En algunos lugares de provincial es costumbre, en las grandes ciudades es un lujo, pero cuando uno se quita los zapatos, cuelga la hamaca, pone la música de su gusto y se duerme durante ese invalorable ratito, casi tiene la garantía de que irá a un mejor lugar.
De una siesta la otra
Me levanto lentamente de mi escritorio, apago mi ordenador, avanzo hacia mi cama, retiro mis pantalones, me quito mis zapatos y mis calcetines, desconecto el teléfono y pongo término, con pesar, al “Recital de harpa” de Martine Geliot. Luego me acuesto, cierro los párpados y me escucho desear a todos y a nadie, y a mí mismo, un “duerme bien”, casi inaudible, como un murmullo, una caricia. Algunos segundos después no controlo ya nada, estoy enteramente “en otro lugar”, en el país del sueño… ¿Qué hora es? Casi las trece treinta. El comienzo de la tarde. Ese corto momento tan agradable donde la siesta lo llama y usted no sabe cómo responder. ¿Dormir? Pero, ¡hay tantas cosas que hacer! ¿Dormir? Pero, ¡no es serio! Y si alguien lo supiera, se lo dijera a mis cercanos, mis estudiantes, mis colegas, mis jefes… No, no, no me molesten, es inútil. No estoy para nadie: ¡duermo! ¿Qué? Sí, sí, “¡Thierry Paquot hace la mimi, como bebé!” Es una vergüenza; ¡vergüenza de todos aquellos y todas aquellas que se entregan a esa práctica de otra época, que habría que condenar, prohibir, castigar! El día es el día, está hecho para trabajar, ¡por Dios! Y la noche… ¿la noche? Se duerme. Punto final. Sin discusión. Sin hacer historias. Es un ritmo excelente, juicioso, racional, funcional, rentable para todos finalmente. Cada uno se reencuentra: el empleador y el empleado. En pocas palabras, no es razonable ausentarse de la vida social sólo para echarse una cabeceadilla, ¡como si fuera poca cosa! Y sin embargo, frente a esos argumentos de gente responsable, confieso, reconozco, proclamo: la siesta es un momento importante de un arte de vivir —¡sí, un arte de vivir!— que conviene defender, popularizar, practicar con convicción, placer y seriedad. ¡Siesteros y siesteras, de todas edades, de todas latitudes y husos horarios, de todas profesiones, afirmen su singularidad y resistan al tiempo planetario, satelital, totalitario! No es más que el comienzo, la siesta continua…
En pocas palabras, no es razonable ausentarse de la vida social sólo para echarse una cabeceadilla, ¡como si fuera poca cosa! Y sin embargo, frente a esos argumentos de gente responsable, confieso, reconozco, proclamo: la siesta es un momento importante de un arte de vivir —¡sí, un arte de vivir!— que conviene defender, popularizar, practicar con convicción, placer y seriedad.
La siesta es un imperativo. Se le impone a usted aun sin solicitarla. Está ahí, seductora, provocadora, tierna, en una palabra: irresistible. Lo rodea de su calor, lo mima, lo abraza. Usted la sigue, ciegamente. Sus ojos se cierran a pesar de usted, se relaja, progresivamente, su cuerpo, que un instante atrás lo estorbaba un poco, parece ligero, invisible, inexistente. La felicidad —una forma de felicidad— lo asalta. Usted se deja hacer, se deja llevar y sorpresivamente se abandona. ¿A quién? ¿A un nuevo amo? ¿Una amante? Pequeño impostor… ¿Una relación prohibida, para ocultar? Sí, una relación —que la moral productivista reprueba— con la noche en pleno día, con Hypnos… La siesta consiste en pactar con el sueño diurno, a rendirle homenaje, haciendo un alto en su compañía, dejando la puerta abierta al ensueño… La siesta es un bien.
El niño está nervioso. Llora, berrea, se revuelca, tira todo a su paso, se rehúsa a ir a dormir, así le parece amenazadora esa proposición y le parece un castigo. Para calmarlo, hay que tomarlo en sus brazos, rodearlo de toda su afección, acompañarlo en el sueño, entreverando a sus angustias, sus miedos, el placer del reposo. Al reposo le sigue la comida, sea frugal o copiosa. Al despertar, el niño estará de nuevo disponible al mundo que descubrirá, entonces, con un apetito extravagante. La siesta es como una toma de aliento, un momento necesario para recuperar las fuerzas y el espíritu. El bebé y el joven infante se nutren también de ese tiempo único, precioso, que es la siesta. El niño dormido es todavía más bello. Mírelo. Expresa la paz. El niño dormido se parece a un paisaje calmo y radiante. Paisaje nevado que amortigua todos los ruidos y mediante reverberaciones canta el silencio. Paisaje soleado que calienta los músculos del cuerpo y suscita el sueño. Más de un pintor a artialisé el paisaje, como bien lo dijo Montaigne. En efecto, un cuadro de paisaje nos enseña a mirar mejor y apreciar la “natura”. Lo mismo va de un sueño artialisé que nos hace compartir su respiración, su serenidad y sus penumbras encantadoras. Que el ensueño nos aleje de las tinieblas y nos conduzca por claros risueños o atormentados, pero siempre iluminados… ®
Traducción de Pedro Trujillo
* En el tercer libro del capítulo quinto de Les Essais, “Sur des Vers de Virgile”, Montaigne utiliza el verbo irónicamente para burlarse del lenguaje escolástico de sus contemporáneos. En oposición a aquellos que “artificializan (artialisent)” la naturaleza, Montaigne se propone “naturalizar” el arte. [N. del T.]
Rogelio Villarreal
Muchas gracias, Carlos, ya corregimos ese error imperdonable… Saludos.
Carlos Canché
Estimados, una publicación de su categoría no se puede permitir horrores de ortografía (desearía fuera de dedo) como el que aparece en el presente texto.
…que abría que condenar, prohibir, castigar!
Lo correcto es «habría» de haber.
Saludos cordiales.