Jackie Gutiérrez llevó su beisbol alegre y caribeño a una ciudad en la que la integración racial era un sueño aplazado, y mientras esperaba para jugar con los Medias Rojas militó en sus sucursales entre 1978 y 1983.
Una bola lanzada a ciento cuarenta kilómetros por hora sale del brazo del pitcher de los Indians la tarde del 30 de septiembre de 1983, en Cleveland, y al otro lado Jackie Gutiérrez está empuñando un bate con la misma determinación con la que ha empuñado en Cartagena un palo de escoba. Pero aunque la bola parece destinada a romperle la frente en pedazos finalmente silba sobre su cabeza, le saca viruta a la curva de su afro y va a parar a manos del cátcher de los Indians. Casi treinta años después, Gutiérrez mantiene su apariencia congelada: el bigotito gris recortado sobre las comisuras de los labios, la ropa deportiva y una gorra de pelotero que se quita para saludar. En el living vacío de su casa de Manga, pasándose una palma XL por la cabeza calva y desnuda, piensa un momento y después habla con una voz grave, llena de respeto por su propia vida. “Era un Pitcher zurdo”, dice. “Me tiró la bola a la cabeza pa asustarme, pero yo puse el bate duro en el home y me dije pa adentro: Tanto tiempo esperando pa pararme aquí y me vas a venir a asustar”.
Aquella tarde Jackie cargaba encima con un pronóstico malicioso y provinciano sobre la proyección de su carrera. Había firmado con los Medias Rojas de Boston a los diecisiete años sin haber jugado en primera categoría, pero antes de eso un par de scouts habían rechazado su fichaje porque su cuerpo se negaba a ganar masa, algo difícil de imaginar frente a este tipo inmenso que se rasca la calva con largos y curvos dedos que tiemblan. Su sueño infantil de Grandes Ligas chocó con obstáculos desde temprano: colombianos que no querían la emigración de sus peloteros y se cagaban en su futuro; gente malaleche y habladora que decía que no duraría más de un mes o que era capaz de pararle la salida del pasaporte por negligencia o envidia. Esos enemigos fantasmales estaban encarnados, el 30 de septiembre de 1983, en un gringo de más de cien kilos que preparaba su brazo para sacar una pelota a ciento cuarenta kilómetros por hora dirigida, cada vez, a su cabeza. La historia del beisbol dirá que esa bola salió curva, que Joaquín Gutiérrez (tercer colombiano en la historia en llegar a la máxima competencia del beisbol mundial) bateó un hit en su primer turno al home y corrió a primera base. Pero no registrará que en las gradas el periodista Eugenio Baena era uno de los únicos dos cartageneros presentes, ni que la cabeza de Jackie estaba aturdida por recuerdos de su tierra. “La saqué entre tercera y el short”, dice Gutiérrez, “y estaba tan emocionado que Mike Hargrove, el primera base de Cleveland, me tiró la bola y me dijo: Jackie, es tuya, y no la pude coger. Pensaba en Cartagena y en mi padre que no estaba ahí, entonces dejé caer la bola, no pude agarrarla. Es tuya, me dijo Hargrove de nuevo, y yo la cogí finalmente y la tiré al dogáu”.
Vista desde el avión en el inicio del descenso, la Cartagena miniaturizada por la altura no muestra ni el mar prometido ni campos de fútbol, y en cambio saltan a la vista las tortas blancas de las refinerías y unos pobres diamantes de beisbol sembrados entre casas de una planta. “Es que ésta es tierra de pelota caliente”, me dicen al paso, y parece cierto. En las calles las mujeres usan gorras de los Yankees y hay afrocolombianos que caminan con camisetas de los Medias Rojas y los Celtics, aunque escucho insistentemente que el deporte rey de Cartagena está cediendo terreno frente al poder global de la pelota única.
De hecho, los campos de niños que voy encontrando a mi paso están en ruinas, y el poema a la bola plantado en el frente de la asociación Bolívar de Béisbol ha sido mutilado por el desmoronamiento de la pared. Cuando llego al entrenamiento de la selección preinfantil departamental, en el campo de Martínez Martelo, los niños peloteros están vivando al ídolo colombiano que tiene a Europa entre sus manos: en la pantalla de un televisor, Falcao gana la Europa League y los peladitos gritan, mientras Sixto Martínez (un dominicano gigantesco enviado por grandes ligas para corregir diamantes en bruto) los arría hacia el terreno. Pero en la práctica se respira ese clima marcial de precisión y órdenes cortadas que siempre acompaña al deporte profesional, y queda claro que los niños (y los padres, y Sixto Martínez) se toman bastante más en serio esta vaina que a Falcao. Es claro que hay algo vivo en el beisbol cartagenero, y eso vivo se nutre del sueño de Grandes Ligas.
Aquella tarde Jackie cargaba encima con un pronóstico malicioso y provinciano sobre la proyección de su carrera. Había firmado con los Medias Rojas de Boston a los diecisiete años sin haber jugado en primera categoría, pero antes de eso un par de scouts habían rechazado su fichaje porque su cuerpo se negaba a ganar masa, algo difícil de imaginar frente a este tipo inmenso que se rasca la calva con largos y curvos dedos que tiemblan.
Más tarde, en Manga, mientras su diminuta mujer evangelista entra, sale, atiende su teléfono y dirige la operación de la comida en un segundo plano, mientras los inquilinos de la planta alta lo saludan con reverencia y Jackie me dice por lo bajo que no le preste atención a su inquilina más vieja, porque tiene Alzheimer, veo el final de ese camino de sueños en un cuadro sobre la pared: un collage de figuritas de peloteros estrellado de firmas gloriosas. “Es una foto de los Medias Rojas de 1985”, dice Jackie con su acento empastado del Caribe mientras un dedo tembloroso se apoya en el vidrio. “Este es Roger Clemens, famoso; éste es Hall de la Fama Jim Rice; Tony Armas, venezolano, buen jugador. Y éste es mi persona, aquí está mi persona, y aquí está mi persona”. Tardo en entender, pero finalmente me doy cuenta de que Jackie usa la tercera persona como una forma de modestia, y que esa figura fotografiada tres veces y limpia de restos africanos es el mismo Gutiérrez.
Casi blanco en las fotos, Gutiérrez llevó su beisbol alegre y caribeño a una ciudad en la que la integración racial era un sueño aplazado, y mientras esperaba para jugar con los Medias Rojas militó en sus sucursales entre 1978 y 1983. Pero en el 81, su temple y su talento (“Tenía el brazo firme, era mejor que Rentería”, grita Baena en la terracita de Radio Caracol) iban a tener una prueba de fuego contra la intolerancia blanca. En un entrenamiento en Winston Salem, un tal Mark Baum le arrojó a propósito una bola que le hizo añicos la mandíbula. A Jackie el pelotazo lo mandó a comer con pitillo en el hospital por unos meses, pero no lo tumbó. En el entrenamiento de la selección preinfantil en Martínez Martelo, un par de bolazos que se escapan y que rozan la cámara del fotógrafo y estallan violentamente contra las alambradas me obligan a recordar la velocidad a la que tira un pelotero profesional de grandes ligas: 140 kilómetros por hora. “Me ha podido matar si se me zafa el casco, me ha podido pegar en la mente”, ha dicho Jackie.
Pero aquel bolazo “de maldad” no lo mató, y tampoco lo tumbaron las esquelas de los bostonianos que llegaban anónimamente a los camarines de los Medias Rojas y le sugerían un rápido regreso a Colombia. Y sin embargo, cuando los Medias Rojas ganaron la serie mundial de 1986, Gutiérrez estaba jugando con los Orioles de Baltimore porque algo había decidido que su carrera en Grandes Ligas empezara a agrietarse temprano. Ahora, Jackie intenta dejar las manos firmes sobre los apoyabrazos de las sillas. Y uno, que apenas se ha asomado a los misterios y al sabor del beisbol, no puede dejar de preguntarse en qué momento se jodió Jackie Gutiérrez.
Un taxista me dice que el pelao era bueno, que chiflaba y cantaba como un canario en los juegos, que los volvía loco a los gringos. Pero que él ha visto pelaos en campo abierto que humillarían a los jugadores de grandes ligas. “Dairo Coronel: mi compadre. ¿Sabes como le dicen? El Hombre Araña. ¡Una elasticidad…! En esos campos había puros pelaos buenos”. Escucho de su boca otro rumor que se repite en cada esquina: a los beisbolistas costeños los mata el trago. Dairo Coronel (en Beisbol Reference confirmo su militancia en ligas menores) era el Hombre Araña, pero mezclado con Hancock, el superhéroe alcohólico interpretado en el cine por el moreno Will Smith.
Jackie me dice que su problema con el trago empezó después de una lesión en la rodilla, una tendinitis, en el 85. La lesión lo hizo viajar a Colombia para atenderse con un acupunturista, y a su regreso todo parecía estar bien, pero había indefiniciones, plazos inciertos, y todo era hielo, hielo, hielo, y nadie decía nada de jugar. Vivía con Al Nipper, un pitcher de Missouri que después fue manager de los Medias Rojas, y no tenía intérprete, y se manejaba con un inglés rudimentario y callejero en el que las palabras se deformaban y se volvían cualquier otra cosa. La tarde en la que volvió a jugar, en 1985, un “rolin” le pasó al lado y sintió que hubiera podido tropezar la bola, pero la bola siguió al fondo por culpa de un latigazo de dolor en el costado de la rodilla. “No creo que nadie se haya dado cuenta, pero yo sí, y no me gustó. Y entonces vino la contratación para República Dominicana con la pierna arrastrando, y después Venezuela estuvo todavía peor”. Gutiérrez jugó en grandes ligas dos años más con Baltimore y un año con Phillies, pero en 1988 quedó libre y firmó con los Medias Rojas para volver a Pawtucket, el equipo de triple A de la organización de Boston. “Ellos me dieron la oportunidad de volver en el 89, y el periódico Boston Globe tituló: ‘Jackie a cuarenta y cinco minutos de Fenway Park’, porque ‘Potoque’ quedaba a eso del estadio. Pero no se me dieron las cosas. No puse buenos números tampoco, y esto además de un deporte es un negocio. Y tenía problemas con la madre de mi hijo acá en Colombia. Y estaba la vaina del trago: no esperaba que terminaran los juegos para tomar cerveza, y eso me trajo problemas de salud”.
Baena, que se considera el padrino periodístico de Jackie, no recuerda el regreso de Gutiérrez a Pawtucket ni el titular del Boston Globe. Estamos sentados en un piso once, y desde aquí Cartagena parece una postal: abajo, a un tiro de piedra, la variada paleta ocre de la ciudad antigua; hacia allá las tenazas de las altas urbanizaciones modernas y blancas que cierran la bahía y resplandecen al sol. “Ese desarrollo urbano mal planificado mató al beisbol en Cartagena”, me dice Baena. Los edificios se devoraron los campos, y hoy en día un chico de dieciséis años sólo puede practicar el deporte en el estadio 11 de noviembre. Pero también los costos de los útiles están matando al béisbol de Cartagena, y el poder de la FIFA y el influjo de la publicidad, y la distancia entre el beisbol local y el de Grandes Ligas. Los profesionales americanos se han retirado a una distancia olímpica, y la asistencia al 11 de noviembre (que suele estar por debajo de las 200 personas con entradas casi regaladas) es un efecto directo. “La gente puede ver jugar a Falcao con la Selección Colombia en el campo de fútbol, o ver al Real Cartagena jugar con el Real Mallorca de España, que juega en la misma liga que Messi y Ronaldo, pero no puede ver a un Grandes Ligas jugar aquí y por eso no va al estadio”, dice Baena, que ha vivido el proceso con dolor.
Para volver a la historia de Gutiérrez le pregunto si es cierto que el trago se come a los jugadores costeños en las Grandes Ligas, si es eso lo que pasó con Jackie, pero él responde que eso es un invento de la gente. Que Édgar Rentería y Orlando Cabrera son profesionales inobjetables, que viven para el Beisbol, y que el Jackie nunca tuvo problemas graves con el alcohol. Recuerdo ahora un par de anécdotas relatadas por el propio Gutiérrez que confirman las ideas de Baena: su desprecio tenso por las habladurías sobre su falta de experiencia al firmar con los Medias Rojas; su hambrienta ojeada de las revistas en las que se hablaba del panameño Rod Carew, que también había firmado en juegos intercolegiales y militaba en Grandes Ligas. “Yo no decía nada y entrenaba fuerte, y me decía que si Roncaró lo había logrado y tenía dos brazos y dos piernas, por qué no lo iba a lograr yo que era lo mismo”. En el barrio de Amberes, el día de la firma del primer contrato en 1978, los agentes le preguntaron a la madre de Jackie si estaba de acuerdo con que su hijo viajara a los Estados Unidos: “Mi madre les dijo: Ya eso se le metió a él en la cabeza, espera a ver cómo sale de ahí”. Me cuesta creer que esa historia de determinación y disciplina obsesiva sumada a su bestial talento haya tambaleado solamente a causa de los bares latinos de Pawtucket.
Jackie me dice que su problema con el trago empezó después de una lesión en la rodilla, una tendinitis, en el 85. La lesión lo hizo viajar a Colombia para atenderse con un acupunturista, y a su regreso todo parecía estar bien, pero había indefiniciones, plazos inciertos, y todo era hielo, hielo, hielo, y nadie decía nada de jugar.
Entonces, cuando casi me estoy yendo de la terraza de Caracol, Eugenio Baena hace un recuento veloz de algunos números de Gutiérrez (quien integra el equipo ideal de novatos del 84 en Grandes Ligas) y concluye que un talento así sólo puede ser frustrado por una debilidad interna, una grieta profunda. “El del Jackie es un caso atípico”, dice cambiando los ademanes ampulosos por un gesto de reserva. “Era maníaco depresivo. Con decirte: era tan fuerte su problema que cuando estaba así, me odiaba, odiaba hasta a sus amigos”. Baena compone un par de escenas al azar: Jackie llorando en los pasillos de los hoteles, echando a los periodistas a los gritos, cobrando una fuerza incontrolable. Algunas parecen exageraciones novelescas: Jackie desnudo frente a la estatua de Bolívar en Venezuela, por ejemplo. Finalmente, Baena cuenta que parte de lo que complicó su participación en Baltimore fue un incidente en un avión: Cal Ricken Jr. dijo algo que a Jackie le sonó digno de una respuesta intensa; acto seguido, Gutiérrez le puso al futuro Hall de la Fama un tenedor en el cuello. “Ninguna de sus lesiones fue determinante en su carrera”, me dice Baena para cerrar su enfoque, y eso casi me devuelve a un punto muerto.
En la calle, en mi despedida de Cartagena y a pesar de diagnósticos varios, la ciudad sigue hablando de beisbol. Wilson, un loco que encuentro en un parque (descalzo, los pantalones rotos) tiene puesta una casaca de un equipo de Denver que le llovió del cielo, lo que quizás sea una elocuente muestra de que el beisbol vive: produce deshechos. Julio Teherán baja de nuevo a triple A después de dos juegos y la gente en las calles se preocupa, pero la selección Bolívar de infantiles gana el campeonato nacional y me imagino los sueños de esos chicos por llegar a donde estuvo una vez Jackie, donde ahora está Teherán. En la grabación de nuestra entrevista, Jackie Gutiérrez me cuenta al oído con su grave voz de hombre grande que su vida fue la de un trotamundos del beisbol: Dominicana, Venezuela, Italia, Taiwán. Es cómico imaginarlo en ese tenue fracaso que relata con disgusto, perdido en las calles de Taipei sin intérprete y haciéndose entender con “tarjeticas” escritas en inglés. Es triste saber que eso sustituyó al sueño glorioso de una Serie Mundial.
Retrocedo la grabación al principio y escucho la voz de Gutiérrez diciendo que su padre fue uno de los primeros atletas que Colombia llevó a una Olimpíada, en Berlín 36. “Mi hermano corrió cien metros planos en Tokio 42, y tuvo un récord aquí que duró por mucho tiempo para romperlo. Récord nacional, duró muchos años en mi gente, porque nadie lo podía superar”. Parece una epifanía, pero también parece un exceso de interpretación. Me imagino la presión de la genealogía, la obligación de perfección haciendo un hueco adentro. “Yo pensaba en Cartagena”, me dice la voz grabada de Gutiérrez, “en que no estaba mi papá”. Dice Borges que cualquier destino, por largo que sea, consta de un solo momento: el momento en que un hombre sabe para siempre quién es. ¿Qué supo sobre sí mismo Jackie Gutiérrez la tarde del 30 de setiembre de 1983? ¿Quién era? ¿El novato que bateó un hit en su primer turno al home o el que dejó caer la bola que le pertenecía, envarado por la emoción, por la soledad y el peso de un deber familiar?
En el audio siguen quedando pedazos de Jackie: su respeto intacto por Boston, la ciudad que le dio las Grandes Ligas y le inutilizó una parte de la cara. Su orgullo por los deportistas latinos, y en particular por el peladito Teherán. “Siento nostalgia, pero tengo que ser realista: todo se acaba, aunque sé que si yo hubiera jugado hoy habría estado doce o trece años en grandes ligas”, dice Jackie en la grabación. En mi recuerdo su cuerpo tiembla, confirmando el rumor popular de una dolencia incurable. Sintiendo la obstinada energía de sus deseos campeando en la voz, pienso que para él la realidad (bajo la forma de una casa modesta y un ejército femenino que lo atiende y vela por su comida, su teléfono y sus pocas entrevistas) es solamente una incomodidad ajena, y que en algún rincón de su cabeza la vida se detuvo en un punto en el que la gloria todavía estaba a cuarenta y cinco minutos. ®