¿Cómo acercarse a dos grandes escritores cuando se es joven y un tanto tímido, aunque se haya leído todo lo que esos héroes de la literatura han escrito? Aquí un par de ejemplos plenos de arrojo y candor: Ricardo Piglia y Juan José Saer.
I. Piglia era nuestro héroe
Cuando era muy joven (menos de veinte años, digamos) tenía la sensación de que en cualquier evento literario iba a pasar algo importante, significativo, algo que iba a cambiarme la vida. No sabía bien cómo una cena compartida con Martín Kohan iba a sacarme del lugar en donde estaba, pero ahí andaba yo animado por una mezcla de curiosidad, cholulismo* y esperanza, haciendo gestiones humillantes para conseguir un codo en la mesa en la que los notables locales de turno iban a agasajar a la figura extranjera, intentando sentarme cerca para absorber la mayor cantidad del destello ingobernable del talento y de la fama.No todo eran cenas, claro está. Por auténtica curiosidad, mis amigos de aquel tiempo y yo (puertas adentro el grupo se autodenominaba “la secta”) íbamos a cuanta conferencia había. Me acuerdo de haber escuchado a Vargas Llosa, a Galeano, y hasta recuerdo una conferencia de Andrés Rivera en la que fuimos a mirarlo por arriba del hombro (después de todo, no había escrito Conversación en la catedral) y de la que salí inflando el pecho porque una anciana reincidente en conferencias (una colega, digamos) nos preguntó, candorosamente, en qué momento leíamos tanto. Las felicitaciones veladas, las palmaditas en la espalda de estas tías anónimas eran efecto de nuestro monopolio en el arte rastrero de preguntar en público, una de las tres actividades principales de la secta (las otras dos eran poner apodos y hacer bombos mutuos en un bar ignominioso de la Cañada y Boulevard San Juan). Como una estrategia de existencia, en esta ciudad periférica y desesperados por la pobreza y por el tiempo que pasábamos sin escribir una línea, nos armábamos interrogatorios con baterías de incisos, los llevábamos escritos y los trasladábamos a los papeles que hacían circular los acomodadores de las salas, o las leíamos en voz alta, tratando de demostrar quién sabe qué.
Piglia era nuestro héroe, en ese tiempo. Ya había empezado a ganarse la fama de estreñido que más tarde le dieron el juicio con Gustavo Nielsen, la polémica con Fogwill y el ensayo de Tomás Abraham en Fricciones.
El primer caso de histeria grupal no se produjo con la visita de los popes internacionales de la literatura, sino con la de Ricardo Piglia. Piglia era nuestro héroe, en ese tiempo. Ya había empezado a ganarse la fama de estreñido que más tarde le dieron el juicio con Gustavo Nielsen, la polémica con Fogwill y el ensayo de Tomás Abraham en Fricciones. Alguien que lo conocía personalmente me había dicho: “Los libros de Ricardo son un embole**”, y me prestó como antídoto La subasta del lote 49, un libro que no pude leer porque el personaje principal tenía un nombre casi alegórico (hablo de la atribulada Edipa Maas). Pero Piglia era nuestro héroe, y el día en que se presentó en el auditorio de la Siglo 21 fuimos a escucharlo como si fuera una misa proscrita de la que nos iban a sacar a palos los esbirros del consumismo, alterados por la presencia de esa antena concentradora de energía subversiva: Ricardo Emilio Piglia Renzi, el amigo de Steven Radcliff.
Nada de eso pasó, sin embargo, y tampoco la deseada cena postconferencia. Hiperestimulado por la idolatría, me apoderé del micrófono e hice un par de intervenciones halagüeñas, a las que Piglia respondió con el ingenio automatizado por su gimnasia de conferenciante. Pero ante la primera pregunta espinosa hizo reír al público a mi costa, y cuando volví a tomar el micrófono me llovió encima una silbatina irritada. Inmunizado por el papelón, le pregunté sobre la domesticación que había sufrido la escritura de Saer y él me mandó a que se lo pregunte a Saer, lo que hizo estallar en carcajadas al auditorio. Yo llevaba una bomba para autoinmolarme, y en ese momento decidí activarla. Le recordé que en un ensayo acusaba a Cortázar de rodear un coito anal de una filosofía ingenua y kitsch, y que podía decirse lo mismo de una escena de Plata quemada. Entonces Piglia puso la peor cara de decepción, desaliento y sensación de absurdo que yo haya visto alguna vez, apagó su glándula del buen humor, me despreció con toda la razón del mundo y me dijo: “No voy a opinar sobre tus gustos”, mientras la gente lo aplaudía reivindicatoriamente. Después dio por terminada la conferencia, salió un poco a los tumbos y rebotó como una polilla contra una puerta falsa ubicada en la parte de atrás del escenario, haciendo realidad su idea de que la literatura es un arte anticipatorio: dos años más tarde De la Rúa (con quien tiene algunos puntos en común) repetía la performance en el programa de Tinelli***.
Un notable local para el que yo era un amigo un poco incómodo me contó que fue a cenar con Piglia esa noche, y mi primer impulso fue preguntarle si el prócer de Adrogué estaba bien. Piglia estaba bien, incluso se había sentido a gusto, pero la conclusión agridulce con la que se iba de Córdoba era la constatación de que la consigna de Gombrowicz había mudado, y que en lugar de matarlo a Borges ahora había que matarlo a él. Aliviado por las noticias sobre la buena salud de Piglia, pasé semanas deprimido por el desencuentro, convencido de que me había equivocado en una escena crucial de mi vida. De todos modos, en poco tiempo íbamos a tener revancha. En el suplemento de Cultura se anunciaba, en unos meses, la visita de Juan José Saer.
II. Saer, el Poeta y el Matemático
Pasé semanas deprimido por el desencuentro con Piglia, convencido de que me había equivocado en una escena decisiva de mi vida, pero unos meses después hubo revancha: Juan José Saer vino a hablar sobre el Quijote en el mismo auditorio. Me había pasado los últimos dos años leyendo todo lo que Saer había escrito, y fui a su conferencia armado hasta los dientes, pero Saer era cadencioso y amable como uno se imagina a un idílico pescador litoraleño, inmune a la impertinencia. Cuando le pregunté por qué La ocasiónera un libro tanto más fácil que los anteriores, se rió un poco, se aclaró la garganta y le dijo al auditorio que el título encerraba una alusión: había sido “la ocasión de ganar unos pesos”. De ahí en adelante, la conferencia siguió su deriva confesional y yo pergeñé un plan redentor.En Glosa,uno de los personajes, el Matemático, sufre una experiencia humillante. Procura una entrevista personal con un Poeta que visita la ciudad, pero el Poeta le va dando esquinazos, alegando el secuestro de una facción de patanes pudientes aficionados a la poesía. Finalmente, el Matemático lo encuentra en una quinta lujosa y el Poeta, que sale masticando una pierna de pollo y lo atiende en la tranquera, vuelve a excusarse, se queja del aburrimiento y regresa a su convite a paso lento, dejando al Matemático (que es un pedante y un ególatra) solo en el campo, en medio de un ataque de rabia. Al terminar la conferencia nos acercamos a Saer y le pedí que nos diera un par de horas para entrevistarlo, a lo que agregué: “No nos haga como el Poeta al Matemático”. Saer respondió amablemente que tenía que ver cómo quedaba después de un asado que tenía esa noche, y me pidió un número de teléfono para comunicarse con nosotros. Me quedé pensando que era una táctica muy femenina de rechazo, pero nos fuimos un poco más contentos que de la conferencia de Piglia, sintiendo que habíamos sacado el empate.
Al día siguiente sonó el teléfono de casa y lo atendió mi abuela. Yo adoraba a mi abuela, que quede claro, pero en ese tiempo había empezado a olvidarse de las cosas, a imaginar eventos imposibles, y dudé cuando me dijo que un señor Juan José Saer preguntaba por mí.
Al día siguiente sonó el teléfono de casa y lo atendió mi abuela. Yo adoraba a mi abuela, que quede claro, pero en ese tiempo había empezado a olvidarse de las cosas, a imaginar eventos imposibles, y dudé cuando me dijo que un señor Juan José Saer preguntaba por mí. La miré con un gesto de incredulidad y amenaza mientras agarraba el teléfono, y después escuché a Saer invitarme a mí y a la secta a desayunar con él en el hotel Plaza al día siguiente. No tenía idea de lo que era vestirse bien, pero seguí una etiqueta imaginaria: pantalón de vestir negro baratísimo y una camisa negra cuya tela plástica había empezado a joderse a la altura del cuello, lo que me provocaba una picazón horrible. Completé con zapatos negros y para adecentar la cabeza me peiné con gel, lo que me daba el aire de un vendedor callejero de perfumes en el primer día de trabajo. Cuando llegué a la plaza San Martín tuve una visión epifánica: en cada esquina de la plaza había uno de nosotros, dándole a la cita con Saer una importancia cardinal. Caminamos hacia el centro como en un duelo, y cuando llegué el líder espiritual de la secta me preguntó si me había disfrazado del Zorro. De hecho, su inspección no aprobó la vestimenta de ninguno, y cuando llegó al último de los convidados vio que tenía un libro de Saer en las manos. “¿Para que traés eso?”, preguntó. El interpelado respondió que quería la firma de Saer, y el Líder lo conminó a ocultar el libro para no exhibir su provincianismo.
Finalmente llegamos al hotel Plaza y ahí estaba Saer sentado en una mesa de desayuno, vestido con esa elegancia por defecto que tenían los hombres de su generación: camisa a cuadros clara de mangas cortas, un pantalón beige y mocasines marrones sin medias. Parecía un pescador endomingado, y nos recibió cálidamente mientras se libraba una pelea imperceptible por ocupar los lugares más cercanos a su silla. El que había llevado el libro tuvo que sentarse sobre el ejemplar bajo la mirada conminatoria del resto. Cuando por fin nos ubicamos, Saer nos dio vía libre para pedir lo que quisiéramos (por pudor, por la regla del justo medio, fueron todos cafés chicos) y nos contó del asado que había comido la noche anterior con uno de esos burgueses locales a los que despreciábamos, aunque fuera lo mejor en lo que podíamos convertirnos con el paso de los años. Después lo escuchamos hablar sobre sus propios libros (“me son completamente opacos”), sobre Sábato (había que echar un manto de piedad porque había hecho “cosas dignas”), sobre Cortázar, sobre Piglia, sobre la agotada tradición americana. Después nos contó que había vivido en el mismo barrio que Beckett, y cuando le preguntamos si lo conocía nos dijo que nunca se había animado a hablar con él. Lo había visto cruzar una vez con su morral como un fantasma y se había detenido antes de interrumpir su enigmática concentración. Sólo una vez le había pedido al agente de Beckett traducir uno de sus relatos, y Beckett lo autorizó a hacerlo desde el inglés, a lo que Saer accedió inmediatamente. Después Beckett reveló que el relato no estaba escrito en inglés, y que lo había puesto a prueba. “Yo era un payaso al lado de este tipo”, remató Saer. Lo miramos con estupor, y él confesó cosas que sólo con muchos escrúpulos podían considerarse agachadas. A pesar de su obra y su prestigio, Saer no estaba del todo satisfecho con la forma en que se habían dado las cosas, y unos años más adelante lo vi escandalizando al presentador de un programa de televisión, recordando el descalabro que el juego había significado en su vida. Como si la edad lo hubiera vencido y estuviera eximido de las cortesías de la televisión, se desahogó recordando una imagen de Benjamin: la del jugador que oculta la mano dentro de la camisa y se lastima secretamente bajo la tetilla a medida que transcurre la partida.
Cuando nos despedíamos, con una generosidad en la que estaba incluido el cálculo del tiempo en que tardaríamos en ir a París, Saer nos escribió su dirección en un papel blanco que todos miramos con codicia fetichista. “Cuando anden por allá, me visitan”, nos dijo. Inmediatamente el Segundo de la secta (el más grande, el más fuerte, el de mayor alcance de brazos, el primero que publicó un libro) estiró los dedos y se guardó el papel en el bolsillo. Ya en otro bar, le dije tímidamente que yo también quería tener la dirección. Entonces el Segundo sacó otro papel en blanco y, mirándome por encima del hombro como si estuviera por copiarle en un examen, escribió con su propia letra todos los datos consignados por Saer: su nombre, la dirección, el barrio, el código postal. Me fui con ese papel entre las manos y cuando llegué a mi casa lo clavé con una tachuela en una estera de corcho sobre el monitor de mi computadora. La letra manuscrita del Segundo de la secta estuvo ahí colgada alrededor de seis años, sobreviviendo a las mudanzas, y en junio del 2005, cuando supe que era inútil conservar la dirección, hice un bollo angustiado con el papel y lo tiré en un canasto. Me pregunté qué habría hecho el Segundo con el autógrafo de Saer. Por mi parte, hacía años que no escribía una palabra, y no había tenido oportunidad de visitar París. ®
Notas
* Cholulismo: Un cholulo es alguien que vive pendiente de las modas y de lo que hacen los famosos, una mezcla baja de snob y fanático. La palabra es una derivación de Cholula, nombre de un personaje de historieta de la década del cincuenta (Cholula, loca por los astros).
** Embole: es algo muy aburrido. Por ejemplo, Fernando De la Rúa.
*** Marcelo Tinelli es el conductor de un programa mutante (antes Videomatch, ahora Showmatch) que se ha mantenido en la cima de la audiencia en la TV abierta de Argentina por veinte años. De la nada, y gracias a su carismático cinismo, se transformó en el personaje más poderoso de la farándula local. Ha tenido incidencia directa en una elección presidencial (apoyó a Carlos Menem invitándolo a su programa cerca del cierre de campaña en 1995) y en la pérdida de prestigio de Fernando De la Rua, a quien puso en ridículo con gran ayuda del mismo ex presidente.
Estos textos fueron publicados originalmente en Ciudad X, revista de culturas, publicación conjunta de La Voz del Interior y el Centro Cultural España Córdoba (Córdoba, Argentina).