Veracruz se escribe con Zeta

Estampas de la vida en el puerto

Una velada cualquiera en el puerto de Veracruz terminas subiéndote al carro de un sujeto que apodan el Ángel del Mal. Le compras cuatro gramos de cocaína. No te preocupas por la policía, trabaja con los Zetas y en el precio de la bolsita ya viene incluido el soborno.

1

Harta de la cháchara de tus parientes —recién llegados de visita al puerto— tomas el auto y te diriges a la playa. Hace un clima estupendo: el sol brilla con júbilo en lo alto del cielo pero el viento es aún fresco y trae consigo un aroma a tierras lejanas.

Puerto de Veracruz

Te estacionas frente al mar. Enciendes un cigarrillo sin bajarte del auto. El mar está casi inmóvil, tan pálido como el cielo. Las olas rompen con desgana en la playa, olas enanas que por momentos parecen hechas de plata y no de agua, de azogue, del material ese del que está hecho Robert Patrick en Teminator II.

La playa no está vacía. De hecho, te percatas de que hay más gente de la que suele haber los miércoles por la mañana: un grupo de treinta o cuarenta muchachos caminan cerca de la orilla. Llevan los pantalones de mezclilla arremangados y las camisas en las manos. Los pechos son morenos y lampiños, los cabellos van engominados, alzados en crestas o relamidos contra el cráneo. Te llama la atención que el grupo parezca caminar hacia un sitio preciso en la orilla; incluso ignoran al franelero que les ofrece asiento en las mesas protegidas con sombrillas que ha colocado sobre la arena rastrillada. Los movimientos de los chicos, la forma de llevar las ropas, te recuerdan las maneras de los turistas cuando bajan a la playa en manada para meter los tobillos en el mar y tomarse fotos. Pero aquellos chicos tienen más pinta de albañiles en día de descanso que de turistas.

A veinte metros de tu auto una destartalada vagoneta blanca se detiene. Cuatro hombres vestidos de raperos —ropas deportivas, tatuajes, lentes oscuros— descienden y alcanzan al grupo en la playa. No alcanzas a escuchar lo que dicen, pero parece que los recién llegados les ordenan formarse. Parece que se tomarán una foto de grupo porque todos se acomodan dándole la espalda al mar, incluso los de enfrente se sientan en cuclillas. Pero nadie trae cámara.

Enciendes otro cigarro mientras los líderes y los chicos abandonan la arena y suben hasta la acera. Algunos se amontonan junto a la vagoneta blanca y uno de los que mandan —jersey de basquetbol verde claro— los reprende y los obliga a dispersarse. La puerta corrediza de la vagoneta se abre y dentro hay más gente. Te da la impresión de que van nombrando a los chicos, porque éstos se acercan de dos en dos al vehículo y después se alejan del sitio con pequeños sobres color manila en las manos. Te fijas en una chica (hay quizás como tres o cuatro chicas entre el grupo): se acerca a tu auto mientras cuenta dinero, billetes verdes, nuevos, que no pueden ser sino de doscientos pesos. Sus labios regordetes se mueven mientras sus dedos se deslizan con pericia. Un auto amarillo, marca Mitsubishi, se detiene junto a ella. La chica —piel color canela, blusa rosa mexicano, sandalias con pedrería y lentes oscuros que le cubren la mitad del rostro— abre la puerta del copiloto —el reguetón truena— y sube al vehículo. Segundos después llega un BMW 3251, negro, al que suben tres chicos esmirriados —el menor no debe tener ni siquiera los quince años. Luego es una camioneta cuya marca no reconoces: es blanca, nueva y lleva los vidrios polarizados.

Para entonces te das cuenta de que hay dos hombres parados junto a tu vehículo. No te miran fijamente pero notas que se colocaron en tu punto ciego. No puedes mirarlos de lleno porque tendrías que volver la cabeza por completo y no quieres que se den cuenta de que te diste cuenta. Tomas tu celular y le hablas a tu amigo Agustín, el primero del directorio. Charlas de cualquier cosa mientras fumas otro cigarrillo. Cuando los líderes de la camioneta te observan con recelo dices alguna gracejada y ríes, para relajar tu rostro y no delatarte.

Te marchas un minuto después de que uno de los hombres te mostrara la cacha de una pistola asomando de la cintura de sus bermudas.

2

Nunca supiste su verdadero nombre. Te dio miedo preguntarle. Los amigos que te lo recomendaron lo llamaban Ángel del Mal; incluso así te lo escribió uno de ellos en la tarjeta en la que te pasó también su clave de radio y un número de celular. A ti te daba vergüenza aquel nombre tan payaso y lo llamabas Ángel, a secas.

La primera vez que le marcaste por radio lo citaste en un pequeño parque a dos cuadras de tu casa. No querías que supiera dónde vivías. Eran las ocho de la noche y el parque estaba a oscuras; por entre las ramas de los almendros soplaba la brisa fresca de octubre, ese vientecillo con olor a bosque que empujaba lejos el aire caldeado de la ciudad y que por la noche hacía aullar como desesperados a los perros de la cuadra.

Nunca supiste su verdadero nombre. Te dio miedo preguntarle. Los amigos que te lo recomendaron lo llamaban Ángel del Mal; incluso así te lo escribió uno de ellos en la tarjeta en la que te pasó también su clave de radio y un número de celular. A ti te daba vergüenza aquel nombre tan payaso y lo llamabas Ángel, a secas.

Ángel del Mal se acercó a bordo de un automóvil oscuro, nuevo pero austero. Te pidió que subieras. Condujo el vehículo alrededor del parque mientras te mostraba una bolsa de supermercado atiborrada de paquetes diminutos; cada uno conteniendo un gramo de cocaína. Le compraste cuatro aquella primera vez. Tu mujer tenía antojo de marihuana pero Ángel no llevaba: te explicó que no le gustaba comercializar con mota pues ocupaba demasiado espacio, olía mucho y era tan barata que no le dejaba casi ganancias. Te cayó bien su franqueza, su bigote de Pedro Infante, su leve acento norteño, la sencillez de unas ropas que lo hacían lucir como el gerente de una tienda de zapatos. Le calculaste cuarenta años y un pasado castrense.

Comenzaste a llamarlo una o dos veces por semana; era un alivio no tener que aparecerse por las tienditas y lidiar con los vendedores callejeros; siempre querían propina, siempre miraban tu auto con codicia y algo de rencor. Poco a poco te atreviste a hacerle conversación e incluso preguntas. Sabías que no era correcto mostrar tanta curiosidad pero realmente querías saber si trabajaba para Los Zetas, aunque no los nombraste de esa manera porque estabas acostumbrado a no mencionar ese apelativo en voz alta, como todas las personas que conocías: dijiste “los de la última letra”. Mientras se efectuaba la transacción, Ángel habló. No dijo que sí ni que no pero te dio a entender que la mercancía que él repartía por toda la ciudad y que tú y tus amigos esnifaban ruidosamente en las fiestas provenía de este grupo delictivo. Te dio a entender que él era sólo uno de tantos vendedores autorizados y que si se atrevía a incrementar el costo oficial de cada bolsa era para ahorrar a sus clientes la molestia de salir de sus domicilios. La confesión te puso nervioso; le estrechaste la mano con premura, abriste la puerta del auto para descender y casi te desmayas al ver la patrulla que los seguía con las luces apagadas. Te imaginaste en los separos inmundos de la policía, a tu mujer teniendo que empeñar algo para pagar una multa de cuatro ceros, a tus amigos furiosos porque no llegabas con el perico. Pero Ángel, muy calmo, casi sonriendo, te dijo que bajaras del auto sin miedo, que la inmunidad ante la policía ya estaba incluida en el precio de cada grapa.

—Si se meten conmigo le responden a aquellos y no son pendejos —dijo.

Otra noche, de nuevo en su auto, le preguntaste si había más repartidores como él. Con el rostro súbitamente alargado, te contó que solía haber un muchacho que también vendía coca a domicilio y que siempre iba acompañado de una chica, para despistar a los militares en los retenes que a cada rato improvisaban en las calles del puerto. Ángel te contó cómo el chico había empezado a “jugarles chueco” a Los Zetas: para incrementar sus ganancias comenzó a comprarle droga a los “chapulines”, miembros de otros cárteles que actuaban en la periferia de la ciudad, hasta que los jefes se dieron cuenta de su traición y le exigieron a Ángel del Mal que “le pusiera el dedo”, que hablara por radio con el muchacho para que éste le dijera dónde se escondía. Los sicarios mataron al muchacho y a la chica que lo acompañaba; Ángel estaba ahí.

—Me obligaron a seccionarlo— te confesó. Se retorcía el bigote con nervios.

La palabra se quedó rebotando en tu cabeza pero no fue sino hasta cuando entraste a tu casa y pasaste el seguro de la puerta, con tu botín bien guardado en una de las solapas de tu cartera, que comprendiste lo que tu dealer quiso decir con ese término que sonaba a medias médico, a medias burocrático: que los patrones lo habían obligado a descuartizar el cuerpo de su antiguo compañero.

La coca que compraste aquel día te supo a veneno pero te la acabaste toda, hasta la última morusa que quedó pegada al billete de veinte que utilizabas para inhalarla. Y es que con algo debías condimentar el par de botellas de whiskey de doce años que tus amigos habían llevado: ni modo que se las tomaran en seco.

Dos meses más tarde Ángel del Mal dejó de responder su radio y tuviste que acudir de nuevo con los vendedores callejeros.

3

© George W. Gardner

Era un sábado como cualquier otro. La tienda mayorista en la que trabajabas como cajero estaba a reventar de clientes y niños. Iniciaste tu día de la forma acostumbrada: con una junta de motivación en la que el gerente compelía a los empleados (“socios” era el término que prefería la empresa, para ahorrarse prestaciones laborales) a gritar y brincar abrazados. Tu sonrisa debía de ser tan amplia como la que lucía el botón que pendía de tu camisa, decía tu supervisor, pero rara vez lograbas mantenerla más de una hora seguida, lo que te restaba puntos de productividad y pesos en la quincena.

Todo transcurría con normalidad. El dolor de pies era aún soportable. Por la caja que atendías desfilaban las señoras que compraban pasteles congelados y latas de conserva gigantes; señores que iban por cartones de cigarrillos, comida preparada y licores. Y de repente, por ahí del mediodía, se formó ante tu fila una caravana de montacargas que arrastraban un par de refrigeradores, tres lavadoras, cinco hornos de microondas, pacas y pacas de ropa, cajas de licores y de golosinas. Estabas acostumbrado a facturar grandes pedidos de restaurantes y hoteles, así que no te extrañó que el total de aquella cuenta ascendiera a poco más de 10 mil dólares. Detrás del último carrito apareció un hombre de mediana edad, acompañado de seis muchachos de aires gangsteriles. Le sonreíste al cliente, le deseaste una buena tarde y preguntarle por su forma de pago. Sin decir una palabra él te entregó una tarjeta de crédito que fue rechazada por el sistema al primer intento.

Le pediste disculpas al cliente, le explicaste que tu terminal señalaba que la tarjeta había sido cancelada. Sin inmutarse, el hombre sacó otra tarjeta del bolsillo trasero. Era un plástico virgen, sin letras ni números ni logos de ningún banco. Le diste vuelta entre tus dedos y miraste la banda magnética mientras sentías cómo los poros de todo tu cuerpo se levantaban. Estiraste aún más tu sonrisa y te disculpaste nuevamente con el cliente: no podías pasar aquella tarjeta.

—Pásala, coño, tú pásala —decía el tipo, con evidente molestia.

—Pásala, pendejo. No hagas panchos —añadió uno de los malandrillos.

Como no sabías que hacer seguiste el manual de la compañía: llamaste a tu supervisor. Los tipos te miraron con odio pero no serías tú quien les negara lo que querían. El supervisor tardó quince minutos en llegar; la tienda estaba a reventar. Le entregaste la tarjeta; la miró por todos lados y se negó también a pasarla.

El hombre ni siquiera alzó la voz para explicarles que, si no le cobraban con aquel plástico, tú y el supervisor acabarían muertos en el estacionamiento, con las caras llenas de agujeros y los sesos desparramados.

Tu supervisor pasó de inmediato la tarjeta. Los hombres se marcharon tranquilamente con su mercancía.

Al día siguiente presentaste tu renuncia. Necesitabas el trabajo pero no sabías si los tipos aquellos volverían. Más tarde te enteraste de que tu supervisor había hecho lo mismo.

4

Lo tuyo, lo tuyo siempre ha sido el antro. Incluso tu fiesta de XV se celebró, allá a finales de los noventa, en la que era la disco más cool del puerto. Tu papá ya había rentado el Casino Naval y te imaginaba rodeada de chambelanes, con vestido de crinolina, lanzando palomas blancas al techo. Tuviste que encerrarte dos días en tu cuarto y gritar que te matarías si tus amigas te llegaban a ver bailando el vals con un algún naco de la Academia Naval, para que finalmente tu papá accediera a rentar el antro y se olvidara del pastel de tres pisos.

Conoces todos los centros nocturnos del puerto, o al menos todos los que valen la pena. No te importa realmente que en las bocinas truene el pop, el reguetón, el lounge o la salsa; para ti siempre ha sido más importante la convivencia: estar con la gente que quieres y admiras, echar relajo sin tener que abundar en conversaciones aburridas, bailar y beber y reírte hasta el amanecer.

Tu amigo te aconsejó que jamás les dirigieras la palabra ni voltearas a mirarlos siquiera porque ya había pasado, te contó, que en algún otro antro del puerto un grupo de sujetos de las mismas características se prendaban de alguna chica y decidían llevársela, aunque tuvieran que deshacerse del marido o de los pretendientes.

Te gustaba en particular aquel antro de decoración vintage, asientos de terciopelo y arañas de cristal en el techo. Y te gustaba porque era el más costoso del puerto, el más nuevo, el más exclusivo. Únicamente la gente bonita y bien vestida podía ingresar al local; podías ser rubio de ojo azul y hablar francés, pero si llegabas en bermudas y chanclas, bye, no pasabas de la puerta. Era tan pero tan glamuroso que a veces sentías pena de tener que ponerte la misma blusa dos veces, cuando sabías que había chicas que llevaban vestidos de diseñador de 30 mil pesos. Pero una vez adentro te encontrabas con todo el mundo y tus complejos se diluían como el hielo frappé en tu trago de colores.

Por eso te llamó tanto la atención aquel grupo de prietitos pelos necios, vestidos con camisas deportivas y gruesas cadenas, que empezó a acudir los fines de semana al antro. Se veían tan fuera de lugar que todo el mundo se les quedaba viendo de reojo y nadie entendía, al principio, por qué el dueño del lugar se deshacía en caravanas y las ofrecía siempre las mejores mesas, aquellas que ni tus propios amigos lograban reservar. Mucha gente se molestó, y no porque fueran morenos; algunos de tus amigos lo eran y tenían más dinero que los güeros; lo raro era que los tipos aquellos no bailaban ni se divertían. Se la pasaban mirándose las caras mientras bebían como cosacos, en completo silencio. A veces iban acompañados de mujeres; todas te parecían vulgarsísimas, corrientes, incluso con las tremendas joyas que lucían.

Un amigo te contó que los tipos aquellos eran narcos y le creíste: tenían la misma pinta de los que salían en la tele, esposados frente a mesas atascadas de metralletas. Tu amigo te aconsejó que jamás les dirigieras la palabra ni voltearas a mirarlos siquiera porque ya había pasado, te contó, que en algún otro antro del puerto un grupo de sujetos de las mismas características se prendaban de alguna chica y decidían llevársela, aunque tuvieran que deshacerse del marido o de los pretendientes. No le creíste, parecía el argumento de una película chafísima, pero luego tu mamá te contó que aquello realmente le había pasado a la hija de una señora que le había mandado un correo a una amiga suya. Te traía tonta con sus advertencias y consejos bienintencionados cada vez que te arreglabas para salir, y acabaste por prometerle que ya no acudirías a la disco. Pero seguías yendo. Te aburrías horrores en los bares y las fiestas caseras.

La última vez que pusiste un pie en aquel antro fue una noche de sábado para domingo. El lugar reventaba de gente y ruido y de un momento para otro las luces se encendieron y la música se murió en las bocinas. Un grupo de tipos armados había entrado al antro, se dirigieron a una de las mesas y sacaron cargando a un muchachito. Pudiste ver todo lo que le hacían porque el antro tenía grandes ventanales que daban hacia el Boulevard Ávila Camacho, la avenida que recorría toda la costa. Tres camionetas detenían el tráfico de la avenida; cinco sujetos golpeaban por turnos al chico; le sacaron sangre de la cara con las culatas de sus fusiles y después, cuando quedó inconsciente, lo levantaron del suelo y lo arrojaron dentro de una de las camionetas.

En el antro todos tenían cara de espanto, menos los narcos de la mesa junto a la pista. Pensaste en el pobrecito muchacho, tan guapito que se veía. La gente cuchicheaba y muy cerca de tu mesa alguien comenzó a gritar en un radio, decía algo sobre la policía.

Uno de los narcos, un tipo imponente, con el pelo cortado de cepillo, se levantó de su asiento y sin dirigirse a nadie en particular, gritó que “ahí no había pasado nada”.

—¿O qué, alguien vio algo? —reclamó, con los brazos en jarras.

Todos huyeron en estampida. Ni siquiera alcanzaron a pagar las cuentas. Tú ibas llorando. Tenías mucho miedo y no podía creer que la ciudad en que habías nacido se estaba convirtiendo en uno de esos lugares feos que existen en la frontera, en donde no hay dónde salir a divertirse porque a cada rato hay balaceras.

5

© Allan Grant

Te despiertas con el ruido de las metralletas tronando afuera de tu casa. Saltas de la cama y cruzas corriendo el pasillo para entrar al cuarto de tu hijo: yace en su cama, despierto y asustado. Tu esposo se asoma por la ventana de la sala y te grita que te arrojes al piso. Te dice que afuera hay soldados, que van armados, que acaban de agarrar tu auto como parapeto, que apuntan a una camioneta volcada al final de la calle.

No te atreves a abrir la puerta de tu casa hasta bien entrada la mañana. Algunos reporteros tocan el timbre pero no les abres.

Todo aquel mes te ves incapaz de dormir de corrido: cada vez que cierras los ojos vuelves a escuchar el clamor de las balas.

6

Hace tiempo que no paseas por aquel barrio. Hay muchas más casas de las que recordabas, más lujosas que entonces, ahora pintadas de alegres colores y decoradas con molduras de importación y portones blancos. No queda ni rastro del terreno baldío en el que jugabas beisbol y cazabas lagartijas con tus amigos, pero la escuela primaria a la que asististe durante seis años está en el mismo sitio; incluso sigue pintada de blanco, aunque ahora luce más pequeña de lo que recordabas. La puerta de entrada ya no es más una reja de fierro sino un portón de aluminio albo. Detrás de ella escuchas gritos infantiles, risas: supones que es la hora del recreo.

Se te antoja de repente entrar a la escuela y subir a la dirección para saludar a aquella prefecta bajita, de voz atiplada, que te jalaba las orejas con dulzura cuando hablabas demasiado en clase, o a tu maestra de sexto año, la que te dio a leer a Malfalda y te contó lo que realmente había pasado en Tlatelolco, esa mujer morena, de gruesos lentes, que te enseñó a ti y a tus compañeros cómo jugar beisbol sin guantes, al estilo del pequeño pueblo selvático del que provenía. Estás a punto de presionar el timbre cuando recuerdas que no cuentas con mucho tiempo, que sería mejor apresurarte a llegar a la oficina. Permaneces unos minutos más frente al portón y te prometes a ti misma que pasarás después a saludar a tus antiguas maestras. Te das la vuelta para marcharte y entonces reparas en una especie de florero que alguien ha colocado en el borde de la acera, junto a un pequeño árbol que no existía en tus tiempos de escolar. Te acercas a contemplarlo. Las flores que contiene están marchitas pero lucen recientes. Sobre el suelo, desperdigados, yacen los pedazos de una cruz de yeso rota. Te inclinas para mirar los fragmentos; hay letras doradas en ellos. Los acomodas sobre la acera para formar un nombre y una fecha: “Miriam M. Barra. 1974-2010”. Sobre el tronco del árbol descubres un cristo de metal, clavado. Haces la resta correspondiente: Miriam tenía 36 años el día de su muerte, ocurrida en aquella misma esquina; seguramente en un accidente de tráfico. Te marchas del lugar chiflando la canción con la que la radio te despertó aquella mañana.

Te acercas a contemplarlo. Las flores que contiene están marchitas pero lucen recientes. Sobre el suelo, desperdigados, yacen los pedazos de una cruz de yeso rota. Te inclinas para mirar los fragmentos; hay letras doradas en ellos. Los acomodas sobre la acera para formar un nombre y una fecha: “Miriam M. Barra. 1974-2010”. Sobre el tronco del árbol descubres un cristo de metal, clavado.

Pasan dos días. El nombre de Miriam M. Barra se te ha quedado grabado. Te aburres en la oficina; tienes que esperar instrucciones que no llegan y para matar el tiempo decides buscar aquel nombre en el explorador, pero la búsqueda no arroja ningún dato interesante. Decides entonces probar con los nombres de las calles. Tecleas “Invernadero esquina Marte”: la primera entrada que aparece proviene de un periódico en línea y anuncia: “Apareció descuartizada”. La fotografía que acompaña la nota muestra a un grupo de policías vestidos de negro en el proceso de levantar un bulto envuelto en sábanas ensangrentadas, casi frente al portón blanco del colegio. Las notas suponen que el cuerpo pertenece a Nayeli Reyes Santos, empleada del Poder Judicial de la Federación, secuestrada cuatro días antes del hallazgo. Las imágenes abundan: instantáneas de Nayeli en vida (cabello liso, mechas rubias, sonrisa coqueta, rostro afilado) y de su cuerpo mutilado: piernas cortadas a la altura de la ingle, brazos amoratados, separados de un torso apenas cubierto por una camiseta a rayas y una cartulina (“ezto le va a pasar a todoz aquelloz que falten al rezpeto o pongan el dedo a la compañía. Atte Z”) que alguien fijó a la carne con un cuchillo, hundido hasta la empuñadura. Las siguientes notas consignan el reconocimiento del cuerpo por parte de un familiar cercano de Nayeli y la devolución de éste, dos días después, en pleno velorio: los padres de la abogada de 32 años abrieron el ataúd y se percataron de que el cuerpo que lloraban tenía cabello oscuro y rizado y llevaba tatuajes que Nayeli nunca se había hecho.

Te embarga la tristeza. No hay ninguna información que consigne la posterior identificación del cuerpo de Miriam M. Barra, de 36 años, ni la aparición, con vida o sin ella, de la empleada del PJF. Recordaste lo que alguna vez te contó una amiga artista que había trabajado con una embalsamadora: no existen cuerpos femeninos en las facultades de Medicina porque estos siempre terminan por ser rescatados de los anfiteatros, lo que no siempre sucede con los varones. Pensaste en el dolor de la familia de Miriam, en las flores marchitas por el calor pero relativamente recientes en el florero, en la cruz rota sobre la acera. ¿Habrían sido los perpetradores de su homicidio quienes la habían arrojado al suelo para destruirla? ¿O sólo una travesura de los niños de la escuela, un mero accidente?

Los ojos te lagrimean. Te los limpias con coraje: ya no eres una chiquilla y no puedes darte el lujo de llorar por quien no conoces. Recuerdas aquella vez en que la maestra de sexto puso en clase ese video en donde los soldados le disparaban a los estudiantes, allá en la Plaza de las Tres Culturas, y recuerdas también que, aquella misma noche, fuiste incapaz de pegar el ojo pues aún podías escuchar los gritos, los cantos de los muchachos, sus consignas. Diste vueltas bajo tus sábanas de Garfield hasta bien entrada la madrugada; tenías la sensación de que tú eras tan culpable como los soldados, como el presidente con cara de chango que salía gesticulando en el video y al que los estudiantes le mentaban la madre horas antes de caer al suelo, despedazados por las balas.

7

Llevas ya ocho días yaciendo en una camilla en la sala de urgencias del IMSS. Tu tía te cuida. Todos los días te dice que ya en cualquier momento serás trasladado a un hospital en el que podrán coserte el hueco de la espalda, que ahí en Urgencias no pueden hacer nada porque no estás afiliado. Te dice también que el gobernador pregunta a diario por ti y que se ha comprometido a conseguir atención médica y una beca para que puedas terminar de estudiar la secundaria.

Llevas ya ocho días en aquella camilla, bocabajo, con las moscas zumbando en torno a tu cabeza, sin que te suban a piso ni te trasladen. Te medican y ponen sueros, te inyectan todo el tiempo. Antibióticos, sobre todo, para que la herida no se te pudra. La tienes cubierta de gasa y no permiten que te la toques, aunque tú te empeñas en hacerlo y a veces, cuando tu tía no te vigila, cuando las enfermeras se marchan a atender a los pacientes, te retuerces para llevarte una mano a la espalda y sentir el hueco que la bala expansiva te dejó a la altura de la paletilla.

—Cinco centímetros más adentro y no la cuentas —te dijo el médico.

El dolor aumenta durante la noche, cuando los medicamentos reducen su efecto y el silencio del hospital te recuerda que tu madre está muerta, que la mataron las mismas balas que te hirieron cuando viajaban en un taxi por la calle La Fragua, hace ocho días.

Y entonces lloras, aunque tu tía esté contigo, aunque te acaricie la cabeza y te pida que no lo hagas, que tu mami se pondría más triste de verte sufrir tanto. Lloras porque tú fuiste el de la idea de ir a cenar tortas después del concierto de la Arrolladora Banda Limón en el Auditorio Benito Juárez, porque fuiste tú el que eligió el carro que se atravesaría en el medio de la balacera.

Y ni siquiera pudiste ir al velorio, ni siquiera pudiste llevarle flores y pedirle disculpas. Por eso lloras, porque todo es tu culpa. ®

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Publicado en: Abril 2011, Destacados, El sureste mexicano

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