No tengo nada en contra de los muertos. De hecho, tengo muy poco que hablar de ellos. Jamás he visto uno. Tal vez habría visto uno de haber puesto atención, pero no lo vi. Ahora repito la escena en mi cabeza y pongo al muerto en donde debió haber estado. Pongo una mancha difuminada exactamente en donde no lo recuerdo. Y ahora veo a ese muerto todo el tiempo, en ese lugar donde estuvo y no me di cuenta. A veces, cuando se me atraviesa un tramo de pasto más alto que el resto, imagino que voy caminando sobre un cuerpo accidentalmente enterrado justo debajo de mis pies. Pienso en un pobre incógnito que cayó muerto en cualquier lugar y pienso también en alguien que tuvo la delicadeza de venir a enterrarlo en mi jardín para hacerme tropezar todas las veces que pase sobre él.
No tengo nada en contra de los muertos cuando de verdad se mueren, pero sí hay algo de molesto en esos muertos que reaparecen todo el tiempo, como el bulto en el pasto de mi jardín o como la mancha patética que deja el refrigerador cuando ya no está. Hablo de esos muertos reciclables que por alguna razón jamás se desintegran y regresan a asegurar su sitio en todos los momentos en los que puedan ser remembrados. Este tipo de muertos casi siempre deciden materializarse en la misma figura: un tipo barbado que usa bata y tiene muchos amigos. Las versiones cambian dependiendo de la época y de su lugar de origen. Está la versión cubana, la versión inglesa, la edición especial de Medio Oriente, el ejemplar chiapaneco, la adaptación gringa en su modalidad grunge y así se siguen hasta agotar existencias. En algunos casos la bata se vende por separado.
Una mañana escuché en la radio: “¡Feliz cumpleaños, John Lennon!” En ese instante vi resucitar (de nuevo) a ese cadáver todavía en cama, con la misma bata y las mismas barbas. La locutora claramente poseída, continuó: “Estoy segura John, de que si vivieras ahora seguirías luchando incansablemente por el amor y la paz”. Entonces empecé a oler su peste a todo volumen. Volví a ver a ese John insoportablemente inmortal que siempre estará protestando desde su cama, ante un mundo que ya no es el mismo, atrapado en un loop eterno que se ha convertido en un himno ciego, y gastado: “All we are saying is give peace a chance”.
Yo no estaba cuando ese gordito lector de The Catcher In The Rye mató a Lennon. Yo no estaba, pero puedo imaginar la historia tal y como imagino la mancha de mi muerto que no vi, pero que ahí está. “Bang” “Bang” “Bang” “Bang” “Bang”. Otro muerto. No puedo dejar de pensar en la posibilidad de que ese gordito, de haber sido un poco menos imbécil, hubiera pensado que a balazos le regalaría al Beatle la vida del ídolo incorruptible: El mártir. Y de haber evitado esa interrupción del curso natural del tiempo ahora veríamos a un tipo viejo, cansado, consumido por la violencia de su adolescencia prolongada y completamente indigno de nuestra atención, o tal vez sería un tipo admirable, pero no una versión de Cristo con garantía de por vida en región 4 y con olor a pachuli.
“¡Feliz cumpleaños!” Pensé que no todo el mundo sería tan idiota como la locutora de radio que seguía pidiendo a los escuchas que llamaran por teléfono a la cabina para emitir su mensaje de felicitación, pero las felicitaciones a John Lennon continuaron durante todo el fin de semana.
Supongo que así funciona la industria: te venden al muerto reeditado y en edición limitada todas las veces que pueden verte la cara. No tengo nada en contra de los muertos, pero cuando traigo un montón de cuerpos pudriéndose colgados de mi espalda empiezan a cansarme. ®
Texto publicado originalmente en el libro Los muertos, de Mantarraya Ediciones, México: 2010.