Bulgakov escribe su novela a un año de la muerte de Lenin, cuando Stalin queda al frente del partido, del gobierno y del Estado. Éste es el contexto de la novela Corazón de perro. La película, en cambio, sólo pudo ser posible en el contexto de la perestroika.
La última gran obra del cine soviético es Corazón de perro, basada en la novela homónima que Mijail Bulgakov escribiera en 1925 y que permanecería inédita hasta fines de los años ochenta, cuando la glásnost (apertura, transparencia) se establecía como eje de la nueva política cultural y social soviética. Bulgakov fue un escritor maldito en el contexto de la naciente Unión, proceso que le resultaba del todo ajeno a aquel joven de cultura aristocrática y familia conservadora: su padre era teólogo y todos sus hermanos combatieron en el Ejército Blanco. Mientras éstos emigran a París, Mijail permanece en las repúblicas soviéticas, donde sus discrepancias con el régimen y con Stalin mismo lo obligan a moverse con suma delicadeza por los intrincados pasillos de la burocracia cultural.
Médico de formación, abandona la profesión tras una grave adicción a la morfina para dedicarse de lleno a la escritura; primero al periodismo y a la ocasional y autosalvadora poesía, luego a relatos y novelas. Prolífico autor teatral, trabajó con Stanislavski en el Teatro Artístico de Moscú y fue libretista del Bolshoi, aunque sin éxito en este último. En realidad, muchas de sus obras circularon como samizdat y otras permanecieron abandonadas en los cajones de su escritorio durante décadas. Vivió bajo estricto control de la policía secreta en esta doble relación que se establece en las dictaduras con algunas complejas figuras públicas: en cierto modo consentido y cuidado por el propio régimen y siempre vigilado y censurado. Las fotos de Bulgakov lo muestran impecablemente vestido, con corbata o pajarita y en ocasiones con un lindo monóculo que desde luego lo aleja (enajena, ajeniza) de la naciente cultura proletaria que se impone sin sutilezas.
Corazón de perro, la novela, circuló durante seis décadas de manera clandestina en la Unión Soviética, hasta su publicación oficial en 1987 (aún recuerdo con inmenso cariño cuando leí en La Habana un ejemplar en español, de la moscovita Editorial Progreso, en 1990). Su prosa, ácida y lúdica, narra la construcción de la nueva sociedad desde la vida de un doctor aristocrático y pudiente, una “eminencia mundial” a quien recurren los altos mandos del partido, y a quien toleran por su sapiencia a pesar de su extravagancia. A esta suerte de realismo socialista (lo es, aunque retorcido) se le debe sumar un cierto toque de ciencia ficción decimonónica que convierte la novela en una hilarante crítica no del socialismo en sí, sino de una cultura proletaria que a los ojos del doctor (y del autor) parece demasiado inculta, y, a la vez, de la arrogancia de una clase aristocrática que juzga con sarcasmo y esnobismo los esfuerzos por construir una “sociedad mejor”. En medio de ese Moscú arrasado por las carencias materiales, la vida del profesor Filipp Filippovich Preobrazhensky aparece como una bofetada en el rostro de un proletariado que a duras penas sobrevive los rigores del invierno. La proletarización de la sociedad, en cambio, es un golpe al hígado de esa aristocracia que se niega a abandonar el país. A lo largo del libro, Bulgakov desparrama su ironía sobre todos los personajes y situaciones, creando una historia absurda y realista, soviética y en cierto modo british, científica y fantástica…
El realismo socialista fundido con la ficción científica compone esta delirante historia en la que se da vida a partir de la muerte. El profesor encarga a su discípulo Bormenthal que le consiga un cadáver “fresco” con el fin de injertar los testículos y la hipófisis del humano en el perro callejero que ha llevado a su consultorio.
En 1976 Alberto Lattuada realizó una mediocre adaptación italiana (Cuore di cane) en la que lo único sobresaliente es la actuación del sueco Max von Sydow. La versión que me interesa, Sobachye serdste (Vladimir Bortko, 1988), fue filmada por entero en sepia y en general con técnicas cinematográficas propias de los años treinta, y es una de las grandes adaptaciones literarias al lenguaje cinematográfico, a la vez que una de las más interesantes recreaciones “de época”. Dirigida por Vladimir Bortko (realizador de Afghan Breakdown, cinta sobre la invasión soviética a Afganistán, y que es, de facto, una triste metáfora del propio derrumbe soviético, y de una miniserie basada en la más importante novela de Bulgakov: El maestro y Margarita) y protagonizada por el gran Yevgeni Yevstigneyev en el papel del profesor Preobrazhensky; el simpático Vladimir Tolokonnikov como Poligraf Poligrafovich Sharikov, Boris Plotnikov como el Dr. Bormenthal (el infaltable ayudante del “científico loco”) y Roman Kartsev como el camarada Schwonder, epítome del burócrata-comisario, la película se instala en la tragicomedia para narrar un drama humano y, en cierto modo, pospolítico.
La cinta comienza en el invierno moscovita. La cámara sigue a un perro callejero que en primera persona (y en off) narra los rigores de la crisis. “De todos los proletarios, los porteros son los peores”, murmura el perro mientras hace saber al público que su flanco escaldado se debe al agua hirviente que le arrojara uno de ellos (el portero aparece como el proletario que impide a otros proletarios acceder a un sitio burgués). Ese can hambriento, enfermo, herido y sin casa es una perra metáfora del proletariado moscovita posterior a la Guerra Civil. El perro (Sharik, Bola) flaco y huesudo, sabe a ciencia cierta que morirá pronto de neumonía, a menos que ocurra un cambio sustancial en su vida. Lo anuncia sin dramatismo alguno: la guerra, el hambre y el frío ya se han llevado a muchos; la muerte ha dejado de ser una excepción en ese mundo inmediato. La cámara se pasea por esas calles nevadas “viendo” lo que el perro ve: la subjetivización de la narración se complementa con unos travellings a escasos centímetros del suelo.
Un golpe de suerte salva al perro. El aristócrata profesor Preobrazhensky se acerca a Sharik y le ofrece un trozo de salchichón con el que convence al animal de seguirlo a casa. El profesor vive en un lujoso edificio, en un departamento de siete habitaciones, con alfombras asiáticas, muebles caros y adornos extravagantes. En el mismo espacio tiene su consultorio y un pequeño quirófano. En la casa convive con su ama de llaves, la hija de ésta (quien ejerce de enfermera) y el joven doctor Bormenthal, discípulo, admirador y ayudante. A la particular “familia” se agrega ahora el perro callejero, a quien el profesor cuida con cariño y profesionalismo. El perro, por su parte, se pregunta por qué…
Corazón de perro bebe directamente de novelas como Frankenstein o el moderno Prometeo, de Mary Shelley, o La isla del Doctor Moreau, de H. G. Wells. El realismo socialista fundido con la ficción científica compone esta delirante historia en la que se da vida a partir de la muerte. El profesor encarga a su discípulo Bormenthal que le consiga un cadáver “fresco” con el fin de injertar los testículos y la hipófisis del humano en el perro callejero que ha llevado a su consultorio. La operación es un éxito, y a los pocos días el can comienza a “evolucionar” hasta convertirse en hombre. Es aquí donde la sátira se concreta: ¿qué mejor burla del cientifismo comunista que esta conversión de perro en proletario?
Así, el cuadrúpedo Sharik adquiere ciertas características del muerto en cuestión, un delincuente alcohólico (un genuino residuo del lumpemproletariado descrito por Marx), volviéndose pronto un estorbo para la apacible vida del profesor y compañía. Ese “hombre nuevo”, tras aprender a leer, se inscribe en el registro civil con el nombre de Poligraf Poligrafovich Sharikov y comienza a relacionarse con Schwonder, el comisario político del edificio, quien a su vez ha desatado una guerra ideológica contra el aristocrático profesor. De manera involuntaria, el engendro emanado de la operación se vuelve punta de lanza en las acciones del personal soviético contra el eminente doctor.
Todo retrato de las burocracias socialistas es kafkiano por vocación y convicción. El absurdo se establece como eje unificador de esta narración transpolítica: quizá entre los instantes más hilarantes se encuentren las reuniones de los nuevos proletarios soviéticos en las que, ebrios de misticismo, cantan elegíacas y corales odas al Ejército Rojo y a los obreros del mundo en pleno arrebato de éxtasis dialéctico-materialista…
Si el perro simbolizaba la pobreza y románticamente la nobleza del proletariado, este humano perruno aparece como el lumpen que se aprovecha de la revolución proletaria para continuar con una vida inútil en medio de un sistema que lo protege en virtud de su “origen de clase”. Ahí se retrata uno de los excesos ideológicos del sovietismo: el proletario, por el hecho de serlo, aparece como puro y justo, mientras el aristócrata, por su cuna, es por fuerza impuro y enemigo del progreso social (hay mil historias de proletarios que por voluntad propia se unieron al Ejército Blanco, y de burgueses y aristócratas que voluntariamente se alistaron en el Rojo): ya decía el leninista peruano José Carlos Mariátegui que “haríamos bien en aceptar que los clasistas somos nosotros, pues la tesis central de nuestra ideología se llama, con justeza, lucha de clases” (la cita es a mano alzada).
Todo retrato de las burocracias socialistas es kafkiano por vocación y convicción. El absurdo se establece como eje unificador de esta narración transpolítica (es, claro, una crítica del orden soviético, pero también lo trasciende con mucho): quizá entre los instantes más hilarantes se encuentren las reuniones de los nuevos proletarios soviéticos en las que, ebrios de misticismo, cantan elegíacas y corales odas al Ejército Rojo y a los obreros del mundo en pleno arrebato de éxtasis dialéctico-materialista…
Pocas adaptaciones cinematográficas pueden presumir de ser fieles a su original literario y mantenerse al mismo nivel estilístico, metafórico, intelectual: Corazón de perro lo logra con creces. Si la novela es una de las joyas de la literatura soviética, la cinta es, sin duda, la última y desconocida genialidad de su cinematografía. El guión no deja fuera ninguno de los elementos importantes de la historia (un crítico estadounidense afirmó que el realizador “lee la obra de Bulgakov tal y como el director de orquesta lee la partitura: sin saltarse una sola nota”); los diálogos fluyen con la naturalidad del choque de culturas: el habla del profesor es rimbombante y llena de cultos y abyectos adjetivos contra la insania bolchevique, mientras el habla bolchevique se retuerce en pomposas y arbitrarias frases proletarias que no siempre tienen sentido.
La forma de pensar y hablar de los distintos personajes es coherente y divertida (seamos claros, Corazón de perro es en parte un drama, pero ante todo una profunda comedia negra) y uno de los puntos fuertes de la historia. La lucha de clases es evidente, y al respecto el autor es realista: sabe que es el aristócrata el que está de más en esa cultura que ha llegado para quedarse. Su antiproletarismo no lo ciega: se reivindica como outsider. Es obvio que Bulgakov no simpatiza con el pobrismo establecido.
Bulgakov escribe su novela a un año de la muerte de Lenin, cuando Stalin queda al frente del partido, del gobierno y del Estado. Éste es el contexto de Corazón de perro.
La película, en cambio, sólo pudo ser posible en el contexto de la perestroika. ®