura y Media. ¿El paréntesis de Gutenberg? en Buenos Aires, el 12 de noviembre pasado.

Notas

1 Seb Franklin, “On Game Art, Circuit Bending and Speedrunning as Counter-Practice: ‘Hard’ and ‘Soft’ Nonexistence.

2 John Markoff, What the Dormouse Said: How the Sixties Counterculture Shaped the Personal Computer Industry, Nueva York: Penguin, 2005.

3 Ken Goffman (alias R.U. Sirius) y Dan Joy, Counterculture Through the Ages: From Abraham to Acid House, Nueva York: Random House, 2005.

4 Jaron Lanier, You Are Not A Gadget, Nueva York: Alfred A. Knopf, p. 129.

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Publicado en: Destacados, El pasado reciclado, Noviembre 2010

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