Manual para exiliados y prófugos de la batea en Berlín

La experiencia de un recién llegado

No estoy descubriendo el hilo negro de ni madres. No se trata de un manual definitivo para entender los cómos de la ciudad. Hay en Berlín más mexicanos que consejos, y seguro entre todos escribiríamos un almanaque que acabaría por poblar a Berlín de mexas hasta convertirlo en un verdadero desmadre.

Pues bien, por fin te hartaste de México, tierra solariega y blasonada, y te cansaste de sus muchísimos Peñas Nietos, sus incontables López Obradores y su horda de Panazis. Porque si algo hay que reconocer es que, para desgracia nacional, esos personajes son legión y no solamente lunares únicos en las tierras verdes, blancas y rojas (sobre todo rojas, por aquello de la sangre y esas cosas que también te tienen hasta la madre). Y bueno, has decidido ponerle muchas millas a la chingada. No sé a donde te conduzcan tus ímpetus migratorios, o si eres clase privilegiada, académico glorioso, posgraduado o escolasta, o vil burro con ganas de trabajar. Ya sea que te vayas a Estados Unidos a dar clases a una universidad o voltear pan en un McDonalds, o Europa a fregar trastos en España, donde no hay trabajo, o Francia —porque, ay, el francés suena tan bonito—, o Italia, en quién sabe qué trattoria o café, yo voy a ponerme el saco de la autosuficiencia y tiraré algunos consejillos para malvivir en la capital más barata y cosmopolita de Europa, el bar sin techo más sofisticado del otro lado del charco.

Claro, no estoy descubriendo el hilo negro de ni madres. No se trata de un manual definitivo para entender los cómos de la ciudad. Hay en Berlín más mexicanos que consejos, y seguro entre todos escribiríamos un almanaque poca madre que acabaría por poblar a Berlín de mexas hasta convertirlo en un verdadero desmadre. Quizá por eso nos ahorramos la empresa de juntar una mesa de redacción, sin mencionar que probablemente terminaríamos partiéndonos la madre antes de comenzar siquiera el puto prólogo.

Lo primero, cómo adaptarse

Uno. Acabas de llegar, son las primeras semanas y sientes desconsuelo, nostalgia y melancolía. Si eres culturoso o, peor aun, poeta, es muy probable que acabes sublimando algo cuyo fondo es simple y pequeño. Olvídate de rememorar aforismos, párrafos, versos y estrofas sobre el exilio y la nostalgia. Lo tuyo es otra cosa: aliméntate bien y descansa. No hay nada detrás de ese fardo que hierve en tu pecho y esa dificultad que tienes al dormir o disfrutar lo que te rodea en Berlín. Si llegaste solo, es muy probable que te esté cargando la macana con alguno de sus incontables brazos sólo porque no has comido ni dormido como se debe. Esto me conduce al siguiente punto.

Dos. Vigila lo que te metes. Vaya, así como alimentarte es importante, es muy probable que eres de cascos flojos e hígado beligerante, y quieras disfrutar de la libertad de chupar en la calle a precios muy semejantes a México. El pomo es baratísimo en Berlín, y lo bebes descaradamente por las calles, mientras caminas de un bar a otro. Al día siguiente amanecerás con dos vacíos en ti. Uno en tu cartera, pues la peda se incrementa cuatro veces en cualquier bar, sin mencionar lo que gastes en taquilla para entrar a clubes, y otro más en tu alma atormentada por el exilio. La cruda no sólo te deja reseco, sino que genera un desbalance tal en tu organismo que todas tus afecciones se convertirán en martirios inembargables, que te harán querer regresar al México con quien mantienes tu relación de amor-odio. Por supuesto, si advierto esto con el alcohol, para los graciosos que además les encanta la chingadera —si, ya saben, esas sustancias que compraban en México sin importarles financiar la guerra que tanto execran—, es menester explicar que aquí hallarán principalmente MDMA baratito, excelente mota a precios europeos y cocaína cara y más rebajada que una mujer mexicana en el Estado de México, sucursal principal del feminicidio. Y bueno, no hace falta referir ni hacer hipérboles con lo que provoca un malillón para el que gusta de azotarse.

El pomo es baratísimo en Berlín, y lo bebes descaradamente por las calles, mientras caminas de un bar a otro. Al día siguiente amanecerás con dos vacíos en ti. Uno en tu cartera, pues la peda se incrementa cuatro veces en cualquier bar, sin mencionar lo que gastes en taquilla para entrar a clubes, y otro más en tu alma atormentada por el exilio.

Tres. La naturaleza humana —o la condición humana, si lo tuyo aspira a ganar alguno de esos premios sofisticados y bien remunerados— traslada sus estados a través de todas las tonterías que innumerables escritores, filósofos y poetas garrapatearon en sus momentos lúcidos, indemnes o trastocados. Pero seamos francos, además de una buena comida y de una escrupulosa abstención, lo que sigue es hacerte de una mujer o un hombre que te acompañe. Seamos francos: este culo desaforado de ciudad es en absoluto amable con el candor latino, sea éste sofisticado o vilmente guarro. Agrégale a eso si eres feo. Pero recurriendo a la objetividad más pragmática, cualidad del mexicano desesperado, muy probablemente mucha de tu azotaje amaine cuando emparejes genitales con alguien. No seas payaso o payasa y exijas carne aria. Si te topas con producto nacional, éntrale sin empacho. Seguramente es menos complicado que sortear a las princesas de hielo de por aquí, quienes no hallarán nada graciosas tus pantomimas nacionales e idiosincrasias, amén de expresar completa incomodidad con la historia de tu país asolado por la guerra, la imbecilidad gubernamental y la estupidez de tus connacionales. No les interesa. Están muy contentas con el clissé del burrito, el sombrero y el tequila. Además, no necesitas ganarte la lástima de nadie.

En la práctica basta con tragar como se debe y no arrastrar esas viejas mocedades y vicios a una ciudad que se regodea de sus posibilidades y licencias. Que tomar en la calle no te convierta en teporocho; que te permita otras perspectivas. ¿Eres de plano un exiliado y no tienes grados académicos y apenas ladras el inglés y el alemán te suena a ladrido, y todo tiene tonos caninos cuando te comunicas? ¿Eres, ora sí, ciudadano de tercera categoría? Haz de la peda tu subsistencia. Y de aquí partimos a la segunda sección que, más o menos, ofrece recomendaciones para medio vivir en la otrora capital de las casas ocupas, los punks con perros educados y el currywurst.

Cuatro. Probablemente muchos de mis probables lectores tengan infinitos pruritos intelectuales, más que morales, con respecto al avejentado acto de pedir limosna. Muchos mamertos que leen este congal regenteado por el buen Roger dirán: seguro este cabrón cínico se puso a pedir limosna en la calle, afuera de algún mercado Rewe, o del U-Bahn, y no voy a mentirles, porque no me interesa, pero sí, he pedido limosna, pero como un borracho cínico y desvergonzado.

Lo diré de una vez: pedir dinero en Berlín sobrio no sirve de nada. Limosna y borrachera van de la mano como carpintero y martillo o diputado y partido. Un limosnero calificado, por lo general un par de jóvenes, alguna pareja de adolescentes, quizá algún viejo desdentado, hirsuto y con gamborimbos en sus cabellos rubicundos, sirve de poco si no se exhibe borracho o con una botella posando a lado de él. Sucede lo mismo en casi toda Europa, y no es algo propio de este congal destechado del underground. Ahora bien, la ventaja estriba en que el pomo aquí cuesta absolutamente más barato que en casi todo el continente, a precios comparados a México, e incluso algunas veces más barato que cualquier puto Oxxo, corporativo regiomontano.

Entonces, pues eso. Consíguete un vaso de plástico, abrígate bien si hace frío y arrellánate en la entrada de cualquier supermercado después de la una de la tarde, o después de las cuatro o cinco. Y no se te ocurra presentarte sin tu respectivo pomo. Licores de preferencia, y aquí importa poco la marca sino su patetismo. Lo anterior no requiere explicación, pero para aquellos que no lo sepan, cada menjurje con alcohol posee un patetismo inherente, que no debemos relacionar con figuras literarias, cinematográficas, políticas o musicales. Pues los alcoholes de Allan Poe eran exactamente los mismos que los de Faulkner, y los de él los mismos que los de cualquier otro cabrón con debilidades culturosas. Tú debes tumbarte esos rollos, y meditar el patetismo intrínseco de cada tipo de bebida. Probablemente obtengas respuestas de inmediato. O quizá te tome tiempo. Si quieres ganar dinero, más vale que lo comprendas rápido.

Dicho lo anterior, la comprensión de la conexión entre el chupe y el pedigüeño la obtuve cuando conocí a Anne Larsen, nacida en Munich, pero berlinesa por estricta conveniencia y absoluto pragmatismo. Larsen es de aspecto regordete y deambula con ese olor agridulce que no solamente ella trae en el cabello, sino también chicas que te presumirán estudiar sabediosquémamada en alguna universidad que quizá no conoces. De ojos acuosos, profundos y jeta burda sin otra cualidad que una fealdad llana, de ésas que no provocan susto sino indiferencia, Anne me explicó que no tiene humor para emborracharse todo el tiempo, así que a veces deambula con la misma botella toda la semana y simula estar borracha. El histrionismo, dice con su inglés de simulacro, es tan cansado como cualquier trabajo, y yo la escucho entre hastiado y meditabundo, imaginando el fracaso estrepitoso de un borracho pidiendo dinero a rajatabla en las afueras del metro Balderas o de la calle cuarta en Tijuana. Anne remató presumiéndome sus ingresos de arriba de cien euros por cinco horas de trabajo. Si consideras que el sueldo mínimo para un trabajador con estancia legal es de siete euros la hora, nunca pedir limosna ha sido tan divertido.

¿Otras profesiones? No llevo años viviendo en este lugar. Son, hasta el momento, mis mejores sugerencias. Si Roger Darling me da licencia, hace poco averigüé del éxito que tienen los gigolós en ciudades como Berlín. Hay un déficit de gigolós, según me explican, y aquí surge la pregunta de cómo averiguan el déficit y el superávit de prostitutos.

Cinco. Ésta es la imagen que me hallo afuera del S-Bahn, en Ostbahnhof: un hombre entrado en años, enfundado en saco y moño, relativamente impecable entre el frío y la humedad de media semana de lluvia y viento helado, camina a mi lado con los brazos y manos cruzados en la espalda. Vamos al mismo ritmo. Parece un viejo sumido en reflexiones. Un viejo raro, porque no abundan en Berlín, tierra de jovenzuelos, treintones sobre bicicletas y cuarentones arreando amplias carriolas. Como le vengo siguiendo la estampa, imaginando mamadas como la muerte de Walser, mientras me convenzo de que el ruco parece la encarnación de Karl Gutzkow, todo mi entramado de imaginarios cae con el mismo estrépito que provoca un duelo de tazos entre dos chamacos en los parques mugrosos de cualquier Infonavit cuando se detiene frente a un bote de basura, y sin mover los brazos de su espalda, atisba con mucha suficiencia por el recoveco, y sólo se digna a mover una de sus manos para introducirla, sin remangarse las mangas del saco, y sacar una botella de cerveza para enseguida regresar hacia un rincón atrás de un teléfono público, donde hay un carro de supermercado copeteado de vidrio y envases de plástico. Qué estampa y figura, señores. Casi un torero del reciclaje.

Lo anterior debe servir para derrumbar cualquier escrúpulo que pueda haber en cualquier mamón cuyas pretensiones son la vida cosmopolita sin sobresaltos, arte, cultura y demás. Pepenar es oficio de no pocos en la ciudad que fue el último reducto de Hitler. En esta ciudad, como el nazi, se viene a perder el pudor y la vergüenza. Aquí se resiste aunque uno acabe con un tiro y quemado con gasolina. Además, ¿quién va querer matar a un pinche mexicano y además darle candela? Con un euro, la recomendación es meterse a un supermercado y depositarlo en una ranura para disponer del carrito. Al empujarlo a la calle hay un mundo entero de posibilidades. La gente toma en la calle. Es un país civilizado, señores. Claro, en otros lugares de Europa también toman en la calle, pero en Berlín lo hacen porque es barato y porque sí. Esto significa cientos de botellas dejadas al garete en bancas, mesas, teléfonos, bordes de banqueta, canaletas, macetas, árboles, dinteles, marcos de ventana, puertas, y por supuesto, botes de basura. Las botellas van de los ocho a quince centavos de euro. El plástico ronda los 25 centavos. El aluminio, no recuerdo. Pero qué importa. Si tienes un amigo que te acompañe, mucho mejor. He visto parejas de locales deambulando en bicicletas con canastillos topeteados de envases y las he visto caminando, chachareando y trajinando bolsas de plástico repiqueteantes de vidrio. Convierte tu pepenar en peda y compra unas cervezas baratas en el supermercado. El envase, ya sabes, es reciclable.

(Aquí hago un paréntesis para los músicos. Uno muy pequeño donde no abundaré: Sí, sí funciona subirse al U-Bahn a rezongar canciones; da de comer. En lo personal me parece la forma más aburrida de gorronear. Sean creativos, y con eso no les sugiero que pongan tapetes con cristales en los vagones del metro, pues es muy probable que acaben arrestados.)

¿Otras profesiones? No llevo años viviendo en este lugar. Son, hasta el momento, mis mejores sugerencias. Si Roger Darling me da licencia, hace poco averigüé del éxito que tienen los gigolós en ciudades como Berlín. Hay un déficit de gigolós, según me explican, y aquí surge la pregunta de cómo averiguan el déficit y el superávit de prostitutos. Y bueno, no es que piense anexarme a las filas de la putería para mujeres (la putería homoerótica no es lo mío; ya puedo verme fracasar en mi trato poco sofisticado con el homosexual berlinés), pero ¿a poco no les parece tentador que les cebe el terreno de cómo ganar unos centavitos haciéndola de latin lover con las comedoras de salchichas locales?

Disclaimer: Aunque esto pueda parecer una guasa, lo es, en tanto sea tomada como algo real. Su factibilidad no la garantizo, aunque si el probable lector de todo esto tiene tentaciones de exilio, por favor, vengan a Berlín. No vayan a Nueva Zelanda, lugar horrible, de maremotos y terremotos, con un PIB zoofílico de nueve ovejas por cada uno de sus cuatro millones de habitantes. Además, es muy probable que me vaya a vivir ahí, y con toda franqueza, no querré topármelos ni ustedes darse de narices conmigo. ®

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Publicado en: Apuntes y crónicas, Enero 2012

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