Aquí comparto la traducción que hice hoy de un artículo de Adam Phillips que apareció (la versión original, ¡no mi traducción!) en el último número del London Review of Books fechado con el 5 de enero de 2012. Al leerlo en el autobús de Londres a Bristol supe que tendría que traducirlo, aunque no tuviera el permiso para hacerlo o alguien me pagara por hacerlo. El texto me dijo: tradúceme.
En la plática que di el 20 de octubre del 2011 en la UNAM usé el ejemplo de Bob Dylan, el volverse “ruidoso” y eléctrico, y las reacciones que esto produjo, para explicar cómo la innovación suele ser incomprendida cuando sucede y cómo la adopción de nuevos medios, y sobre todo el descubrimiento de métodos que nos liberen de previas restricciones, en ocasiones se interpreta como un acto de traición. En este texto que he traducido (y por lo tanto traicionado) del inglés (mi lengua adoptiva) al español (mi lengua materna) Adam Phillips inicia su apología de la traición como acto transformativo con un ejemplo similar, no de Dylan en Newport, como yo lo hice, sino de Dylan en Manchester.
Ésta no es la única razón por la que no pude resistir pasar buena parte de un día familiar de Navidad trabajando en esta traducción. Como mexicano que “abandonó” su tierra, idioma, amigos, conocidos y familia por otros territorios, afectos, lengua e imaginarios, la cuestión de la traición me ha acosado como fantasma dickensiano.
Cuando visito México siempre vuelvo a Bellas Artes a ver mi Siqueiros favorito, ”Tormento de Cuauhtémoc” (1951). La imagen de una Malinche escondida detrás de la armadura del extranjero conquistador (el “extraño enemigo”), lamiéndole la oreja (lengua, escucha) me acecha, y cada ves que la veo espero librarme de su embrujo, de la carga de culpa católica —la cruz—, el fantasma de ser traidor.
Darme el tiempo de traducir por placer —el gozo de la traición al texto y al idioma, al copyright y a lo que se espera que hagamos por dinero y no en nuestro tiempo libre— ha sido un regalo a mí mismo. Es también una especie de regalo navideño, supongo, para quienes aprecien este esfuerzo, mi versión.
Me permití agregarle un hipervínculo al texto de Phillips, para referir al episodio de Dylan al que se refiere.
El regalo de Judas
por Adam Phillips
Traducción de Ernesto Priego
Entre 1965 y 1966 el venerable cantante de folk Bob Dylan sacó una gran trilogía de álbumes, Bringing It All Back Home, Highway 61 Revisited y Blonde on Blonde, y comenzó una gira mundial que cambiaría la música popular. En un concierto ahora famoso en el Manchester Free Trade Hall, Dylan estaba tocando su nueva música eléctrica y electrizante cuando un folkie descontento en el público le gritó “Judas”. Dylan respondió dándole instrucciones a su banda para que tocara “fucking loud” lo que sería una interpretación extraordinaria de “Like a Rolling Stone”, una canción sobre alguien desilusionado por la persona en la que se había convertido, una canción sobre alguien que había cambiado. El público había estado esperando que Dylan fuera una cosa cuando resultó ser otra, y se sintió traicionado. Por hacer algo nuevo e inesperado, Dylan se convirtió en Judas.
Aquí el traidor es alguien que quería cambiar algo; visto desde el presente podemos ver que lo que sonaba como una traición era la innovación. Algo se traicionó para hacer algo más posible. Este Judas estaba ofreciendo un nuevo sonido, una nueva visión. El haber sido llamado Judas incitó a Dylan, lo liberó para ser la persona en que se había convertido. Tocó la música “ruidosa” incluso de modo más ruidoso. Dylan adoptó el nuevo rol y esto lo liberó, al menos por el momento. Dylan, como Judas, estaba ahora, como dice la canción, “sin dirección a casa”. Se pueden hacer muchas cosas con la traición, pero no se le puede deshacer. Se siente como algo irredimible. Traicionar es crear una situación de la cual no se puede dar marcha atrás.
Si la traición es una de las maneras, o incluso la única manera en que podemos cambiar nuestras vidas, deberíamos hablar no sólo del miedo a ser traicionado, sino también del deseo, la voluntad de ser traicionado y de traicionar. Y entonces estaríamos hablando de planear, consciente o inconscientemente, nuestra propia traición, y de estar buscando a personas (o cosas) a quienes traicionar. Estaríamos hablando de la traición como un acto transformativo; podríamos incluso hablar de la traición como un objeto de deseo y comenzar a darnos cuenta de cómo le buscamos. Podríamos también comenzar a darnos cuenta de todas las oportunidades que hemos tenido para traicionar y ser traicionados y que hemos dejado pasar, riesgos que por varias razones hemos evitado. Muchas de nuestras acciones sin completar se quedan incompletas porque son formas de traición. Actos de cobardía que nos hemos redescrito como compromiso, o lealtad, o integridad, o gentileza. Con frecuencia somos leales cuando tememos decepcionarnos. El psicoanálisis quiere que nos preguntamos qué es lo que le pasa a la frustración cuando no se expresa, y un traidor es alguien que representa, que expresa, una frustración.
Si la traición es una de las maneras, o incluso la única manera en que podemos cambiar nuestras vidas, deberíamos hablar no sólo del miedo a ser traicionado, sino también del deseo, la voluntad de ser traicionado y de traicionar.
Y sin embargo hablar de esta manera, promover la traición, defenderla, es también moralmente censurable. Este hecho revela la manera tan rígida en que nuestra comprensión de nosotros mismos como criaturas morales está organizada alrededor del problema de la traición y de aquello que consideramos sus alternativas. ¿Qué forma tendría el contrato social —y qué forma tendrían las relaciones entre los invididuos— si asumiéramos la capacidad para traicionar y ser traicionado como una virtud; o al menos como en algún sentido integral para la vida moral; como algo que se debería enseñar en las escuelas? Imaginen cuáles serían las consecuencias para la vida de una persona si fueran incapaces de traicionar o soportar la traición: ¿qué les imposibilitaría hacer, o sentir, o desear? ¿En qué sentido serían capaces de algún día dejar casa, comenzar a vivir como si no pudieran volver jamás a emprender el camino de regreso a casa (“no direction home”)? ¿De qué modos serían capaces de cambiar?
En psicoanálisis a la traición se le llama de varias maneras: el destete, el nacimiento de un hermano, el complejo de Edipo y la pubertad. En cada una de estas etapas de desarrollo en el relato psicoanalítico el hijo sufre lo que se siente como un abuso de confianza, una pérdida de derechos, una condición especial perdida. Como en las infidelidades sexuales de la vida adulta, se ha tenido que compartir algo que antes se daba por sentado y como exclusivo. Pero estas traiciones acumulativas —sin la intención de los padres, pero experimentadas así por el hijo— están al servicio del desarrollo, de más vida. El hijo, al menos al principio, se siente traicionado por la nueva vida a la que se le precipita; es como el hombre entre el público de Dylan que grita “Judas”— a sus padres. Sabemos que algo es nuevo, que algo está cambiando, cuando nos sentimos traicionados.
Sabemos que alguien nos importa si pueden traicionarnos o si les traicionamos. Una vez que existe la posiblidad de traicionar ha pasado ya gran cosa: sólo puede haber traición si hay una historia, una relación o afinidad verdaderas. La traición es sólo posible cuando hay algo qué traicionar; ese algo toma tiempo, y es de la mayor importancia. Los celos sexuales no son solamente unas de las cosas que pasan cuando uno tiene afecto por otra persona, son un signo de afecto. Si no hubiera tal cosa como la traición en el mundo, ¿cómo nos podría importar cualquier cosa, o cómo sabríamos que nos importa?
Siempre ha habido dos preguntas importantes sobre Judas: ¿qué estaba haciendo y por qué lo estaba haciendo? Y al responder estas preguntas —lo cual significa interpretar la historia y la figura de Judas— tenemos que tomar en cuenta algo simple pero significativo: que al traicionar a alguien (o algo) estamos protegiendo a alguien (o algo) más. Y que ese alguien o algo más pueden ser —de hecho es posible que sean— de verdadero valor o importancia. Cuando E. M. Forster dijo que esperaba tener el valor de traicionar primero a su país que a su amigo, Forster estaba enfatizando la cuestión del valor o la importancia, de lo que la traición puede proteger. Así que tenemos que considerar qué es lo que Judas pudo haber estado protegiendo —qué valores él pudo haber seguido aparte, esto es, de los de Satán— al traicionar a Jesús. A menos que no haya sido una traición del todo: algunos intérpretes han querido argumentar que Judas estaba intentando ayudar a Jesús pero falló en el intento.
“Yo sé quién eres y de dónde vienes”, le dice a Jesús en el Evangelio de Judas, escrito al parecer a mediados del siglo II, unas cuantas décadas después de los evangelios del Nuevo Testamento, y descubierto en los años setenta en Egipto medio, pero sin salir a la luz, después de varias turbias negociaciones, hasta el 2001. Judas es entonces el único de los discípulos a quien Jesús inicia en el divino misterio. Se puede decir que el Evangelio de Judas plantea que sólo quien verdaderamente reconoce a alguien más puede traicionarle, y la así llamada traición puede ser lo mejor que se pueda hacer. El evangelio nos anima a creer que hemos malintepretado la naturaleza de la traición: no hemos sido capaces de ver cómo está relacionada con el reconocimiento y la transformación. Ha sido tentador exonerar a Judas —presentarle como uno de los incomprendidos— y así evitar o descalificar la cuestión de la traición desde el principio. El Evangelio de Judas dice justa y claramente que Judas traicionó a Jesús, y que esto fue de hecho algo bueno.
El Judas del Nuevo Testamento —que ahora sabemos son cuatro evangelios entre muchos otros— no es una figura impresionante; aunque es enigmática, en parte porque se nos dice tan poco sobre él, lo que invita a los lectores de hoy a adjudicar motivos, y en parte porque es una presencia decisiva en el relato. Pero él es uno de los discípulos, y esto solamente parece darle una especie de posición privilegiada. El relato nos invita a preguntar qué era Judas que los otros discípulos no eran para que él fuera el elegido, el único de los discípulos a quien Jesús usaría para transformarse a sí mismo, o para dejarse transformar por él. “El traidor”, escribe Elaine Pagels en Reading Judas, “siempre nos intriga más que los discípulos que permanecen leales”; ella parece sugerir que obtenemos un tipo de placer de los relatos sobre traición que no podemos obtener de los relatos sobre lealtad —más placer, o un tipo diferente de placer. Como si la falta de lealtad nos ofreciera algo que la lealtad no puede. Como si nos intrigara la parte de nosotros que puede traicionar a otros, particularmente a aquellos que amamos y admiramos. Como si hubiera una especie de vitalidad prohibida en esta parte de nosotros, algo moralmente equívoco y atrayente.
Las narrativas del evangelio nos incitan no sólo a no identificarnos con Judas, sino a desidentificarnos de él. Como si nadie pudiera jamás querer ser el traidor de Jesús, como si nadie pudiera aspirar a o desear traicionar a su maestro, alguien en quien realmente creeían y a quien realmente amaban.
Las narrativas del evangelio nos incitan no sólo a no identificarnos con Judas, sino a desidentificarnos de él. Como si nadie pudiera jamás querer ser el traidor de Jesús, como si nadie pudiera aspirar a o desear traicionar a su maestro, alguien en quien realmente creeían y a quien realmente amaban. Pero, ¿por qué no podría ser así? Después de todo, uno de nuestros mitos modernos sobre el desarrollo y la independencia personal es que el adolescente traiciona a sus padres, el estudiante traiciona a su maestro, que sin traición el discípulo permanece siempre sólo como un discípulo. En el mito romántico de la independencia del espíritu libre el ser un discípulo eterno, como ser un estudiante eterno, puede ser una forma de desarrollo interrumpido. Debemos crecer y volvernos las personas que somos, pero sin traicionar a aquellos en los que creemos. O debemos traicionar a otros y llamarle de otro modo —excentricidad, o idiosincrasia, o independencia de pensamiento.
Pero en el relato de Judas del Nuevo Testamento la traición de Judas es el regalo que le da a Jesús; en una inversión extraña del mito moderno, es el ser traicionado —tener la capacidad, los medios para ser traicionado— lo que es transformativo. En la versión del Nuevo Testamento Judas no gana nada: en Mateo, Judas, “arrojando las piezas de plata en el santuario, se marchó; y fue y se ahorcó” (Mateo 27.5), y en Actas, con el dinero que ganó, Judas, en la espeluznante traducción de Marvin Meyer, “compró un pedazo de tierra, y ahí cayó al suelo primero con la cara al frente, y luego su cuerpo se abrió y sus intestinos se derramaron por todos lados” (Actas 1.18). Tanto Judas como Jesús son transformados por la traición, pero sólo Jesús y el mundo se benefician de ella. Y para ser traicionado uno necesitaría —uno tenría que encontrar, reclutar, seducir— a un traidor.
Es posible que sea muy fácil para la gente de hoy día darle a Judas el glamour de un transgresor. Pero no hay que tratar de hacer a Judas de algún modo mejor de lo que es; sólo necesitamos entender lo que Jesús y Judas están haciendo juntos. Entender esto puede significar, siguiendo una de las definiciones que da el doctor Johnson al verbo “traicionar” (“descubrir aquello que se ha acordado mantener en secreto”), reconocer que aquello que se ha acordado mantener en secreto en el relato de Judas es que la traición es una de las formas de la revelación. La traición es una forma ominosa de la intimidad. En algún lugar dentro de nosotros mismos relacionamos el que nos amen con el que nos traicionen, y el que nos traicionen con crecer. Y nos esforzamos mucho por no admitir esto cuando es, de hecho, algo que vale la pena reconocer. ®