“No están desnudas. Pero casi”. Con esos dos disparos certeros y sugerentes arranca el cuento “Coger en castellano”, de Pedro Mairal. Allí el narrador es Gustavo, un argentino expatriado que forma una familia modelo en Estados Unidos. Cuando su mujer y sus hijos ya están acostados, Gustavo tiene la costumbre de quedarse despierto, excusándose con trabajo atrasado, y se pone frente a la computadora a ver fotologs de adolescentes porteñas o cordobesas o rosarinas, porque ese florecer sexual, su cándido erotismo, le produce una extraña mezcla de excitación y melancolía: esas chicas le recuerdan su propia juventud en Argentina, una ex novia, la vida que dejó atrás para siempre.
Aunque la impresión es que hubiera pasado hace mucho más tiempo, el estallido mediático de los floggers, al menos en Argentina, tuvo lugar en el 2008. Cumbio —una joven bisexual que tuvo sus warholianos minutos de fama— continúa actualizando su sitio, pero a nadie parece interesarle más allá de la fauna digital que orbita alrededor de su personaje. Sin embargo, en aquel año todo el mundo parecía pendiente de los avatares de un grupo de adolescentes que se tomaba fotografías como quien parpadea, y luego las colgaba sin reparos en sus flogs.
Los primeros en alertarse fueron algunos padres, al percibir que la vida privada de sus hijos tomaba un delicado perfil público que podía llevarlos a situaciones peligrosas. Primordialmente a las chicas: aquellas fotografías en poses desafiantes, con su incipiente sexualidad a flor de piel y su tierno amateurismo, volvían a poner sobre la mesa familiar esa pregunta que a ningún papá despreocupado le gusta hacer: ¿Dónde jugarán las niñas?
Luego fueron los medios, con la televisión sensacionalista a la cabeza, los que tomaron nota del asunto con sus bizarros informes situados en la galería Bond Street de Buenos Aires (reducto de punks, góticos y demás yerbas modernas) y una voz en off que con aspiraciones sociológicas intentaba explicar el fenómeno.
Había nacido una nueva e incómoda tribu urbana: los floggers. Chicas y chicos de indumentaria fluorescente, danzarines eléctricos, tecnoadictos, piezas imperfectas de ese futuro aséptico que imaginaron los ochenta. Y por encima de todo, eran “adolescentes sin ideologías”, tan alejados del compromiso que asumió la juventud setentera latinoamericana.
Fueron tiempos de exposición insoportable para cualquiera, un desfile de frikis donde también estaban los pobres emos, que también cayeron en la volteada. Recibían golpizas por vestirse de manera extravagante, por mostrar una sensibilidad exagerada o la bronca que se les ocurriera a los matones de turno.
Había nacido una nueva e incómoda tribu urbana: los floggers. Chicas y chicos de indumentaria fluorescente, danzarines eléctricos, tecnoadictos, piezas imperfectas de ese futuro aséptico que imaginaron los ochenta.
Una vez disipado el temblor, cuando la novedad pasó a formar parte natural del paisaje, ¿qué fue lo que pasó? Nada. El tiempo se encargó de demostrar que las profecías de los agoreros mediáticos no se cumplieron. Ser flogger o emo (o sencillamente tener un flog o taparse el ojo con el pelo) no implicaba necesariamente tendencia homosexual ni adicción a las drogas de diseño, y la constante exhibición de los chicos en la web no desató una ola de depravados, salvo algún que otro caso aislado.
En la enorme mayoría de los casos los chicos cambiaron el flequillo por otro peinado y tiraron sus zapatillas modelo multicolor. Muchos cambiaron su modesto fotolog por el más funcional perfil de Facebook. En una palabra, crecieron.
Hoy, año 2011, es fácil mirar con irónica distancia esos días. Pero antes de que estos chiquilines desvergonzados ganaran el prime time de nuestros televisores, cuando la cosa todavía no había salido a la luz en su real dimensión, la literatura metió la cola para señalar el fenómeno, anticipándose a todo el zapping doméstico.
El cuento de Mairal es de 2007 y fue incluido en la antología de relatos eróticos En celo, pero hace un tiempo lo colgó en su blog y también puede leerse allí.
Como invitación a su lectura, para dejarse seducir por el ritmo de su prosa, va el comienzo: “No están desnudas. Pero casi. Algunas sonriendo, o serias en pose hot, o con anteojos de sol, boca abajo en la cama, casi pegándose el culo con los talones, mostrando las marcas del bronceado, o con bombachas de corazones rojos o de estrellitas, en esos cuartos que todavía tienen las cortinas rosas elegidas por la madre”. ®