Hasta García Márquez recibió la furia de un puñetazo de Vargas Llosa cuando aquél se disponía a abrazarlo hace treinta y cinco años.
Para los poco dotados de gracia en el contacto social y que cargamos con un guiño de sana misantropía en nuestro ser siempre surge la duda de hacia qué hombro se inclinará la cabeza para evitar irse de boca contra la cara del tertuliano que nos convoca a participar en el abrazo y que quizá no tome con humor esos excesos involuntarios de fraternidad salivosa.
Lo que se acostumbra es que alguno de los participantes indique con un casi imperceptible movimiento de mentón hacia dónde planea aterrizar sus brazos para que el otro lo siga del lado contrario y ambos logren trenzarse armónicamente por debajo de las axilas o sobre el hombro para culminar con las palmaditas en la espalda, pero siempre evitando el contacto con la oreja, la negligencia de acostarse en el hombro ajeno o la relajación del pubis, caso que además podría generar algún malentendido: las protuberancias repentinas modifican el sentido del gesto y sus consecuencias van de la novela rosa de verano al bofetón certero.
Lo recomendable es no dar más de tres segundos a ningún abrazo a menos que se trate de un umbral hacia otras fraternidades. Lo mejor es saber retirarse con gracia, no abusar de la presión en los antebrazos para parecer significativo y adivinar a tiempo si el saludo terminará o no en apretón de manos para conjurar todo juego estúpido por la indefinición de los pulgares; todo esto como batirse en retirada para de inmediato cortar el contacto físico y volver a la seguridad que a todo ser humano le corresponde en el metro cuadrado que le ha sido asignado en el planeta.
Porque tampoco es cosa de quedarse a vivir en un abrazo. Hay quien insiste en forzarlos por cualquier fruslería, gente que no se conforma con las navidades, las bodas o los cumpleaños: abrazo por el auto nuevo, por las vacaciones, por el cambio de tinte en el cabello de nuestra esposa.
Porque tampoco es cosa de quedarse a vivir en un abrazo. Hay quien insiste en forzarlos por cualquier fruslería, gente que no se conforma con las navidades, las bodas o los cumpleaños: abrazo por el auto nuevo, por las vacaciones, por el cambio de tinte en el cabello de nuestra esposa.
Pero la pena que causaría despreciar un abrazo puede resultar bochornosa para ambos contendientes. Las soluciones no son sencillas: hasta García Márquez recibió la furia de un puñetazo de Vargas Llosa cuando aquél se disponía a abrazarlo hace treinta y cinco años.
Hay modos menos ofensivos y que igualmente pueden informar sobre nuestra indiferencia, nuestra más atesorada soberbia o la reticencia en turno, como mantener los brazos al costado, sin ningún movimiento, en el momento en que el otro nos rodea y presiona contra su pecho. Así se logra evitar todo compromiso afectivo sin ofensa directa, y se reduce al impartidor inoportuno de abrazos a su versión más patética sin ninguna necesidad de romperse la cara nobilísimamente. ®