Para Martín Cagide
—No sos lo que parecías anoche —dijo él, irónico, mientras se inclinaba hacia atrás en la reposera.
Ella se incorporó apenas en su asiento, se acomodó el ruedo del vestido y sonrió. Volvió a fijar la vista en el hombre.
—Bueno —dijo mientras cruzaba una pierna sobre la otra—. De noche todos los gatos son pardos.
Él sonrió. No se podía negar que la chica tenía sentido del humor.
Ella tomó un sorbo de café.
—Estás cansado —le dijo.
—Sí.
—Yo también.
—Me voy a dormir una siesta, me parece.
—Y yo.
El hombre rogó que no se le ocurriera quedarse a dormir con él: no tenía ganas de inventar excusas. Luego alzó los hombros y suspiró. La terraza no estaba mal, pero con el sol hacía un calor de perros. Y ella era inusualmente pálida. Ahora, a la luz del día, se veía desmejorada. Seguía siendo bonita, pero tenía ojeras, y dos líneas verticales a ambos lados de la boca. Cinco años más, se dijo, y se le acabaría la belleza.Se pasó una mano por el pelo.
“Demasiada intimidad”, pensó ella de pronto, sin saber por qué. Agarró los anteojos que él había dejado sobre la mesa y se los puso. Juntó las yemas de los dedos y las movió unas sobre otras.
—Así que el doctor se va de viaje —dijo.
—Así es —dijo él.
El sol daba de lleno calentando las baldosas. Ella puso los pies sobre la reposera. Él se preguntó en qué momento de la noche le había dicho que se iba de viaje. No había sido poco astuto en todo caso: las mujeres —lo sabía bien_ podían ser absolutamente impredecibles. El viaje le daría tiempo para pensar dos veces antes de volver a llamarla.
Sin embargo, un segundo después ella inclinó la cabeza sobre su hombro y cerró los ojos, y él sintió que lo invadía una repentina oleada de ternura. La contempló mientras daba pequeños sorbos a su café. Había olor a carne asada en el aire. Alguno de sus vecinos estaba cocinando. Él no tenía urgencia por hacer nada, pero aun así no lograba sentirse del todo tranquilo. El cincuenta por ciento del tiempo era como si alguien le estuviera induciendo la necesidad de fabricarse obligaciones.
Ella se sacó los anteojos y los dejó sobre la mesa.
—Voy al baño —dijo.
Le gustó ese desorden moderado. “No parece un maniático”, pensó. Aunque nunca se sabía.
Caminó hasta la puerta frente a la habitación. Entró y se puso los lentes de contacto que había dejado en un estuche de plástico junto a la pileta. Le sonrió a su reflejo. Se sentía bien, pero estaba agotada. Quería irse a dormir a su casa. Se sentó un momento sobre la tapa del inodoro. Miró la toalla colgada en el radiador y el cepillo de dientes apoyado en el borde de la bañadera. Le gustó ese desorden moderado. “No parece un maniático”, pensó. Aunque nunca se sabía. Tomó aire; lo soltó por la boca. Había una radio prendida en una casa vecina. La voz de una mujer decía: “Si uno no se preocupa por uno mismo, ¿quién va a hacerlo?” Lástima que la vida fuera de un aburrimiento tan desesperante como para andarse con miramientos.
Se levantó y se miró al espejo. Contempló con satisfacción su cara. Le gustó el trabajo lento pero seguro que venía haciendo el tiempo. Cinco años más, se dijo. Cinco años más y se acabaría la belleza. Cinco años más y se sentiría como siempre había querido. A los cuarenta —estaba segura— su cara se asemejaría mucho más a la idea que tenía de ella misma.
Abrió la canilla y se lavó las manos. Después apagó la luz y salió del baño.
—Bueno —dijo—. Hora de irme.
Entró en el cuarto y buscó los aros que había dejado sobre la mesita de luz la noche anterior. Se los puso. Se sentó en el borde de la cama para atarse las sandalias. El hombre apareció recortado en el marco de la puerta. La miró.
—¿Qué pasa? —preguntó la mujer.
—Nada. Te miro.
Sonrió con un lado de la boca y pensó que le gustaría decirle alguna obscenidad al oído. Después la pondría boca abajo en la cama y la penetraría hasta sentirla temblar de placer debajo de él. Pero en cambio preguntó:
—¿No te olvidás nada?
—Creo que no —dijo ella.
Pensó que le hubiera gustado desabrocharle el pantalón y chupársela ahí mismo, sentada en la cama, hasta sentir el semen caerle por las comisuras de los labios. Sin embargo dijo:
—Bueno, llamame algún día cuando vuelvas, si tenés ganas.
—Ah, sí, claro, te llamo —dijo él distraídamente.
Ella sonrió con una sonrisa amplia.
—¿Te estás riendo de mí? —preguntó él.
—No. Me estoy riendo de mí.
Él la contempló un instante. Por un momento ella sintió el impulso de hacer explícito su deseo, pero se contuvo.
—Ahora sí, me voy —dijo.
Él se acercó y la besó, rodeándole la cintura con los brazos. Después la condujo hasta la salida. Se detuvieron junto a la biblioteca al lado de la puerta. Había muchos libros de ficción. A simple vista vio algunos que había leído hacía tiempo. Otros no los había sentido nombrar en la vida.
Él abrió la puerta y bajaron las escaleras. Él delante; ella detrás. Una vez abajo el hombre puso la llave en la cerradura. Un momento antes de abrir se dio vuelta hacia ella.
—Lo pasé muy bien —dijo—. De verdad.
—También yo.
Se besaron por última vez. Ella salió y lo vio perderse nuevamente en el interior de la casa. Se puso una mano sobre la frente y miró hacia arriba, las copas de los árboles verdes y el cableado que pasaba por entre medio de las hojas. En algún lugar una radio seguía prendida. Ahora sonaba un reguetón. De pronto la música se paró y escuchó otra vez: “Si uno no se preocupa por uno mismo, ¿quién va a hacerlo?”
Empezó a caminar, y una brisa suave le agitó el vestido. ®