¿Todo momento de humor es emancipatorio respecto de nosotros mismos? ¿En todos los casos marcamos nuevas posibilidades de ser humano cuando reímos? El humor puede domesticarse, volverse “el lugar común”, las marcas en una sociedad o una cultura que indican con toda precisión aquello de lo cual está permitido reírse.
Tal vez no sea posible explicar, aún en nuestros curiosos tiempos saturados de teorías acerca de casi todo, el mecanismo preciso del humor. Se presenta una situación de cierto tipo, alguien dice algo o hace algo, y él mismo o quienes lo rodean sueltan la carcajada. ¿Qué ha pasado aquí? En todo caso, algo distintivo de nuestra especie: a pesar de las historias de Lewis Carroll o de los recientes avances de los estudios acerca de los póngidos, nadie ha sorprendido todavía a un gato o a una horda de chimpancés en trance similar. Freud aventuró, hace un siglo, la posibilidad de la relación entre el chiste y el inconsciente. Pero este tipo de explicación no alcanza a convencer del todo: tiene la apariencia de un mecanismo de relojería según el cual lo visible hunde sus raíces —o sus tornillos— en lo invisible, y algo que todos ven sólo se entiende a partir de lo que ni siquiera el sujeto del chiste alcanza a notar en su propia interioridad atormentada. Y más aún: se apunta hacia lo que ocurre con uno mismo en cuanto singularidad más o menos aislable, condición lo suficientemente abstracta como para desconfiar de ella.
Puede proponerse otra hipótesis de trabajo, tal vez audaz pero seguramente fructífera en principio: la concepción del humor —o, más propiamente, de la situación humorística— como resultado de una pequeña catástrofe producida entre dos o más líneas de palabras o de acciones. Piénsese en ejemplos de esta naturaleza: un individuo, en medio de una circunstancia más bien transida de solemnidad (se le rinde un homenaje, recibe un premio, etcétera) de repente se tropieza con la alfombra y cae. La línea de acontecimientos que incluye a un señor de traje y corbata en el suelo no estaba prevista; los espectadores ríen. O tal vez un caso más oscuro: el encargado de leer la oración fúnebre saca del bolsillo un papel, lo abre y recita la lista del supermercado. A pesar de los esfuerzos de todos, alcanzan a notarse (en al menos uno de los presentes) las arrugas en el rostro apretado que lucha denodadamente por no arquear las comisuras de la boca frente al pobre difunto. Defínase provisionalmente a la situación humorística de esta manera.
Un presupuesto de este punto de vista es el siguiente: un sujeto humano se entiende menos a causa de las misteriosas fuerzas de su interior nebuloso que a partir de las líneas de palabras y de acciones que lo configuran como un nudo en el discurso; se es lo que normalmente se dice que alguien es, se hace lo que generalmente se acepta como posible para el tipo de sujeto propio de cierta estratificación social o cultural. El humor brota ante lo inesperado: la palabra fuera de lugar, la acción imprevista dentro de lo “esperable”. O incluso la posibilidad inversa: el silencio donde se aguarda una locución, el pasmo donde había que actuar de tal o cual manera (alguien se queda callado ante una pregunta boba, alguien no tiene idea del siguiente paso en la coreografía tan cuidadosamente ensayada…). Ahora bien: es posible ensayar una lectura política de los regímenes de discursos y de acciones, y por lo tanto una lectura política del humor. ¿En qué puede consistir esto?
La risa más libre tendría que ser la de quien es capaz de romper el tipo de sujeto que uno mismo se sabe, y para ello un paso indispensable consistiría en evitar el “lugar común”.
En primer lugar, sería preciso aclarar que la palabra “política” intenta referirse aquí —a la manera en que la usan autores como Michel Foucault y otros similares— más bien a las “micropolíticas” que nos surcan a todos en cuanto sujetos constituidos de cierta manera, de acuerdo con las exigencias de una configuración social y cultural. Ser alguien es ser de acuerdo con lo que las palabras y las cosas marcan respecto de las posibles condiciones de humanidad. Si esta concepción es correcta significa que el humor muestra un pequeño momento de “deshumanización”: se deja de ser lo que se supone que uno debe, se abre un boquete en el orden de los discursos por el cual asoma lo desconocido. Pero reímos de ello: el humor es la cara amable de la posibilidad, el aspecto que no intimida a menos que se repare lo suficiente en él.
Pero, entonces ¿todo momento de humor es emancipatorio respecto de nosotros mismos? ¿En todos los casos marcamos nuevas posibilidades de ser humano cuando reímos? Viéndolo con la calma requerida habrá que decir que no. El humor puede domesticarse, volverse “el lugar común”, las marcas en una sociedad o una cultura que indican con toda precisión aquello de lo cual está permitido reírse. Cuando estas condiciones se cumplen el humor no puede corresponder a la ruptura de líneas de palabras o de acciones: más bien colabora en la estratificación, en la solidificación de un ambiente sociocultural que incluye, como parte de sus procedimientos de domesticación, los instantes en que los sujetos que lo conforman tienen permiso de reírse de algo.
Sea el caso el de los chistes “estándar” que versan sobre algún tipo de individuo humano que se concibe como risible per se: anécdotas racistas, cuentos misóginos. ¿Se rompen las condiciones de lo social y lo cultural cuando se inicia con una pregunta tal como “¿Por qué las mujeres…?” o cuando se empieza con “Éste era un indito que…”. El supuesto ingenioso que recuerda un chiste de esta índole no está rompiendo con una solemnidad real: sólo trae a colación el repertorio de “cosas chistosas” que pueden decirse o hacerse de acuerdo con una solemnidad más general e invisible, en la que no puede repararse sino con un esfuerzo mucho más arduo de la capacidad crítica. El buen “cuentachistes” suele ser un personaje que las condiciones de la cultura y la sociedad nos permiten contemplar de vez en cuando para reforzar los nudos de subjetivación más o menos establecidos: “Todas las mujeres son tal y tal…”, “Los indios siempre son…”, “El mexicano siempre hace…”. Toda corte que se precie de serlo tiene a su bufón, así como tiene a su verdugo. El buen cuentachistes no necesita sino repetir lo que el contexto sociocultural, de cualquier manera, ya hace: discriminar, separar a los seres humanos según grupos con mayor o menor poder, lo cual incluye —por supuesto— el poder para mofarse de lo que todo mundo considera, de por sí, chistoso.
De manera que el humor más genuino, el que rompería con lo que todo mundo supone que sería objeto de la risa, debe ser un fenómeno más bien raro. Se dice que nadie es más sabio que quien sabe reírse de sí mismo. Desde este punto de vista, sin duda la frase es correcta. La risa más libre tendría que ser la de quien es capaz de romper el tipo de sujeto que uno mismo se sabe, y para ello un paso indispensable consistiría en evitar el “lugar común”: ¿qué tipo de carcajada es la que funciona de acuerdo con las mismas condiciones que nos dicen “ríase usted de esto y lo otro, pero no se ría de lo de más allá”? Si desde el principio queda más o menos establecido que una sociedad puede burlarse tranquila e impunemente de ciertos tipos de persona al interior de ella misma, habrá que utilizar en sentido crítico la frase que reza como un diagnóstico: “dudoso humor”. Como casi todo aquello que somos capaces de hacer, el humor tiene un carácter ambiguo que sólo se define por las líneas de poder o de impotencia con las que se concatena. ®