POLAROIDS SOBRE EL NUEVE

¿Quién era la señora del guardarropa?

La serie fotográfica de Pedro Meyer y la crónica de Rogelio Villarreal que publicamos en el número anterior despertaron los recuerdos adormecidos de mucha gente, entre ellos, éste de Gabriela Onetto, entonces avecindada en la Ciudad de México y ahora radicada en su natal Montevideo.

1.

¿Quién es este personaje? ¿Claudio? ¿Quién tomó la polaroid? ¿Quién firma al anverso de esta polaroid?

En el bar Nueve uno se emborrachaba hasta volver al estado de los bebés, que no distinguen los límites de su yo y del mundo externo. Se vivía todo como nadar en una piscina amniótica, como estar envuelto por una unidad caprichosa que tanto provocaba dolor como placer, en descarada modalidad aleatoria. Uno se emborrachaba de forma contundente, hasta que ya ni podía recordar cómo volver al cuerpo propio, tan familiar. No había una sola persona en El Nueve que en verdad supiera cómo hacer para reencontrarlo —luego de intoxicada con ron Babalú— y mucho menos dignamente. La vuelta a lo individual, a la responsabilidad de sí. Muy cansador.

Se vivía todo como nadar en una piscina amniótica, como estar envuelto por una unidad caprichosa que tanto provocaba dolor como placer, en descarada modalidad aleatoria. Uno se emborrachaba de forma contundente, hasta que ya ni podía recordar cómo volver al cuerpo propio, tan familiar.

Siempre ocurría lo mismo en ese preciso momento en que no encontraba mi cuerpo de regreso —honestamente, el momento más confuso de la noche—: una ley nunca enunciada, si bien irremediable, me llevaba a posar la mirada durante un instante sobre la pared recubierta de espejos del bar Nueve. Era fatal que todas las veces ocurriera así. Al principio no me reconocía: sólo reconocía la sombra de la multitud reflejándose, multiplicada en agobiantes réplicas por todos los espacios. Pero de golpe, para mi desgracia y sin que mediara ninguna intención previa de enfocarme otra vez en mi persona, me veía en el espejo con la cara desencajada, la boca con la pintura roja corrida. El fallido vestigio de algún beso que a menudo me era imposible recordar.

Entonces el susto me ayudaba a recuperar la conciencia individual, a volver a ser la que se suponía que era, que soy. En realidad nunca había nadado en aquella piscina amniótica ni en la supuesta unidad aleatoria del dolor y del placer. Seguía siendo una persona aparte, pese a mis desenfrenados esfuerzos por fundirme en el olvido de mí.

Alejandro Marcovich, Saúl Hernández y Alfonso André, en la época del Nueve cuando los tres músicos formaban parte de Las Insólitas Imágenes de Aurora. Foto de Mónica Michel

2.

Siempre me gustó la señora que atendía el guardarropa del bar Nueve. Parecía una verdadera ama de casa, de ésas que tejen mientras miran de reojo la telenovela luego de sus tareas habituales. No puedo entender cómo la señora aquella soportaba un trabajo en semejante antro, que en ocasiones hasta a mí llegaba a parecerme uno de los círculos del infierno, o al menos su modesta antesala. Ella, sin embargo, volvía sola a su casa como a las seis de la madrugada, y vivía rodeada por mutantes de una guerra nuclear, travestis peleadores y niños malos en motocicleta. Como una madre solícita, atendía con empalagosa dulzura a los borrachos y drogadictos que íbamos a aquel bar. Era como si nos considerara hijitos traviesos que de un día para otro se convirtieron en gente grande sin que por eso hubieran dejado de causarle gracia.

Esa señora platicaba todo el tiempo con las escasas mujeres auténticas que concurríamos con regularidad al Nueve; hasta nos daba consejos. Una podía encontrarse en deplorable estado, ebria, desarreglada, sin el menor rastro de elegancia, ni en el cuerpo ni en el alma, y la señora del guardarropa dialogaría como si ni siquiera se percatase de ese aterrador aspecto de muñeca antigua descuidada. Diría: “¿Ya se va, señorita? ¡Que duerma bien!, ¡no tome frío!”, o algo así. Algo pasmosamente saludable (y negador, ya que la salud de las ninfas en cuestión no dependía, bajo esas circunstancias, del frío que pudiéramos recibir al salir a la calle con el pechito algo descubierto). La señora no se inmutaba por nada, ni siquiera por los constantes cambios de vestuario de Maricela a lo largo de la noche. Maricela era un transexual de rasgados ojos azules y un metro noventa de estatura, que no pocos señores de traje y corbata —de los que, por mera curiosidad merodeaban a veces en el bar— tomaban por una apetitosa vedette cuyos favores debían esmerarse en obtener.

¿Sería que la señora del guardarropa se aburría como una ostra si se quedaba en su casa y, pese a su apariencia cándida —incluso un poco tonta, detrás de sus enormes lentes y sus escasos atractivos—, disfrutaba del peligro que traía consigo estar en el epicentro de cierta demencia colectiva? ¿Quizás era que se excitaba con los golpes que los musculosos meseros, todos ex presidiarios —del hampa, requisito indispensable para ser contratados en El Nueve—, propinaban con suma eficacia a todo aquel que intentara por cualquier vía alterar el extraño ecosistema del lugar? ¿O le gustaba el particular descalabro que provocaban las súbitas irrupciones de la policía en plena pista de baile, con la recurrente escena de pastelazos y cachiporras que a continuación se armaba?

Nunca me gustó demasiado pensar en la posibilidad de que la señora del guardarropa fuera tan sólo la madre de alguno de los dueños. La sacrificada y santa madre.

Esa señora siempre será un furtivo misterio para mí. ®

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Publicado en: Apuntes y crónicas, Diciembre 2010

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