El sufragio universal no es universal porque no somos iguales, ni ante la justicia ni ante la injusticia. La democracia no ha sido capaz de hacernos iguales ante la ley, los privilegios de unos cuantos es lo primero que se ejerce una vez en el poder, por ello el sufragio no es un pase automático para que una sociedad mejore su situación económica o social.
Parte de la absoluta libertad de la existencia es decidir. Al decidir, se elige, dice Sartre. Esta elección supone una reafirmación de nuestro ser. La democracia da existencia al pueblo, a los ciudadanos y éstos la demuestran con la decisión de elegir gobernantes y representantes. Pero ¿hasta qué punto esta existencia y esta capacidad de elección es real? Y en esos términos, ¿lo que elegimos es lo justo o lo ideal? Así como en nuestro entorno privado podemos equivocarnos al tomar una decisión, al elegir entre una cosa u otra, podemos errar en la elección de un gobernante. Esta decisión puede estar sometida a muchas circunstancias, se vota por castigo al gobernante anterior, por rechazo a determinada opción y por venganza política, lo menos es hacerlo por afinidad real. Y esta afinidad no tiene por qué ser justa o correcta, la realidad es que tenemos libertad de elegir a un tirano.
La democracia es hasta ahora el medio más funcional para elegir y ser gobernados, pero no es, ni de lejos, un sistema perfecto ni un método justo. Para el filósofo Renan es absurdo dejar una decisión como ésa a la mayoría del pueblo al ser la mediocridad la constante que domina en la población; que la masa elija es un error. Aristóteles dice en la Ética Nicomaquea que “el hombre manda en interés propio y se convierte en un tirano”. Esto quiere decir que entre la deficiente capacidad de la mayoría y la inclinación del poder para actuar en favor de sus intereses, la elección democrática tiene enormes posibilidades de convertirse en un fracaso. No tenemos que recorrer a la Historia completa para ver cuántas decisiones populares se tradujeron en catástrofes políticas. Apelar a la inocencia de los ciudadanos que desconocen si alguien va a resultar un gobernante bueno o pésimo es ser condescendientes y menospreciar una característica del ser humano: nos gusta ser engañados.
Las campañas políticas no son hechos aislados, están rodeadas de todo el aparato de poder; las alianzas, por cínicas y desvergonzadas que sean, se hacen sin pudor y a la luz pública, las traiciones se muestran como aciertos y la contradicción —eufemismo de la mentira— es un arma que nunca se desgasta. Así, no hay engaño; hay sumisión a las ideas, a las personalidades y entrega a las bajas pasiones. En la democracia los fines justifican los medios, y hacer consignas de campaña completamente antiéticas y antisociales es válido para obtener votos complaciendo a un grupo. Promesas que violentan los derechos humanos (promover la pena de muerte, limitar los derechos de la comunidad homosexual y de las mujeres y su derecho al aborto), consignas racistas y xenófobas, promesas delirantes en asuntos económicos o el descaro de no perseguir los delitos que deja pendientes el gobierno saliente.
Aunque en política lo real es siempre peor que lo aparente, la desilusión social tampoco es una realidad; sin engaño no hay expectativas, tenemos lo que en nuestra existencia como masa elegimos. La democracia no es garantía de un buen gobierno. Ni aun el hecho de saber que hay rotación de poderes y que son temporales motiva a muchos gobernantes a actuar con ética ni los presiona para rodearse de colaboradores ejemplares. En la silla del poder el tiempo se detiene y gobiernan como si el periodo de gracia fuera eterno, sin remordimientos, sin la profunda conciencia de actuar por el bien de una nación.
Decía Voltaire que para acceder al poder es necesario engañar a las masas, y apunto que es necesario que nos dejemos engañar. En los países árabes llegó la democracia y las mujeres están perdiendo los pocos derechos que tenían. En Europa gobiernos democráticos son derrocados por los especuladores, que es el nombre correcto de los mercados.
Aun así lanzarse a nuevas elecciones después de una administración desastrosa nunca es una locura o un suicidio político, al contrario, es de nuevo la gran posibilidad que ofrece la ciudadanía que sabe equivocarse. La combinación perfecta es el cinismo del poder y la ceguera voluntaria de las masas. Si los candidatos no tienen proyecto no importa, la ciudadanía tampoco lo tiene, la mayoría no sabe qué tipo de gobierno desea. El voto muchas veces no es para decir Sí, es para decir No. Baudelaire se lamenta de la pérdida del derecho divino en su texto “Lo que pienso del voto y del derecho a elegir”, pero el poder democrático toma el derecho que le otorga el pueblo que es más grande, real y contundente que el de una herencia de sangre. La mayoría, en su fuerza, es capaz de hacer dioses temporales de hombres sin cualidades. Y actúan y se desenvuelven como tales. La memoria falla una vez en la cúspide, nadie vuelve a ser un ciudadano normal después de conocer esa gloria del absolutismo temporal. Ni la sociedad deja que sean otra vez lo que eran antes, el juicio político es una figura demagógica, no existe, no se aplica porque el poder tiene la capacidad de escribir su propia historia, de revisarla cuantas veces sea necesario. No existe un mecanismo de rendición de cuentas ni de transparencia. La ilusión vana que representa la democracia es porque sus contrarios son demasiado fallidos.
La monarquía es un sistema anacrónico, que dibuja al país que la sustenta como retrógrado y sin criterio ante las lecciones de la historia, incapaz de vivir fuera de la quimera de un poder otorgado por fuerzas sobrehumanas y hereditarias. De rituales ridículos, naturaleza corrupta, holgazana y desvergonzada, la monarquía apela a la voluntaria minoría de edad de sus pueblos que se niegan a vivir sin fantasías y sin cadenas y que pagan este servilismo social manteniendo con sus impuestos a una familia y la rodea de lujos de por vida.
Las dictaduras están fuera de discusión, el retroceso y la represión que representan es impensable, y lo más terrible es que muchas han llegado al poder a través de la democracia. Ante este desolador panorama la única disyuntiva que nos queda es esta limitadísima y nada prometedora posibilidad del voto democrático. El sufragio universal no es universal porque no somos iguales, ni ante la justicia ni ante la injusticia. La democracia no ha sido capaz de hacernos iguales ante la ley, los privilegios de unos cuantos es lo primero que se ejerce una vez en el poder, por ello el sufragio no es un pase automático para que una sociedad mejore su situación económica o social.
Decía Voltaire que para acceder al poder es necesario engañar a las masas, y apunto que es necesario que nos dejemos engañar. En los países árabes llegó la democracia y las mujeres están perdiendo los pocos derechos que tenían. En Europa gobiernos democráticos son derrocados por los especuladores, que es el nombre correcto de los mercados. Y van y votan a otro gobierno que va a durar lo que los especuladores ordenen. Así, no hay democracia real o ésta no cumple con las necesidades reales de los ciudadanos. Flaubert dijo que “El sufragio universal está a punto de convertirse en un dogma que reemplazará a la infalibilidad del papa”, y tiene razón, el voto no sólo no es infalible, es una forma de manipulación altamente corruptible y es, para nuestra fatalidad, el único método que tenemos para elegir y aparentar que somos soberanos. ®
Aelredus
La democracia nunca será garantía de un «buen gobierno» porque en toda sociedad existen concepciones contrapuestas de lo que es un «buen gobierno». Para un izquierdista el «buen gobierno» defenderá un supuesto derecho al aborto (que no se encuentra fundamentado en los derechos humanos reconocidos por la ONU, pero no nos desviemos del tema principal) mientras que para un conservador el «buen gobierno» hará exactamente lo contrario.
Cuando hablamos de la posibilidad de un «buen gobierno» implícitamente declaramos que nuestro paradigma ético es el correcto, y que el resto de la sociedad está equivocada o simplemente es corrupta o malvada. La pregunta interesante sería en qué nos basamos para creer que dicho paradigma es el «correcto», ya que nuestros contrincantes igualmente piensan que ellos son los buenos y nosotros los malos.