Su majestad Púrpura

Sobre Purple Rain de Prince and The Revolution

Karenna, niña de doce años, hija de un senador demócrata llamado Al Gore y una señora metiche llamada Tipper, escuchaba “Darling Nikki”, un delirio carnal cárdeno, sin saber que su madre escuchaba detrás de la puerta.

Prince

Mamá te lo juro, la lluvia que cayó sobre mí no fue dorada, sino púrpura.

La congregación está sentada, la misa está por empezar. El órgano anuncia ya la venida, se abre el micrófono y el predicador empieza a hablar. Su sermón habla de las virtudes de la vida después de la muerte, pero como de nada de eso podemos estar seguros, la congregación es invitada a conducirse por el camino de la perdición, porque la vida es difícil y el elevador insiste en llevarte al hoyo: “Let’s go crazy, Let’s get nuts”. Peculiar iglesia la de su púrpura majestad Prince. La que hace a los hombres ponerse tacones siendo bien machos, tocar riffs muy rockeros en la más deliciosa densidad pop y escandaliza a las madres, haciéndolas congregarse para poner etiquetas de advertencia en los discos e intentar sacar a sus hijos de los torcidos renglones del Rock and Roll.

Prince Rogers Nelson (su nombre real, según los papeles) encontró en la música la salvación a ese hoyo en el que su numerosa familia lo quería sepultar. Siendo uno de los nueve hijos de una familia típicamente disfuncional, no había mejor opción que refugiarse en el sótano de la casa al cuidado del viejo piano de su padre, pianista local de una banda de jazz, y la colección secreta de novelas porno de su madre. Allí la música se convirtió en algo más que un consuelo y pronto el joven Rogers empezó a tocar distintos instrumentos, experimentó con grabadoras caseras simulando futuras sesiones de estudio, recicló todas aquellas cosas emocionantes y peligrosas de la música disco, soul, funk, rock y R&B, además de que concibió el mito fantástico de convertirse en un príncipe soberano absoluto de su propio mundo, que sólo delegaba el poder ante las carnes de las jugosas hembras de su corte y aplastaba a todo aquel que lo contradijera con los veinte centímetros de su zapatos de tacón.

Tales sonidos e ideas no podían quedarse guardados en ese sótano. Para lograr subir hacia la superficie el soberano sin nobleza tuvo que pasar varias historias dignas de almanaques de vidas de éxito y superación personal que alcanzarían la conclusión por todos esperada: un contrato de seis cifras con la Warner Brothers que incluía absoluto control creativo por parte del artista apenas conocido como Prince.

Su majestad púrpura apareció casi como un espacio de transición entre décadas con su ambigua imagen, virtuosismo musical enfundado en pop que arriesga y sus letras absolutamente plagadas de sexualidad ilícita. Su éxito era módico pero iba creciendo, porque representaba en el ya conservador principio de la década de los ochenta todo aquello que la sociedad quería guardar en el desván tras su fervoroso y caduco verano del amor.

Su majestad púrpura apareció casi como un espacio de transición entre décadas con su ambigua imagen, virtuosismo musical enfundado en pop que arriesga y sus letras absolutamente plagadas de sexualidad ilícita.

Pero las cosas en el reino no marchaban del todo bien, pues el príncipe resultó ser un artista conflictivo para una compañía grande como Warner, porque si bien su estilo musical era accesible y potable para la radio, sus letras impedían programarlo. Algunos críticos, escandalizados en su afán represor, denominaban a sus letras “confesiones freudianas” y aunque sus fans crecían día a día por la promoción de boca a boca que se le hacia, la compañía necesitaba algo más. Por ello, en una táctica económica y publicitaria se le ofreció un paso a la gloria añorado hasta por el más radical artista (véase Eminem): hacerle una película, sobre la que obviamente conservaría toda su libertad creativa, tanto en la realización fílmica como musical.

Así, en el mítico año de 1984, año de los Olímpicos en la ciudad de los ángeles, la aparición de la primera Mac y la Reagan-economía en pleno, las pantallas de cine, televisión y el radio se vieron invadidas por el fenómeno Purple Rain.

Un brillante publicista de la Warner, absolutamente ciego y sordomudo, la anunció como la Citizen Kane del rock. Publicidad que si bien dista de ser cierta, a la Warner Brothers le resultó como la fórmula mágica para convertir almendras en oro, pues tras alcanzar los sitios más altos en taquilla, venta de discos, popularidad y no digamos MTV, la compañía entró en tal bonanza que todas sus divisiones crecieron exponencialmente.

Semejante exposición no hizo a su púrpura majestad sepultar su mente sucia en el desván y tanto la versión fílmica como el disco compartían una clasificación R. A pesar de ello cayó en las manos más inconvenientes tras el enorme éxito alcanzado, pues Karenna, niña de doce años, hija de un senador demócrata llamado Al Gore y una señora metiche llamada Tipper, escuchaba “Darling Nikki”, un delirio carnal cárdeno, sin saber que su madre escuchaba detrás de la puerta. La progenitora aterrada por todas aquellas cosas que el sexo entre conservadores no practica y afligida ante los efectos que semejante ruido podría tener en el desempeño sexual de su hija, decidió no sólo tirarle el disco a la basura, sino en su poder de esposa desesperada con poder, comenzó una cruzada de padres igualmente aterrados por los mundos posibles que escuchaban sus hijos en los discos.

Así fue como surgió el Parents Resource Music Centre o PMRC, instaurando algunos minutos de controversia sobre el contenido vicioso que contenían los discos, posibles corruptores de una infancia sólo adulterada por el azúcar y la grasa, que obligó a la industria musical a colocar etiquetas de advertencia en los discos, cual si se tratara de productos nocivos para la salud o sustancias inflamables.

Y quizás lo son, pero sin ellos la vida sería un tanto más blanda de lo que ya es.

Habrá que agradecerle al reverendo, su majestad púrpura, por iluminarnos el camino hacia la perdición, quien indiferente a la revuelta que levantó su querida Nikki prosiguió con su carrera, avivando su fuego con la droga más potente y alucinatoria: verse a sí mismo en el espejo. ®

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Publicado en: Aquí no es aquí, Mayo 2011

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