Uno de los guionistas más reconocidos de la historieta argentina y colaborador con dibujantes del tamaño de Alberto Breccia, Domingo Mandrafina y Horacio Altuna, falleció a los 68 años el 7 de mayo pasado, mientras vacacionaba en Londres con su esposa, la escritora Emma Wolf. Es un buen momento para conocer o revalorar su extensa y valiosa obra.
Autor de El loco Chávez —no confundir con otro cierto loco Chávez—, reportero que realiza “periodismo a la antigua, porque lograba lo que quería y además se comía alguna rosca [se tiraba a una mujer] de vez en cuando”. Pero, sobre todo, que le da la vuelta a las asignaciones más complicadas para trabajar en aquéllas con las que puede pasar mejores ratos, y que resuelve los conflictos por mera casualidad. La saga de Chávez era dibujada por Horacio Altuna y apareció publicada día tras día en la contraportada del diario El Clarín, de 1975 a 1987, y mientras que Trillo escribía desde Argentina, Altuna dibujaba desde Barcelona. El trabajo de reportero de Chávez refleja el acontecer sociopolítico de Argentina durante esos años. Este trabajo marca el inicio de su colaboración con Altuna, con quien hizo una mancuerna creativa muy fructífera. El loco Chávez es una de las historietas argentinas más conocidas, casi como el magnífico El Eternauta.
Una de las historias más recordadas de ambos es Las puertitas del Sr. López, que cuenta la vida de un oficinista grisáceo y apocado que accede a otros mundos al cruzar la puerta del baño. Como reflejo de los años de la dictadura militar, hace patente la opresión y la mediocridad de un país con la sombra de un ente represivo acechante. El señor López no se puede rebelar ni ante su propia esposa. Cuando en uno de sus viajes fantasiosos llega a las puertas del cielo y Dios le pregunta qué ha hecho “allá abajo”, López le responde: “Era tan bueno que nunca fui capaz de reaccionar”. Su vida está repleta de fracasos, de intentos fallidos y malas decisiones. Jamás ha disfrutado la vida y lo único que le queda es soñar despierto: que es presidente, que tiene una amante, que su gorda y fea mujer es un bombón rubio y curvilíneo, que es un detective al que confunden con Philip Marlowe (el personaje de las novelas de Raymond Chandler), pero, también, que es un policía que pita su silbato cada vez que alguien se sale del cauce: unos niños que corren sobre el césped, una pareja que se besuquea. En fin, un reflejo de tiempos con libertades acotadas.
Sin lugar a dudas es el post-apocalíptico El último recreo uno de los trabajos más memorables del equipo Trillo-Altuna, que apareció publicado en la emblemática revista española 1984. En la historia, tras la explosión de una bomba nuclear, los únicos sobrevivientes son los niños: no queda un solo adulto sobre la faz de la tierra. Más específicamente, los únicos en sobrevivir son aquellos “que no han deseado a un hombre… o a una mujer”, es decir, los (y las) vírgenes —y los eunucos. En poco tiempo comienza a reinar la anarquía, y quienes parecían ser criaturas inocentes comienzan a reproducir los vicios de los adultos: roban, practican violencia sexual, se vuelven ambiciosos.
En 1992 la editorial Columba publica una colaboración con el también argentino Eduardo Risso —el dibujante de la magnífica 100 bullets, que edita Vertigo, la filial protoalternativa de DC Comics. Se trata de Yo, Vampiro, la historia de la resurrección de un niño vampiro, hijo del faraón Keops, quien revive a principios de los años noventa, tras haberse escondido en un drenaje durante el verano de 1945. El niño es un ser inmortal que, sin embargo, siempre tiene diez años, imposibilitado para vivir más experiencias que las de un chico de su edad. “Claro, no puedo morir… pero tampoco tengo una vida”, se lamenta. Vestido con las primeras ropas que encuentra a su paso —una playera con la leyenda “Born to fuck”—, debe camuflarse en Nueva York para evitar ser descubierto como el autor de las muertes por mordida humana que han acontecido en las calles de la urbe.
Uno de sus últimos trabajos es El síndrome Guastavino, cómic dibujado por Lucas Varela, publicado en la revista Fierro y que le valió un premio en Lucca, Italia, como mejor guionista de historieta. De nueva cuenta, el personaje central es un oficinista, un burócrata que, en este caso, tiene una obsesión por una muñeca austriaca que vive en un aparador. Elvio Guastavino está condenado a vivir con la memoria de su padre, un militar de los tiempos en que Argentina vivía bajo la suela de la bota milica, y con su madre anciana, quien yace postrada en una silla de ruedas, sobreviviendo casi sin comer alimentos. En esta historia Trillo parece exorcizar el fantasma de la dictadura militar de la década de los setenta, poniendo al día el estado psicológico de la sociedad de su país. El dibujo de Lucas Varela, un ilustrador de una generación más reciente, no hace más que contribuir a actualizar no sólo la temática del cómic, sino el trabajo mismo de Carlos Trillo, notándose el pase de estafeta en la industria del cómic argentino. ®