Tal vez Carlos Fuentes (1928-2012), cuyo deceso ocurrió el martes 15 de mayo, haya sido la persona que llegó a representar, mejor nadie, esa relación “mutuamente conveniente” que, según el dictamen de Alan Riding, ha prevalecido entre los poderes públicos y los intelectuales de México.
Durante la era del PRI —y también en lo que va de la etapa panista— el gobierno y otros poderes públicos han buscado una parte de su legitimación en el otorgamiento de toda clase de mercedes a la nomenklatura intelectual de nuestro país.
Esas mercedes oficiales han incluido el patrocinio, la publicación y la difusión de sus obras, así como el reparto de becas, premios, homenajes, comisiones y contratos ventajosos, cargos públicos, asesorías, asignaciones diplomáticas en el extranjero, etcétera.
A cambio de ello, nuestros mimados hombres y mujeres de letras, artes e ideas podían —y pueden— pasar por “críticos del régimen”, por “pensadores independientes” o por simpatizantes y hasta militantes de una ideología distinta a la del partido en el poder.
Como muchos otros colegas suyos, Carlos Fuentes pasó por ser un intelectual independiente y, al mismo tiempo, obtuvo toda clase de beneficios de los gobiernos en turno, gobiernos que, a su vez, siempre procuraron mantener una buena relación con el afamado escritor.
Aparte de haber recibido, meritoriamente, los principales premios y distinciones instituidos por el Estado mexicano, Fuentes fue miembro de El Colegio Nacional, con un estipendio vitalicio que ronda los cincuenta salarios mínimos; fue designado creador emérito del Consejo Nacional para la Cultura y las Artes, y durante una etapa de su vida formó parte también de la élite del Servicio Exterior Mexicano, donde, durante el sexenio de Luis Echeverría y parte del de José López Portillo, se mantuvo como embajador de México en Francia.
Del régimen de Echeverría, en particular, Fuentes fue un defensor a ultranza, de suerte que incluso trató de exculparlo de la tristemente célebre represión del Jueves de Corpus, cuando el 10 de junio de 1971 un contingente paramilitar (conocido como los Halcones) disolvió a una manifestación estudiantil, con el saldo de varios muertos y decenas de heridos.
Pero a diferencia de lo que había hecho Octavio Paz tres años antes, cuando renunció a seguir siendo embajador de México en la India como protesta por la matanza de Tlatelolco, el 2 de octubre de 1968, Fuentes no sólo se mantuvo como embajador de México en Francia, sino que en repetidas ocasiones salió a la defensa del gobierno de Echeverría, esgrimiendo la teoría del complot y alegando que presuntas “fuerzas del pasado” estarían queriendo desestabilizar a la administración del sucesor de Gustavo Díaz Ordaz.
La crítica a los excesos del echeverriato no la hizo Fuentes, sino otros intelectuales como Daniel Cosío Villegas, Gabriel Zaid y Octavio Paz, con la publicación de numerosos artículos y, posteriormente, con la confección de sendos libros: El estilo personal de gobernar, Para leer en bicicleta y El ogro filantrópico, respectivamente.
En el otro extremo, los intelectuales afines al régimen, como Carlos Fuentes y Fernando Benítez, llegaron a plantear un dilema tan falso como risible y que, para pena de sus autores, cobró fama de inmediato: “O Echeverría o el fascismo”.
Y cuando vino el golpe al diario Excelsior, en 1976, en el último año del gobierno echeverrista, Fuentes siguió colaborando con el régimen y sólo renunciaría a la Embajada de México en Francia a comienzos del siguiente sexenio, cuando a raíz de la muerte del dictador Francisco Franco el gobierno de José López Portillo restableció las relaciones diplomáticas de México con España, designando al expresidente Gustavo Díaz Ordaz como embajador de nuestro país ante aquella nación.
En el otro extremo, los intelectuales afines al régimen, como Carlos Fuentes y Fernando Benítez, llegaron a plantear un dilema tan falso como risible y que, para pena de sus autores, cobró fama de inmediato: “O Echeverría o el fascismo”.
Carlos Fuentes tampoco estuvo entre quienes vieron algo anómalo en la forma como Carlos Salinas de Gortari llegó al poder, luego de las sospechosas elecciones de 1988. En cambio, aceptó su inclusión dentro del llamado Sistema Nacional de Creadores, con un estipendio vitalicio equivalente a treinta salarios mínimos.
A escala local, las autoridades de la Universidad de Guadalajara establecieron también, desde principios de los años noventa, una relación clientelar, o de mutua conveniencia, con Carlos Fuentes.
Del lado de la cúpula universitaria hacia el escritor esa relación incluyó homenajes internacionales en el estado de Nueva York (en Brown University) y en el Paraninfo de la UdeG; incluyó también múltiples reconocimientos y celebraciones dentro de la Feria Internacional del Libro, así como el patrocinio, por cerca de siete millones de pesos, para el estreno de la decepcionante ópera Santa Anna, de cuyo libreto Fuentes es autor. Y todo ello fue pagado, claro está, con el presupuesto de la UdeG.
De parte del escritor hacia los mandarines universitarios esa relación les reportó a estos últimos, en primer lugar, una legitimación ante buena parte del gremio intelectual. Aparte de ello, Fuentes cedió el monto de su beca vitalicia del Sistema Nacional de Creadores para el establecimiento de la Cátedra Julio Cortázar, iniciativa a la que se sumó de la misma manera Gabriel García Márquez, quien aun siendo de nacionalidad colombiana había recibido también la beca para “creadores eméritos” de México, concebida por el gobierno salinista.
Nada —o casi nada— de lo hasta aquí expuesto se ha mencionado entre los copiosos artículos, notas y comentarios que ha suscitado el deceso de Carlos Fuentes, autor de algunas obras excepcionales, pero también de libros que vinieron a aumentar el cúmulo de lo prescindible.
Carlos Fuentes fue un intelectual mexicano de luces y de sombras; una persona admirable en muchos aspectos, pero no en todos. ®