Lucas Belvaux toma como pretexto el secuestro de una figura de la monarquía belga para realizar un recomendable largometraje con destacadas actuaciones.
El secuestro del barón Édouard-Jean Empain en 1978, belga por nacimiento, sirve para que Lucas Belvaux, también oriundo de Bélgica, desarrolle un trabajo fílmico muy bien sustentado. A lo largo de los 125 minutos que dura la película se esbozan tres episodios (antes, durante y después). En general se siguen los hechos tal cual ocurrieron, si bien actualizados con la terminología de hoy (con euros y celulares). En el filme los papeles principales los hacen Yvan Attal (la víctima), Anne Consigny (la esposa), André Marcon (vicepresidente de la compañía) y la legendaria Françoise Fabian (la madre). El trabajo de Yvan Attal resulta inobjetable. Tuvo incluso que perder varios kilos para las escenas de cautiverio. En esencia la historia es simple: un gran hombre de negocios, de reputación intachable antes del secuestro, al momento de su retención salen a relucir detalles vergonzosos acerca de las sumas que acostumbraba perder en el juego junto con la lista de sus amantes. La familia debe apechugar con el escándalo. Por su parte el grupo Empain-Schneider (en la realidad histórica) decide negociar el rescate de su presidente sin poner en peligro los activos del consorcio. El papel del vicepresidente es decisivo y, como veremos, de ser un amigo íntimo pasa a ser uno de los principales contrincantes y detractores de Graff al momento de su liberación.
El cuidado de las atmósferas aristocráticas, la caracterización convincente de las autoridades policiales y el apoderado legal de la víctima, un abogado de raza negra, todos son puntos a favor. El drama de la víctima se contrapuntea con el drama de la esposa y las hijas al enterarse de los pormenores más sórdidos de la vida del gran hombre de empresa. Su mujer pretende hasta cierto punto justificarlo ante las hijas: “No era un hombre ordinario. Siempre tenía más energía que los demás con la consiguiente necesidad de desfogarse”. Las hijas le echan en cara a la madre su sumisión y su tolerancia sin límites. Durante semanas la prensa hace de la vida privada del presidente del consorcio la comidilla de las multitudes. El mensaje que la película pretende transmitir, si alguno, es de naturaleza compleja: nadie, por más alto que se halle colocado, está exento de la violencia. Desde la intervención misma de la policía, contraviniendo las disposiciones de la víctima y su familia (naturalmente también de los captores), se hace claro que existen decisiones inescrutables que están por encima de las voluntades de los individuos. La retención de un líder empresarial de esos tamaños es casi un asunto de Estado. El consejo de las autoridades, para la familia y el consorcio, es que se rehúsen a entregar un rescate, que se fija por cierto en la friolera de 50 millones de euros. El grupo sólo puede poner a disposición 20 millones. El razonamiento de los accionistas es contundente: ellos no van a arriesgar sus respectivos patrimonios por la vida del presidente. Graff está más solo de lo que él mismo pensaba y sobre todo, para ingrata sorpresa de su familia, vale mucho menos de lo que todos creían. Graff, en su carácter de víctima, se convierte más bien en un objeto que en una persona, no sólo para quienes tienen que pagar el rescate sino, sobre todo, para quienes lo exigen. Los secuestradores lo tratan como una bestia, le cercenan la falangeta del dedo anular, en prueba de que lo tienen en su poder, y amenazan con irlo enviando a pedazos en la medida que se retrase la entrega del dinero.
El cuidado de las atmósferas aristocráticas, la caracterización convincente de las autoridades policiales y el apoderado legal de la víctima, un abogado de raza negra, todos son puntos a favor.
De un grupo de captores desalmados que lo mantienen en un subterráneo, metido en una estrecha tienda de campaña donde lo tienen casi sin comer, eso sí, lo hacen meter el dedo vulnerado en desinfectante, una sustancia que le provoca un ardor insoportable y lo obligan a que se tape los ojos cada vez que entran, más tarde pasa a manos de otro grupo más compasivo de carceleros, donde le permiten asearse, le dan un poco de sopa y pan duro, pero le echan una cadena al cuello para que no se le ocurra intentar un escape. El momento crítico llega cuando los secuestradores se ven acosados por la policía. Han logrado apresar a uno de ellos. Como reacción, y ya con cierto temor, le anuncian a la víctima que esa misma noche se decide su fortuna: o lo liberan de inmediato o bien lo matan, aunque de antemano le aseguran que va a ser sin dolor. Un marsellés entrado en años, quien parece ser el cabecilla de la banda, es quien le habla con más compasión. Finalmente le piden que les dé su palabra, lo hacen firmar incluso unas letras de cambio y le dicen que más tarde lo contactarán para que salde su deuda. La víctima naturalmente asiente a todas las condiciones.
La noche de su liberación lo dejan en una calle a las afueras de París. Él llega a un bar, pide un teléfono y al poco rato acude un coche de la policía que también trae a su esposa. Todos los paparazzi están esperando su inminente arribo al palacete donde tiene su domicilio. De inmediato lo hacen rendir su deposición oficial de los hechos, sin darle tiempo a recuperarse. Circulan sospechas de que él mismo ha organizado su secuestro para cubrir deudas de juego. Él lo único que pide es ver a su perro, un setter irlandés que se han llevado a la campiña, pero que mandan traer a la brevedad posible. Durante la fría recepción de su familia y en una comida le recriminan que tenga tantas atenciones para con su perro, que si acaso no pensó en ellas y en su apellido arrastrado por el lodo. Él se defiende diciendo que ninguna de ellas le ha preguntado hasta ese momento lo que sintió, lo que temió, lo que deseó en esas horas de tribulación. Un abismo infranqueable se abre ante él y los otros (sea su familia, los miembros del consorcio, las autoridades judiciales). Nadie parece mostrar comprensión por el drama humano que acaba de sufrir. Cada quien defiende sus propios intereses y nada más.
La fragilidad de las esferas privadas parece ponerse de manifiesto en este filme. Uno de los méritos del realizador es presentar las distintas perspectivas, sin favorecer ninguna de ellas. Lucas Delvaux se abstiene de emitir un juicio. El vicepresidente se muestra al final como un usurpador, un envidioso que había estado aguardando el momento propicio. “En efecto, ahora va usted a poder tener cenas con el presidente de la república, encabezar titulares, pero ¿por cuánto tiempo cree poder sostener la farsa? Porque para dirigir un grupo se requiere de audacia, amplitud de visión, espíritu innovador, cualidades todas esas de las que usted por desgracia carece”, le echa en cara el presidente. A pesar de ello, Graff se ve en la necesidad de poner en venta sus acciones y retirarse del grupo (en la próxima sesión de consejo votarán la elección del vicepresidente). Es un hombre considerablemente rico, sobre el que pesa una demanda de divorcio y el desprestigio social. Algunas indirectas de sus captores pueden dar la clave de quiénes, en realidad, orquestaron el secuestro: “Piensa en quién no te quiere, Graff, en para quién vales más muerto que vivo, porque han hecho todo lo posible para que nosotros te matemos”.
En 1983 se apresó y dictó sentencia contra el grupo de secuestradores (entre ellos jóvenes y viejos, hombres y mujeres). El barón Empain solicitó clemencia a los jueces a nombre de los plagiarios. En Rapt (2009) queda una amenaza latente que pesa sobre su familia y sobre todas aquellas personas que le son cercanas. “Si no pagas, vamos a matar gente a tu alrededor y a ponerles una leyenda que diga que es por tu culpa”. Con una familia tan ingrata como la de la víctima, ésa es la menor de sus preocupaciones. El único amigo fiel que le queda es su perro. Su abogado negro pretende consolarlo ante la liquidación de las acciones del consorcio que él mismo había levantado: “Aún es usted un hombre rico y puede rehacer su vida”. Curioso trabajo, el de este thriller de tintes políticos e históricos que nos ofrece Lucas Delvaux. Todo está en la factura, en el quid de la realización, la calidad de las actuaciones, el reparto, la división episódica. La evocación de una Francia aristocrática donde aún se guardaban las formas exteriores. Evocar el pasado y recrearlo en las condiciones de hoy no es asunto simple. Lucas Delvaux sale airoso en esta tentativa que admite ciertamente varias lecturas (la menos relevante de ellas es la que parte del hecho real). Como ficción y espejo de nuestro tiempo, la cinta cobra aún mayor fuerza, puesto que la violencia no es privativa del tercer mundo sino se ejerce tras bambalinas incluso en el primero —de allá vienen precisamente tantas cosas buenas aunque también tantas cosas malas. ®