Sobrevolando por primera vez Nueva York, el autor comienza a recordar el día a día de su infancia cerca del Río Hondo. Esta narración evoca irremediablemente preguntas sobre el destino, la ironía y el azar.
Los copos de ceniza del invierno negro cubren los pavimentos, los techos a dos aguas de las casas de los obreros tapizan los patios, se asientan sobre los autos tapiando parabrisas, cofre, carrocería entera, filtrándose hasta dentro del motor, por debajo de la puerta de las casas, como heraldos negros, esquivan en su levitar y arrastrados por el viento los cristales cerrados de las ventanas, ennegreciendo los mosquiteros, y te obligan a cerrar los ojos si se te ocurre andar en bicicleta: es la temporada alta de la zafra y a El Ingenio lo circundan los cañaverales que arden para limpiarlos de maleza y obtener de sus desnudos tallos frutales un terrón del azúcar. Es enero y es invierno.
Ulises se despierta aún de noche. La voz de su padre y el calcinante rayo de un foco de sesenta watts lo traen otra vez a la vida. Corre al baño aún dormido para disfrutar una meada. Se moja la cara y trata de domeñar su mata de pelo castaño. Los ojos se le cierran por las lagañas. Cree aún recordar la película que apenas hace un rato soñaba. La voz de su padre otra vez tras de él, que se apure, que ya es tarde. Antes de irse una mirada a su librero: allí el libro sobre Nueva York, una ciudad que, se ha prometido, conocerá. Sube a la camioneta apurado por los bocinazos de su padre. Media hora después y aún de madrugada llegan a la granja de pollos, donde ya los esperan dos chalanes y trabajo por delante. Se pregunta por qué si tiene la edad que tiene debe estar allí. Está próximo a terminar el segundo año de secundaria. Su padre lo apura. Son muchos los pedidos de pollo, huacales qué llenar. Por delante kilómetros de rutas, clientes a visitar, y más tarde, ya de día, retornar a casa para un baño, quitarse ese olor a estiércol, de las uñas, del pelo, y después un desayuno frugal. Salen de la granja con la camioneta cargada. Decide viajar atrás, en la batea,
—¡Agárrate bien, híja! —le previene un chalán.
—Sale! —grita el otro.
y las llantas trituran el suelo de sascab de la granja por el peso de la torre de huacales y pollos llevados atrás. En el camino al ejido de Pucté se topan con un camión cañero: mira los foquitos brillantes enmarcados por los rostros renegridos de los cortadores. Siempre que los ve se pregunta por la fuerza que deben tener los niños que allí van para usar un machete, derribar esos tallos, abrirse entre la maleza quemada. A veces evita pasar por Los Módulos, esas galeras de block enmohecido y techos de lámina donde viven sus familias.
Recorren más kilómetros de rutas, a lo largo de toda la rivera del Río Hondo, esa cicatriz húmeda que divide a la patria de una antigua colonia británica. Recuerda que, años atrás, entraron a Botes. Allí encontró un salón de clases hecho ruina inaugurado después de la Revolución, y a un lado del edificio de piedra un viejo y pequeño pontón encallado, como el cadáver de un animal marino.
Recorren más kilómetros de rutas, a lo largo de toda la rivera del Río Hondo, esa cicatriz húmeda que divide a la patria de una antigua colonia británica. Recuerda que, años atrás, entraron a Botes. Allí encontró un salón de clases hecho ruina inaugurado después de la Revolución, y a un lado del edificio de piedra un viejo y pequeño pontón encallado, como el cadáver de un animal marino. Recuerda haber entrado a la carcasa de madera pintada de blanco. Caminó hasta el puente de mando y luego abrió una de las gavetas de la cocina. No halló nada interesante, ni siquiera alguna placa que explicara que el viejo pontón solía recorrer la rivera del río para vigilar la frontera, cuidarla, aun cuando México y la Corona británica ya habían firmado el Tratado Mariscal-St. John. También recordó el día que junto a su familia cruzó por Botes el Río Hondo, con el permiso de unos marinos que hacían turno en el puesto de vigilancia, para llegar hasta Orange Walk a visitar a unos amigos. Con ayuda de una lancha sortearon la escasa anchura de ese Río sin orilla, hecho de cenotes consecutivos, hasta tocar las raíces de los manglares del país vecino. Al otro lado un pedacito conservado del África subsahariana: casas de madera estilo inglés, niños negros alegres y semidesnudos pateando un balón de futbol en una cancha árida. Subidos a una vieja guayín, cruzando tierras beliceñas adentro, pudo ver más de cerca esas fumarolas de los ingenios que desde la rivera del Río Hondo veía lejanos. Recordaba esa tarde en Orange Walk, casi una ciudad fantasma durante un breve recorrido por la tarde, y de vez en vez, por allí, sonando un triste calipso, como el que suena en la radio, durante el último pedido de pollo entregado de la jornada, cuando el sol anuncia las seis y cuarto de la madrugada.
Es lunes. En casa le espera una camisa blanca de popelina, un pantalón caqui y un baño. Son las siete y la explanada de la bandera es ya un sartén. Niños-adolecentes cociéndose al calor del trópico, con el sol rebotando en sus caras, mientras entonan, permitido por uno que otro gallo:
Selva, mar, historia y juventud,
pueblo libre y justo bajo el sol,
la tenacidad como virtud:
¡Eso es Quintana Roo!
Seguido del habitual Himno Nacional: para los niños del sureste la tortura es doble. Entre las clases de matemáticas, literatura, orientación vocacional, clases de historia regional: otra vez el vicealmirante tamaulipeco Othón P. Blanco y la fundación y su pontón; otra vez Gonzalo Guerrero y su naufragio, y su estirpe con la princesa Zazil Há de Chactemal, ciudad-Estado maya.
Aburrido de esos temas llega a su casa, avienta mochila-cargada-de-libros-inútiles por un lado y visita su librero, al que considera un altar. Comprado por un padre que era incapaz de negarse a comprar hasta un transbordador espacial, el librero constituye para él su túnel de escape. De entre los best-sellers setenteros, biografía de JFK y enciclopedias de medicina, los coffee-table books de Time-Life. Central Park, 5th Avenue, Queens, Little Italy, Rockefeller Center, Chrysler Building y Ulises entre los rascacielos. Trata de leer en el inglés pedestre aprendido en la secundaria por un profesor de marcado acento yucateco. Pero deja el libro a un lado, sale de la casa, aunque su madre le dice “Ulises ya pronto a comer”. Sube a la azotea. Es siempre lo mismo: casas bajas. Y en Chetumal no cambia el panorama: edificios gubernamentales, cuadrados, bajos y deslavados, salvo algunas casas de madera estilo inglés. Alguna vez un primo le platicó de su viaje a Cancún: es como Miami, le dijo, la zona hotelera está lleno de edificios y las playas de gringas desnudas. Más tarde iría a Cancún: un paseo rápido y familiar por los edificios desangelados, neutros y chatos, separados unos de otros a lo largo de la isla. Cancún no es Nueva York, pero está lleno de gringos y precios exorbitantes en dólares. Baja de la azotea ante la insistencia de su madre por la comida. Su padre ya está sorbiendo la coca cola. Se sienta a la mesa. Se sacude los copos de ceniza, del pelo, de la ropa. En su camisa ha dejado las manchas. Mañana toca una playera blanca de algodón con el escudo de la escuela.
Le gustan sobre todo los sábados para viajar a Chetumal, le agrada ver a los negros vaciar los estantes del supermercado, sus bolsas de plásticos llenas de yogures, jugos, carnes frías, detergentes, ropa al por mayor. Su madre apenas y llena la mitad de un carrito: lo ideal para una familia de tres.
Por la tarde a la cancha de básquet. Allí Ulises y sus amigos en las gradas, a todo grito, dando rienda suelta a sus hormonas. Una amiga de la secundaria se acerca. Pregunta por la tarea. Él, ella y otro bajan de las gradas de cemento y caminan en medio de un partido, los jugadores les chiflan, hasta llegar al polígono de la Colonia de los Empleados de confianza de la fábrica, un islote norteamericano dentro del fraccionamiento de los obreros: casas de un piso y amplios espacios, separadas por inmensos jardines de pasto pulcramente podado y protegidos del sol por las sombras de imperiales framboyanes. Por alguna razón, allí en ese lugar la Biblioteca, también su reducto, junto al Casino: un salón social del sindicato azucarero. Encuentran a otra compañera. Cada uno le pide una hoja de libreta y lápices prestados y la copian; él lo que puede de ella. Hoja en mano llega a casa y la teclea en su Olivetti. Toma un libro de texto de sexto de primaria, le recorta varias fotos de antiguos dioses mayas y las pega en su tarea. Después, un poco de televisión. Así el resto de la semana, y de los días.
Le gustan sobre todo los sábados para viajar a Chetumal, le agrada ver a los negros vaciar los estantes del supermercado, sus bolsas de plásticos llenas de yogures, jugos, carnes frías, detergentes, ropa al por mayor. Su madre apenas y llena la mitad de un carrito: lo ideal para una familia de tres. A veces el paseo incluye una función de cine, en el único cine de la ciudad, casi un teatro, de palco y exquisita dulcería. O, durante el día, una visita al mercado municipal, para comprarles a los chinos un veneno para cucarachas en forma de gis, que ocupa un lugar en las abarroterías junto a productos de ginseng. Parten a El Ingenio casi al atardecer. No hubo paseo, ni siquiera pizza. Se promete que, de ir a Nueva York, lo hará solo, para hacer lo que le plazca.
Un pedaleo intenso bajando la avenida principal, pero no pudo ganarle a Abraham: él, siempre, pedalea más fuerte. Hecho su corazón una máquina revolucionada, no ve la hora de llegar a casa y preguntar si es verdad: si es verdad que por La Unión entrarán pronto los guerrilleros zapatistas. Ha visto en los noticieros la guerra de Kosovo. ¿Podría pasar lo mismo aquí? Su madre lo mira con cara de preocupación. Su padre le anuncia: báñate y duérmete que mañana temprano con tu tío vamos a La Unión para ver a los menonitas. Otro despertar casi a media noche, otra vez el rayo calcinante de sesenta watts, más intenso que nunca en la duermevela. Pero ahora no es tan molesto. La idea de atravesar selva negra adentro, en la espesura, para ir otra vez a Belice, con su primo y tío, le anima. Casi a las cinco parten los cuatro, por la estatal que corre noroeste, paralela al curso caprichoso del Río Hondo, hasta llegar al último ejido del trayecto, La Unión: un rancho de urbanización cuadricular cuyos habitantes nacen para cruzar el Río Bravo. En un precario muelle hecho de tablas de cedro, a escasos metros de una oficina de inmigración, preguntan por el costo de una lancha para cruzar el río. Negocian el precio. Subidos los cuatro, tardan apenas unos minutos en cambiar de país sin pasaportes de por medio, dejando la camioneta al resguardo de un tendero. Bajo un sol matinal abrasador el recto e interminable camino de sascab le parece hecho de fuego. Casi una hora después, Blue Creek. En un español aceptable, un hombre de vestimenta tejana, aproximadamente de treintaicinco años, de cabellera tan dorada como una cerveza clara y manos lastimadas de cayos, les informa sobre los Johnson que crían pollos. Les ofrece llevarlos en su Toyota. Las negociaciones de venta del pollo vivo, que tendrían que llevar desde Blue Creek hasta Álvaro Obregón, ejido donde tienen avecinadas las granjas, resultan atropelladas. Entre el español y el inglés que hablan entre ellos los empresarios menonitas, aquel intento de intercambio comercial resulta en fracaso: en el precio de venta está la discordia, pero su tío promete regresar por una máquina peladora de pollo que ellos fabrican. Montados otra vez los cuatro en la Toyota parten al muelle, para cruzar a México.
Un día de agosto de 1996 reciben la amenaza de Dolly por la radio. Pero Dolly pasa sin pena, brincando la Península como un pulpo ignora un arrecife de coral muerto. El huracán no lo salva de una que otra jornada de trabajo matinal, pero sí de las clases. Le sorprende más, en 1997, no un meteoro pero sí un meteorito avistado sin dificultad desde El Ingenio, donde eran y son habituales los apagones de luz: el Hale-Bopp. Le agradan los apagones siempre y cuando no televisen una buena película. Es septiembre y piensa en el último año que le queda de la secundaria. Está tumbado a lo largo de una barda divisoria, observando galaxias, constelaciones y la cola del cometa. En casa, sostenidas por botellas de cerveza, unas veladoras que suelen usar en las procesiones religiosas iluminan a sus padres mientras tratan de pasar la calurosa noche jugando dominó. En el estacionamiento cercano unos niños patean un balón. Algunos le llaman. Otros hacen ruidos de fantasmas. Al otro día, en clases, su profesor de historia les anuncia que el cometa no es más que la confirmación del próximo fin del mundo, que será en el 2000: cantidad de gente, asegura, se juntó en la plaza de Felipe Carrillo Puerto, de donde es él, para rezar.
Avienta el bate por un lado. Ha perdido todas las carreras posibles. Sus amigos le chiflan. Sobre todo Abraham, a quien le tocaba batear, pero abandona el juego, como hiciera el otro, al dejar que la pelota vuele detrás de él, más allá del estacionamiento pavimentado, y juntos corren hacia el lindero del potrero. Es de tarde, a punto de anochecer. Los otros, indignados, parten, dejando el bate en el portón de su casa. Ulises levanta un alambre de púas mientras Abraham pasa por debajo, casi a rastras. Luego el otro le ayuda, pero él debe inclinarse un poco más.
Entre la maleza, caminan; las hojas del zacate, navajas filosas, dejan laceraciones microscópicas en el brazo izquierdo con el que se cubre la cara. Avanza tras de él, aprovechando el sendero nuevo, hasta llegar a un descampado árido, y en otras partes, urdimbre cerrada de raíces secas. Aquí el ganado terminó con su alimento. Buscan la pelota volada. Pero a él le ha dado por orinar el tronco de una ceiba. Abraham le acompaña, a un lado, como un colega. Es casi de noche. Algunas luces de las casas de la periferia titilan como cocuyos entre las ramas de los árboles. ¿Te la has jalado? Abraham le pregunta. Él lo mira, intrigado. Lo niega, no por pena sino porque es verdad. Nunca había reparado en ello, aunque lo sabía, aunque la psicóloga de la secundaria ya le había platicado al grupo. No, contesta enfático. Yo tampoco, le contesta el otro, pero le muestra cómo hacerlo. Él lo repite. Pene en mano repite el mismo movimiento que observa en el otro. Un leve cosquilleo, apenas nada. Un cosquilleo, más intenso, ahora. Un cosquilleo de tan fuerte que no lo suelta. El otro se acerca. Sabe, de alguna forma, que debe poder. Apoya su cabeza en el hombro de su colega. Trata de abrazarlo. Abraham lo toma de la cintura, mientras se concentra. Hay algo ahí, ¿pero qué es? ¿Es la felicidad, es la felicidad lo que siente? El cuerpo de su amigo tan húmedo y tan cerca. Ya ves que sí, le dice Abraham. Ulises no contesta. Parten hacia el fraccionamiento, corriendo a todo vuelo. Mañana es domingo y debe levantarse temprano para ir a la iglesia.Noche estrellada, un poco de viento, de los que pronostican lluvias, acompañado por una plaga de escarabajos negros, que truenan bajo las ruedas de los automóviles. Ulises los patea lejos de la entrada de su casa. Otros se arremolinan alrededor de un foco incandescente, atraídos por él como un avaro al dinero. Su madre en el patio, acompañada por un grupo de amigas, como cada domingo. Se comparten unas coca-colas frías. Se acerca, oculto tras la esquina de la casa, para escuchar atento la conversación: que fulana se ha ido con su novio; pobre, apenas de trece años. Que otra, más vivita, de catorce, fue a abortar a una clínica de Mérida; preñada de un guatemalteco, nunca en buenos pasos esa niña. Que zutana, quién la viera, saliendo con un salvadoreño: crimen de lesa sexualidad. Aburrido, deambula por la casa. Prende la televisión. Hay nada. Abre el refrigerador. Pasa un dedo por una cazuela de frijoles y luego se los come, y así hasta saciar el apetito fugaz. Se dirige al cuarto, emprendiendo un pausado viaje, acomodando sus pies dentro de cada loseta imitación mármol. Escucha el ruido de las amigas de su madre, perorando en el patio de enfrente. Abraham, su vecino, no está en casa. Había salido para ver si andaba cerca, pero faltaba su bicicleta en su jardín. Entra a su cuarto y pone el seguro. No vaya a ser que alguien entre sin tocar mientras encuentra ese punto que lo suspenda entre él y todo lo demás.
Un golpeteo tan intenso en la puerta de su recámara lo despierta sobresaltado. Es la voz de su padre, otra vez. Tres de la madrugada. No quiero ir, le dice. Por qué debo ir, se pregunta. Abraham duerme apacible, en su cama. Daniel duerme apacible, y su hermano Josué, igual. Su primo, también. Su primo nunca ha tenido que ensuciarse un dedo de estiércol. No quiero ir, le repite a su padre. Su recámara en penumbras, y al otro lado de la puerta asegurada, le contesta: ya no van los chalanes. ¿Cómo? Tras los bocinazos de apuro sube a la camioneta. Otra vez, como tantas otras mañanas, en la granja. Pero ahora no le toca deambular, o decidirse a ayudar o no: debe hacerlo, están sólo ellos dos. Ya antes había notado la poca venta y que el cuidador ya no iba. Una deuda creciente con el proveedor, alcanzó a ver un día en los papeles contables, cuando su padre los había dejado en el comedor por descuido. Parten, con poco pedido.
Noche estrellada, un poco de viento, de los que pronostican lluvias, acompañado por una plaga de escarabajos negros, que truenan bajo las ruedas de los automóviles. Ulises los patea lejos de la entrada de su casa. Otros se arremolinan alrededor de un foco incandescente, atraídos por él como un avaro al dinero.
Durante el trayecto a algún ejido escuchan la radio. Otra amenaza de huracán: Mitch, dicen. Éste se llama Mitch. Se ha originado en el mar Caribe, cerca de Jamaica, estacionado ahora frente a México y Belice. Se dirige hacia Quintana Roo, categoría cinco. El ojo pasará sobre Chetumal, según todos los pronósticos. Dos días después, viaje relámpago a la ciudad. En los anaqueles de los supermercados largas filas, pero conseguido lo indispensable para una semana: enlatados, leche, azúcar, pan blanco, chocolates, alcohol, aspirinas, mertiolate, pilas alcalinas, cinta adhesiva y bastante soga. De la granja desmontan unas láminas de zinc que cubrían una porqueriza. Cada una la amarran con las sogas a la herrería de las ventanas. El cristal de una puerta de aluminio es protegido por una cruz de cinta adhesiva. En la televisión no hay señal: ni una sola de los cinco canales. Seguramente han bajado ya las cinco antenas de satélite de la repetidora del fraccionamiento. Por todos lados motosierras talan árboles y otros de raíz: framboyanes, guayas, almendros, guayabos, chechenes, nísperos y cedros caen al suelo tirados por las previsiones. Su escuela secundaria es ya un refugio habitado por campesinos de algunos ejidos. Parado en la azotea, observa: aquí y allá vecinos desatornillan sus antenas de televisión, de radio civic, de satélite y alguna que otra parabólica herrumbrosa. Se descuelgan macetas, láminas. Con la ayuda de una videocasetera que amplifica la señal de TV sintoniza el Weather Channel, retransmitido desde Belice. El huracán es una mancha sobre el Caribe, estacionado. Sus brazos apenas y rozan el litoral. El viento es bravo, pero no una amenaza. La vida parece que transcurre normal: salvo las clases suspendidas y los negocios con sus cortinas bajadas. Al tercer día de la espera, atrincherados en casa, él decide brincarse la barda del vecino. Pregunta por Abraham y lo encuentra en el cobertizo trasero de su casa, dentro de un cuartito de herramientas, donde entra. Cierra la puerta, que se azotaba por una ráfaga de viento casual. Mientras que Mitch nunca llega.
El negocio ha quebrado, le dice su madre. Junta tus cosas, tus libros, tu ropa, tus discos, tus juguetes, nos mudamos. ¿A dónde, a dónde nos mudamos? Al norte, a la ciudad de tus abuelos, al norte lejos de aquí. No hay más nada aquí para nosotros en El Ingenio. Deja las cajas de cartón vacías en su recámara y luego sube a la azotea. Los troncos de algunos árboles ya están retoñando. Las antenas han vuelto a su lugar. La fábrica de azúcar pita el cambio de turno. ¿Dónde hará la preparatoria? Allá, en la ciudad de tus abuelos. En el norte. ¿Qué hay en el norte? Allá no está Abraham. Baja y se brinca la barda. Lo encuentra apretando una tuerca de su bicicleta, con unas pinzas incómodas. ¿Qué quieres? Le pregunta.
—Nada, que ya me voy.
—¿A dónde?
—De aquí. Nos vamos al norte.
—Pues que te vaya bien. Nosotros también nos vamos para Arizona, con mi hermana.
—Bien. ¿No estás ocupado tú?
—Sí.
—¿No quieres que entremos al cuartito?
Desvía la mirada hacia la lejanía, para luego concentrarse en su labor. Aprieta otra tuerca de la llanta trasera de su bicicleta. Luego la prueba, haciéndola rodar, tan rápido como puede con una mano, y luego él le ayuda, hasta que notan cómo gira sobre su eje, tan segura de sí misma, gira sobre su eje. ¿Qué?, le pregunta Abraham.
—Nada —le dice Ulises, regresando a su casa.
Todo empacado, al otro día temprano algunas cosas ordenadas en la batea de la camioneta, esperando que lo restante se le lleve un camión de mudanza. Y Ulises detrás, sobre una colchoneta. Alcanzan la interestatal, recorren la rivera del Río Hondo, siguiendo su curso caprichoso, hasta llegar a la federal, donde su padre vira a la izquierda, hacia el norte, lejos, lo más lejos que se pueda, de El Ingenio. Pero Ulises aún más lejos de Nueva York. ®
Iván Partida
El sureste ignorado, perdido. Si Nueva York es el centro del mundo, la ciudad que narra el de la nada. Me pareció bella y elocuente esta crónica de Nueva York y el sureste; finalmente creo que el gran acierto de Méndez es que logró, mediante un relato introspectivo, personal, hablar de lo que se está convirtiéndo la mayor parte de nuestro país: una vasta No man´s land. En el futuro habrá muchos Ulises buscando New York, donde quiera que ésta se encuentre.