Fotografiamos para no mirar; esa es la tangente. La realidad sin el recuadro de la foto, de la pantalla de la tele, del cine o de la computadora nos da vértigo. No queremos cargar la responsabilidad de mirar, de discernir.
Fotografiamos para no mirar; esa es la tendencia. También lo hacemos para poseer, para cosificar, para estar seguros de que somos —¿no es acaso la necesidad de asegurarse que se es lo que lleva a millones de personas en el mundo, a volver sus cámaras contra sí mismos? Nos hacemos fotografiar frente a una estatua o a un edificio histórico para comprobar a nuestros amigos que estuvimos ahí —o para comprobar a nuestras mujeres que no estuvimos en otro sitio—, pero también para medirnos y autentificarnos frente a una realidad comprobable en Wikipedia. En Ljubljana veo a turistas que apresuran el paso cada vez que se encuentran en un rincón poco fotografiable. Un viaje es válido tantas más opciones fotográficas ofrezca.
Fotografiamos para no mirar; esa es la tangente. La realidad sin el recuadro de la foto, de la pantalla de la tele, del cine o de la computadora nos da vértigo. No queremos cargar la responsabilidad de mirar, de discernir. La fotografía pospone indefinidamente esa responsabilidad. Dice Slavoj Zizek que desde la aparición de las videograbadoras creamos colecciones de películas de forma compulsiva: el simple hecho de copiar una película nos hace sentir que ya la conocemos; nos ofrece el divino salvoconducto para no mirarla. Así, cuando nos encontramos con alguien que no hemos visto por mucho tiempo, la angustia existencial de no apreciar en su verdadera dimensión el hecho se palia con la primera fotografía, y cuando cada quien produce la suya, el encuentro está zanjado. Podemos seguir andando por la vida.
Fotografiamos para no mirar; esa es la tangente. La realidad sin el recuadro de la foto, de la pantalla de la tele, del cine o de la computadora nos da vértigo. No queremos cargar la responsabilidad de mirar, de discernir. La fotografía pospone indefinidamente esa responsabilidad.
Unas amigas aquí en Ljubljana fotografían sus platillos antes de comérselos: cocinan para fotografiar. Así parece que también organizamos las reuniones, fiestas y encuentros para crear material fotografiable. Ahora una fiesta no ha sucedido hasta que no se ha publicado el registro fotográfico de ésta. Si no dejo un libro, un árbol o un hijo, puedo dejar por lo menos un álbum en Flickr.
Recuerdo que en los setenta nos burlábamos de los japoneses que andaban por todo el mundo haciendo fotografías. Luego nos hemos dado cuenta de que aquella no era una seña nacional: los japoneses eran la avanzada de nuestra naturaleza enfrentada con la fotografía accesible.
Volví a Venecia hace unos días, después de treinta años de ausencia. Nada me pudo haber preparado para el reencuentro. Mudo caminé por horas entre callejuelas, puentes y canales. Más tarde, recargado en una pared y sentado en cuclillas mirando quizás una esquina, una cornisa o un barandal olvidado por todos, menos por la sal y el oxígeno, recibí un SMS de una amiga,: “¿Y? ¿Ya te has reenamorado de Venecia?” Yo no podía hablar de amor —aún no puedo hacerlo. Yo estaba atónito; mirando. En Venecia “el ojo adquiere una autonomía similar a la de una lágrima”, dice Joseph Brodsky en su libro Acuarelas. “Después de un tiempo, el cuerpo comienza a mirarse a sí mismo simplemente como el vehículo del ojo.” Y frente a mí pasaban hordas de turistas que se habían convertido en los vehículos de sus cámaras. Yo ahí en cuclillas me sentía como aquel Drotculft del que escribió Borges —que citaba a Croce, quien a su vez abreviaba al historiador Pablo el Diácono— y que invadiendo Ravenna con sus correligionarios bárbaros decidió volver sus armas contra los suyos, para defender la ciudad romana, rendido ante el mármol simétrico y el limpio perfil de los cipreses. Venecia, por su parte, que había resistido a infinidad de invasiones bárbaras, parecía sucumbir agotada a la marcha incesante de las cámaras digitales.
Mi defensa de la ciudad era sencilla: ahí, recargado contra ese muro —y habiendo llegado con esas hordas en los vaporetos apenas unas horas antes—, yo miraba, yo sólo miraba. ®
Pascual
Vic, no creo menospreciar con mis palabras a la fotografía como modo de expresión; ni tampoco las grandes posibilidades que tiene de mostrarnos a través del extrañamiento. Soy un asiduo gozador de la fotografía –la he expuesto como galerista y la he editado extensamente como editor de revistas–. Creo que mi texto atiende a mi asombro por el exceso en el uso de la fotografía digital en nuestros días. En ningún momento creo que culpe a la fotografía de nada.
vic
Pues en desacuerdo contigo. En parte por lo menos. Yo sí creo en la mirada ‘encuadradora’, el gestell Heideggeriano, Agambiano que nos hace perder el momento, la magia del ‘estar ahí’. Pero por otro lado estás menospreciando al arte de la fotografía. Sí, la mayoría, gran mayoría de las fotos que se toman son superfluas, pero también luego tenemos aquellas fotos que son tomadas y que nos permiten apreciar la realidad desde afuera, desde el momento, el tiempo congelado. La fotografía también tiene la magia de encuadrar, pues, desde otra óptica (valga el juego de vocablos), y revelarnos algo que de otra manera no podríamos apreciar desde la pasiva actividad de la contemplación. Sin embargo, la ‘vita contemplativa’ es, tal como tú lo muestras, una parte intrínseca del descrubir, explorar, pensar, sentir el mundo que desafortunadamente hemos perdido. Sin embargo… no sé, no creo que la foto tenga la culpa, porque si a esas vamos también lo tienen los malditos celulares de mierda, el puto facebook, y demás artilugios dizque ‘sociales’ que nos hacen desprendernos del momento pra suspendernos en otros tiempos y encuadres de nuestra atención.
Vesna
«Fotografiamos para no mirar».
La contemplación es una práctica que no deberíamos haber dejado claustros adentro y siglos atrás. Sobre todo, porque en la actitud contemplativa hay también un postrarse, un adorar. Nos miente la cultura occidental cuando nos dice que ya nada es sagrado -separado-, que todo se repite en jotapegés numerados, que podemos apropiarnos y desechar.
Muy sabio tu llamado a la mirada que devuelva sacralidad a lo que mira. Es como una mirada que bautiza.
Haré mi parte, hoy, frente al mar.
Y desde ya, un placer leerte, Pascual.