Caicedo no escribió este libro tal como existe y acaso no lo concibió, al menos de manera consciente, pero es su libro. No se sentó a escribir Mi cuerpo es una celda. Simplemente se sentó todos los días a escribir lo que fuera. Todo lo que está en el libro ha sido escrito por Caicedo.
“Me gusta que la gente piense que ya estoy acabado, para que reciban de tanto en tanto la sorpresita”, escribió el escritor y cinéfilo colombiano Andrés Caicedo, quien está de regreso al mundo. El 4 de marzo de 1977, a los 25 años de edad, murió sobre su máquina de escribir, después de recibir por correo el primer ejemplar de !Que viva la música!, su primer libro publicado, y luego de recetarse 60 seconales. Pero ahora, desde 2008, como en una cinta clase B, nos da la sorpresita de volver, para finalmente ser reconocido fuera de su país a través de Mi cuerpo es una celda, suerte de documental filmado con tinta y letras por el escritor y cineasta chileno Alberto Fuguet.
Mi cuerpo es una celda (Editorial Norma, 2008), después de presentarsedíasantes en Chile y Colombia, se presentó en la Feria Internacional del Libro de Guadalajara 2008. Se trata de una autobiografía, de un testimonio de puño y letra de Caicedo, bajo los créditos de dirección y montaje de Fuguet, quien en el making of explica: “Caicedo no escribió este libro tal como existe y acaso no lo concibió, al menos de manera consciente, pero es su libro. No se sentó a escribir Mi cuerpo es una celda. Simplemente se sentó todos los días a escribir lo que fuera. Todo lo que está en el libro ha sido escrito por Caicedo. El material base fueron cartas, trozos de papel, diarios a medio terminar, libretas, cuadernos argollados, críticas de cine, artículos de prensa y ‘escritos’”.
A partir de este magma, Fuguet esculpe un conmovedor testimonio en primera persona (la de Caicedo), que al tiempo que nos muestra su vitalidad y pasión por la literatura y el cine, se desgarra y fisura irremediablemente como existencia, en la soledad, en la incomprensión, en la necesidad de conectar con el mundo, pero en la conciencia de su imposibilidad. Caicedo, igual que le pasaba con el baile de la salsa, quería pero no podía: “He soñado que muchas mujeres me asedian, que quieren bajarme los pantalones y yo nunca me dejo: aterrado ante la idea de que encuentren, allí donde esperan vigor, tiesura, un pedazo de músculo flácido porque se encuentra desencantado con el mundo, porque él mismo ya no quiere darse gusto de vida, sino que viene buscando la muerte”.
El mérito de Fuguet radica no en la simple recopilación y el armado de textos, sino en comprender y enfocar la sensibilidad de Caicedo para llevar las premisas: un chico cinéfilo y suicida, de pelo largo y gafas onderas, tartamudo y fiestero, hasta el encuadre de un personaje profundo y empático que despierta en el lector la ansiedad de abrazarlo y, quizás, protegerlo en su caída, para contribuir a una salvación que, por lo demás, nunca llega.
El narrador chileno muestra sus dotes de director y usa diversas tomas y planos para encontrar detalles y matices entrañables en Caicedo: lo leemos, por ejemplo, en poemas, posts, ensayos, crónicas, críticas, contemplando su ciudad, su río, intentando, sin éxito, vender un guión en Estados Unidos, dialogando por carta muchas veces sobre la cultura pop, su familia o, simplemente, tirado durante una hora en el suelo de su habitación, en silencio y completa oscuridad. De lo anterior puede deducirse que la estructura de Mi cuerpo es una celda es sólida, pero ágil, imaginativa, de lectura rápida y con punch.
Buscando figuras paternas
“Hasta hace unos años yo no tenía idea de quién era Andrés Caicedo”, confiesa en entrevista Alberto Fuguet. “Y es más: no sabía, siquiera, con todo respeto a los caleños, que existía una ciudad llamada Cali. Por supuesto, como buen sudamericano u hombre del mundo levemente culto, sabía que en Colombia sólo había dos ciudades: Bogotá, que según mi conocimiento tenía muy buenas revistas y muy buenas librerías, y Macondo, un lugar a donde yo esperaba nunca ir”.
Hasta que él y una serie de narradores, entre ellos el boliviano Edmundo Paz Soldán y el argentino Rodrigo Fresán, que en diversos países latinoamericanos tampoco encontraban padres literarios en español, en los noventa contrapunteó el establishment con una propuesta más urbana y realista, virtual y no mágica. Hasta que el mítico Macondo se magulló ante el McOndo en el que se vive día a día.
Desde que irrumpió en el panorama de las letras con sus libros Sobredosis, Mala onda y Por favor, rebobinar y la edición de las antologías Cuentos con Walkman, McOndo y Se habla español, Fuguet cuestionaba: “¿Hasta cuándo todo lo que se escribe en América Latina será sobre pueblos rurales, folclor, lo ocurrido hace decenas o centenas de años; cómo puedo identificarme con un personaje que pase lo que pase puede morir y resucitar, con una abuela voladora, o con un sitio donde los tucanes hablan?”
Hasta que él y una serie de narradores, entre ellos el boliviano Edmundo Paz Soldán y el argentino Rodrigo Fresán, que en diversos países latinoamericanos tampoco encontraban padres literarios en español, en los noventa contrapunteó el establishment con una propuesta más urbana y realista, virtual y no mágica. Hasta que el mítico Macondo se magulló ante el McOndo en el que se vive día a día.
Sobre ello, explica Fuguet: “A diferencia de muchos jóvenes de antes, yo nunca quise asesinar padres ni abuelos. Al revés: como muchos otros jóvenes de hoy, siempre he tenido el serio problema de querer tener padres. Un tanto porque mis papás se separaron, siempre he tenido este rollo de querer buscar figuras paternas, sobre todo literarias. Pero nunca encontraba en castellano. Y las que más se acercaban a ello era gente levemente mirada en menos, por distintos motivos. Uno llamado Mario Vargas Llosa, de quien siempre hablaban como un político, aunque yo pensaba: Sí, pero miren cómo escribe. Y después tipos como Manuel Puig o Guillermo Cabrera Infante. Pero, claramente, tenían una sensibilidad distinta a la mía. Escribían, por ejemplo, de la cultura pop y el cine, pero no era el cine que yo conocía. Sabía que Rita Hayworth había sido una mujer muy guapa, pero para mi momento era una señora en un asilo de ancianas, digamos. No conectaba tanto con ellos. Respetaba, sentía que Manuel Puig era de los míos, pero no era exactamente un hermano: era una persona mayor”.
El hermano, el par
En ese contexto es que Alberto Fuguet conoce a Andrés Caicedo y Mi cuerpo es una celda puede considerarse fruto de ese encuentro epifánico. El chileno supo de Caicedo en 2000, en Lima, pues en la librería La Casa Verde, mientras hacía hora para abordar un vuelo de regreso a Santiago, encontró su libro Ojo al cine: “De inmediato, comencé a ponerme rígido porque me di cuenta de que era un buen libro, gordo, actual y muy cinéfilo. Le pregunto a la chica de la tienda cuánto cuesta. Me dice una cifra. Casi 120 dólares. Puta, nada barato. Vuelvo al libro. Veo los datos del autor: 25 años, colombiano, y empiezo a hojear: James Dean, Roger Corman, Taxi Driver, películas de terror, cosas muy actuales, y digo: Qué es esto. De dónde salió. Compro el libro, me voy al aeropuerto, me subo al avión, son tres horas a Santiago, y aterrizo otra persona. Fascinado, me encuentro con el hermano que siempre anduve buscando, con el par, con el tipo que yo sentía que me hacía falta para haber sido menos atacado, alguien que me habría podido proteger, que me habría podido decir Tú también puedes escribir de esto, no está mal escuchar música en inglés, no eres un traidor por escuchar a Radiohead o a The Rolling Stones, en vez de escuchar rancheras: tú puedes ser chileno o peruano, ecuatoriano, colombiano o mexicano, ver películas extranjeras y, sin embargo, procesarlas localmente”.
“Ése fue el lado por el que me llegó la fascinación”, confiesa Alberto Fuguet. “Después, también pensé: ¿por qué no lo conocí antes? ¿Por qué nadie me contó de él? ¿Dónde estaba él cuando yo lo necesitaba? ¿Por qué no conocí a Andrés Caicedo y sí a los tipos que decían que yo los rondaba y trataba de robarles libros: por qué ellos nunca me hablaron de ese chico que se había matado en 1977?”
El Kurt Cobain colombiano
Fuguet, también autor de libros como Tinta roja, Las películas de mi vida, Cortos, Apuntes autistas, Missing y Aeropuertos, y director de los largometrajes Se arrienda, Velódromo y Música campesina, afirma que “Caicedo es un escritor que puede viajar: su lenguaje, sobre todo en sus textos de no ficción, no es tan difícil o raro o colombiano como la gente podría pensar, sino el de un autor contemporáneo, moderno y nuevo, que puede viajar también a otros idiomas. Creo, por ejemplo, que Caicedo sería un personaje en Japón y podría matar.
”En Colombia, para los adolescentes es Dios. Es el Kurt Cobain, de lejos. Independientemente de que han robado varias veces la lápida de su tumba, en 2007 las filas en la Feria de Bogotá para poder acceder a uno de sus libros fueron un fenómeno que se da más bien en los recitales de rock. Declaro que yo respeto mucho el fenómeno de !Que viva la música!, pero claramente ya no tengo catorce años para leerlo, pero leer, por ejemplo, El cuento de mi vida a cualquier edad te afecta. O sea, para cualquier persona que la haya pasado mal, ya no digo alguien que se ha matado o está en ello, que haya dudado de sí misma, que esté insegura o que sienta que algunos se han burlado de ella, este libro es impresionante porque está escrito desde el corazón”.
Escritor contemporáneo
“No me cabe duda de que Andrés provoca algo de morbo, pero yo creo que igual si estuviera aquí provocaría lo mismo”, estima Alberto Fuguet. “Más allá de la figura del pelo largo o de aquello de que todo el día estaba como volado, Andrés Caicedo, claramente, escribió. Hay toneladas de sus cartas. Las de cine, que mandaba a sus amigos cinéfilos, son alucinantes porque Andrés era un cinéfilo que veía de todo: desde basura hasta gran arte. Era un tipo que veía a François Truffaut, a Roger Corman, a Leonard Kastle, a Alan Pakula, a William Friedkin. Cuesta mucho imaginarse que Caicedo escribió al final de los sesenta, en América Latina. O sea, si fuera norteamericano habría sido contemporáneo de Jack Kerouac o William Burroughs, de la Beat Generation, o de gente más grande que él como Ernest Hemingway o Scott Fitzgerald.
“No me cabe duda de que Andrés provoca algo de morbo, pero yo creo que igual si estuviera aquí provocaría lo mismo”, estima Alberto Fuguet. “Más allá de la figura del pelo largo o de aquello de que todo el día estaba como volado, Andrés Caicedo, claramente, escribió. Hay toneladas de sus cartas. Las de cine, que mandaba a sus amigos cinéfilos, son alucinantes…»
”Yo soy del tipo de persona que cree que todos los grandes autores, en su momento, siempre fueron contemporáneos. Los malos escritores son los que miran hacia atrás. Es una afirmación quizá fuerte y que tal vez no debería repetir, pero a mí los autores que me gustan siempre fueron contemporáneos: desde los griegos que escribían de las guerras de su momento, hasta Scott Fitzgerald que hablaba sobre los niños tontos que tomaban mucha champaña y bailaban charlestón, mientras el resto del país se moría de hambre.
”En su momento, Andrés escribía como nadie en América Latina. Cuesta muchísimo entender que en una ciudad de provincia, en Colombia, en los mismos años de Cien años de soledad, había un tipo que sin Internet, sin VHS, sin YouTube, parecía que estaba viviendo en Nueva York. Era un tipo con la información que yo, aun hoy, conozco muy poca gente que la domina. Un tipo que como buen latinoamericano, quizá como buen provinciano, de ese tipo de gente que tanto produce América Latina, es capaz de tragar y tragar información porque la necesita, porque como no la tiene cerca logra traerla hasta sí”.
Un mundo mejor
“Creo que hay muchas formas de entender a Andrés Caicedo. Pero, entre otras facetas, es el gran cinéfilo latinoamericano”, concluye el director y montajista de su autobiografía. Dice Fuguet: “Hay gente que va al cine para huir. Andrés iba a refugiarse. Se dio cuenta de que afuera la vida no era tan buena y que había que ver cine. Él vio las películas para salvarnos a nosotros. Porque, más que un crítico, quería que la gente fuera a ver las mismas películas que él había visto. En ese sentido, era un psicópata, un cinépata. Él sentía que la gente debía ver sus películas y que, haciendo eso, iba a salvar al mundo. A lo mejor se dio cuenta de que, en el fondo, no iba a poder salvarse él, pero si la gente veía las películas que él veía, el mundo iba a ser mejor. Y yo creo que el mundo, efectivamente, es mejor por Andrés”. ®
Mayra Rivero
¡ESA COMPARACIÓN DE ANDRÉS CON KURT COBAIN ES ABSURDA. NO TIENE LUGAR, NI PIES NI CABEZA Y ES ESTÚPIDA! Andrés fue un ser demasiado enigmático y encerrado en su propio mundo, demasiado escritor y demasiado él como para venir a hacer una afirmación tan fuera de lugar.
Luis Varga
fregon el article! y obligao que busco el libro y espero encontrarlo por menos de 100 dlls jaja