Un rayo de luz se filtra por la ventana y se expande sobre la botella semivacía de agua hasta detenerse en mi pupila constipada. Me levanto envuelto con la cobija y saco la cabeza por la ventana para estudiar mis coordenadas. Sigo en Jerusalén, otra vez soñé que estaba de vuelta en México. Paso mi mano para desdibujar el hilo de sudor frío que recorre mi frente mientras observo el movimiento excitado de los autos sobre la avenida. Me saco la cobija de encima y la aviento sobre el colchón para descubrir que mi playera está empapada de sudor a pesar de que la temperatura no rebasa los cero grados. “32 primaveras fuera del útero y aún me siento como un feto”, mascullo, recojo mis cigarros y entro al baño. Levanto la tapa con el pie y me siento. Prendo un cigarro y doy una calada violenta y prolongada. Los aros de humo salen de mi boca para estrellarse sobre la insignia “Visit Palestine” inscrita sobre el cuadro que cuelga frente a mí, donde se aprecia el Domo de la Roca reposando cómodamente sobre la tierra virgen desde la sombra de un enorme olivo. Empujo la palanca para bajar el agua. Salgo hacia el pasillo rascándome la panza a la vez que lanzo un bostezo violentamente profundo (Marta —miembro de la ONG pro palestina en la que accedí alojarme durante unos días debido a una invitación extendida por parte de Jordi Fideuá, fundador de la organización y viejo amigo mío— me mira con desaprobación por encima del pizarrón donde anota los quehaceres de la semana. Si dependiera de ella me sacaría a patadas sin pestañar. “¿Qué hace aquí este orangután? Sé que es tu amigo pero no entiendo cómo piensas que tomen en serio nuestra organización cuando este subnormal se anda paseando por todas partes en calzones”, le oí reprocharle a Jordi cinco noches antes. Su desdén no es gratuito. La primera vez que la conocí, con algunas copas encima, le diagnostiqué un embarazo de cinco meses. No fue sino hasta que se impuso un silencio brusco en la sala de juntas cuando entendí que lo único que llevaba dentro de esa panza descomunal eran algunos croissants de más) y entro en la cocina. Saco una bolsa de té de su caja y enciendo la tetera eléctrica. Hago una lista mental de las posibles tareas que podría realizar durante el día mientras espero que hierva el agua, pero no consigo pensar en nada concreto. Mi hilo de pensamiento se ve frustrado por un cúmulo espontáneo de fantasías sexuales y gastronómicas cada vez que siento estar a punto de llegar a alcanzar una idea. Entro en la recámara con la taza entre mis manos, me cubro con la cobija y camino hacia la sala de juntas (Marta sale disparada hacia la calle azotando la puerta detrás de ella) para ver los quehaceres anotados en el pizarrón:
10 a.m. Junta directiva en Ramala.
2 p.m. Rueda de prensa en Jerusalén.
5 p.m. Exposición fotográfica de Diego en Haifa.
“Pan, queso y 3 kilos de naranjas, sis plau”, agrego a la lista antes de prender el bóiler.
Mi hilo de pensamiento se ve frustrado por un cúmulo espontáneo de fantasías sexuales y gastronómicas cada vez que siento estar a punto de llegar a alcanzar una idea.
Salgo a la calle. El sol lánguido de invierno es arrasado por las ráfagas de viento que se cuelan entre los vecindarios. Mi rostro se entumece enseguida, concentrando el frío en las puntas de mis orejas que se sujetan de mi cabeza como manecillas de porcelana china. Un cardumen de quinceañeras se detiene a mi lado, justo debajo del semáforo. Alcanzo a fisgonear que Yaniv es el niño más popular de la escuela y que Britney Spears está en medio de un trámite legal para divorciarse de su esposo antes de cruzar la avenida. Compro una cajetilla de cigarros y regreso al departamento con las manos dentro de los bolsillos. Cierro la puerta y me planto frente al aire acondicionado para permitir que el calor me pegue en el rostro hasta que la sangre regresa a mis orejas. Entro en la sala de juntas y enciendo la computadora. Tres correos por leer ameritan otra taza de té, me sugiero y voy hacia la cocina. Me vuelvo a sentar frente a la pantalla mientras doy pequeños sorbos al té negro. El primer mensaje me muestra un catálogo de lo último en implantes de senos, y el segundo me garantiza que me he ganado la Lotería Nacional de Inglaterra y el tercero está firmado por Carla (Marta entra en la ONG sin desaprovechar la oportunidad de mostrar su menosprecio azotando nuevamente la puerta. Se detiene un segundo frente a la puerta de la sala de juntas con el único propósito de lanzarme una mirada despectiva antes de entrar al baño). Han pasado varios meses desde su último correo:
Querido Assi: Me escribiste hace más de un mes. Yo vi tu correo, bailé una pequeña danza de alegría y luego ya no te contesté. No sé por qué. ¿Donde estás ahora? Yo sigo y seguiré en Phoenix hasta el fin de año. Estoy bien. A pesar de que esto es un pueblo y hay muchas cosas muy jodidas, está resultando ser una experiencia casi lúdica. No sé por qué, pero siempre pienso en ti. Un beso, Carla Vasconcelos.
¿Cómo se supone que debo reaccionar frente a semejante ambigüedad?, me rasco la barbilla. Carla y yo habíamos coqueteado con la idea del noviazgo durante años, aunque nunca trascendió más allá de unos besos en alguna que otra borrachera. Jamás logré descifrar sus verdaderas intenciones. Su sonrisa siempre me pareció el producto de un esfuerzo más que una reacción espontánea ante mi presencia. Igualmente me siento halagado, como siempre que una mujer guapa confiesa estar pensando en mi persona. Gesticulo una mueca descompuesta al descubrir una ligera erección que serpentea en mi entrepierna e inmediatamente me obligo a imaginar escenas del holocausto —mi viejo arsenal anticlimático, utilizado en infinidad de situaciones potencialmente embarazosas— con el fin de disuadir la insistencia de mi libido despistado. Siete vagones de tren después y listo, como si nada (Marta sale disparada del baño rumbo a la calle). Prendo otro cigarro y me acerco a la ventana. Observo el fluir de los autos sobre el asfalto y alzo la mirada. “Si no consigo superar mi fobia a volar voy a tener que soplarme los fuegos artificiales de Ahmadinejad”, me reprocho mientras poso mis ojos sobre las turbinas de un avión de Lufthansa que desaparece entre los edificios un abrir y cerrar de ojos. Vuelvo a pasar mi palma sobre la frente para enjugar las gotas de sudor que ya no están allí. Imagino a Carla sola en un bar, en el centro —si es que existe— de Phoenix, sentada en la barra y jugando con el popote de su martini frente a un barman de bigote blanco y cachetes rosados, apático, quien observa los resultados de los Soles de Phoenix en el televisor mientras seca un tarro de cerveza sin saber que la mujer que tiene delante suyo está pensando sólo en mí. Un vendedor de autos de sonrisa fotogénica se sienta al lado de Carla y le pide prestado el fuego. Ella voltea lentamente hacia él, pero no lo ve: está ciega de amor. Sacudo la cabeza, apago el cigarro y la computadora y salgo a la calle con la única certeza de ir a ningún lado en específico. El viento me tantea e inspecciona hasta identificarme. Ajusto la bufanda y meto las manos en los bolsillos antes de cruzar la avenida cuando de pronto siento una palmada sobre mi espalda. Volteo y veo a Jordi que lleva una cámara colgando de cada hombro.
—¿A dónde vas, gilipollas? —me pregunta sonriente.
—Pues pensaba dar una vuelta por allí pero con este puto frío se me están quitando las ganas —contesto y lo acompaño de vuelta al departamento.
“A mí me la sudaba lo que pasaba en el Medio Oriente antes de venir”, me aseguró en más de una ocasión, siempre con un porro entre los dedos y una sonrisa amplia. Jordi, al igual que la mayoría de los corresponsales de guerra que llegué a conocer, vivía la vida como si fuera un deporte extremo pero con la despreocupación de quien se sabe del otro lado del lente.
Jordi vivió en Gaza durante cinco años como fotógrafo de guerra exclusivo de una agencia de noticias estadounidense antes de decidir crear la ONG con el subsidio de la Unión Europea. En total llevaba diez años en la zona. “A mí me la sudaba lo que pasaba en el Medio Oriente antes de venir”, me aseguró en más de una ocasión, siempre con un porro entre los dedos y una sonrisa amplia. Jordi, al igual que la mayoría de los corresponsales de guerra que llegué a conocer, vivía la vida como si fuera un deporte extremo pero con la despreocupación de quien se sabe del otro lado del lente. Lo conocí ocho años atrás, en una cantina de San Cristóbal de las Casas. Entró con una cámara destrozada en las manos, la frente abierta y un ojo morado, cortesía del Ejército Mexicano. Le invité un whiskey. El resto es una historia larga y demasiado difusa.
(Veo a Marta aparecer desde la esquina a paso apresurado y esquivándome con la mirada. Saluda a Jordi con la mano y entra en el edificio.) La puerta del departamento está entreabierta. Entro detrás de Jordi que va directo a la cocina y pone a hervir el agua. Me platica de lo difícil que es entrar a Ramala debido a las extenuantes medidas de seguridad impuestas por el Ejército de Defensa Israelí.
—Cabrón, hay más de setecientos puestos de control en Cisjordania, ¿lo puedes creer? Les hacen la vida imposible y luego se preguntan por qué no pueden llegar a un acuerdo de paz. Y te voy a decir otra cosa, me queda claro que ellos están más preparados para la paz que ustedes —agrega.
—¿“Ustedes”? Ustedes mis huevos, capullo insano. Yo no he hecho nada a favor de la ocupación, así que no me señales como parte de la maquinaria sionista, ¿entiendes? —contesto manifestando un enfado falso.
Jordi se ríe y saca dos sobres de té para llenar las tazas con agua. Charlamos largo rato acerca de los desenlaces del conflicto, de cómo la sociedad palestina era una sociedad en su mayoría laica y de cómo un conflicto territorial se transformó en un conflicto religioso en un santiamén y se agarró de la fe para satisfacer los fines propagandísticos de los grupos militantes, en gran parte, gracias a que la vida se volvió prácticamente insoportable.
—Tanto el Hamás como la Yihad islámica son producto directo de las acciones de Israel —reitera Jordi, aun cuando sabe que estoy perfectamente al tanto.
Jordi recibe una llamada telefónica en su móvil. Balbucea algo en catalán y se vuelve hacia mí. “Tengo que volver a Ramala, parece que hay tiroteos”, me dice y al cabo de cuatro minutos desaparece detrás de la puerta (seguido por Marta) con dos cámaras encima de cada hombro. Doy un sorbo para terminarme el resto del té y entro en la sala de juntas para sentarme frente a la laptop.
Querida Carla, me dio muchísimo gusto recibir tu correo. En realidad no tengo mucho que contar. Sigo en el Medio Orate esperando superar algún día mi miedo a volar para poder largarme de una vez por todas de esta tierra tan conflictiva, demencial y magnífica. Estoy harto de los lemas políticos y de los profetas de pacotilla. El concepto de nación, sea cual sea, cada día me parece más deplorable y peligroso. Espero que la vida en Phoenix sea menos agitada. ¿Cómo pasas tus noches? Te imagino rodeada de amigas llamativas y divertidas, como en esas sitcoms que tanto te gustan. En fin, espero que te encuentres bien. Besos, A.
Envío un par de correos más y reviso la alineación del Barça para el partido frente al Madrid. Jordi entra casi tumbando la puerta (Marta llega detrás de él con la frente abierta, salpicando grandes chorros sangre por todas partes). “¡TRAE HIELO, CABRÓN!”, me grita y entra en el baño (Marta se agarra de la frente para intentar contener la hemorragia). ¡Carajo! Eto’o sigue lesionado, murmuro mientras entro en la cocina para ver si hay hielos. ®