Marker es probablemente el mayor documentalista de la historia del cine, aunque a veces, sólo a veces, incursionó, con gran placer y talento en la ficción. De su filmografía forman parte Un domingo en Pekín, Olimpia 52, ¡Cuba sí!, Sin sol o Un día de Andrei Arsenevich, entre casi sesenta títulos.
El cortometraje es un género cinematográfico noble y que ha producido un sinnúmero de perlas. Grandes cineastas no han filmado a lo largo de su vida más que cortos. Sin embargo, por razones exclusivamente pecuniarias, el corto padece de una gravísima invalidez: no tiene dónde exhibirse, no posee foro. No tiene uno, espectador, dónde verlo.La televisión podría ser uno de esos foros, pero no lo es. De vez en cuando, de cuando en vez, transmiten un corto. Pero son muy escasos. No son rentables. Prefieren los largometrajes, “largochurros” en general, las telenovelas, los shows, cuando no insulsos directamente estúpidos, los noticieros y, por supuesto, la publicidad, la sacrosanta publicidad, que no tan poco a poco, va ganando terreno y comiéndose tiempo y espacio. Sólo faltaban los “infocomerciales”, interminables. La publicidad dentro de la publicidad. Dios nos libre.
El cine también podría y debería ser un espacio de exhibición de cortos, acompañando a los largos. De hecho, hace decenios las películas iban siempre precedidas por noticieros, caricaturas o propuestas breves, a veces humorísticas (cómo olvidar el inolvidable, espléndido Cinelandia).
Esa costumbre ha desaparecido. Hay que aprovechar el tiempo. Más publicidad y más funciones. Es decir, más dinero. Pero si contáramos con autoridades competentes se podría fácilmente, por ley, obligar a los exhibidores a proyectar un cortometraje de diez o quince minutos en cada función. Pero qué va. El Imcine y la Dirección General de Cinematografía (DGC) tienen la cabeza en otra parte. (Eufemismo elegante.)
De ellos sólo podemos esperar pasos atrás. Son vehículos con una sola velocidad: la reversa. Fue así como hace algunos años dieron al traste con la sabia disposición que prohibía proyectar películas dobladas en las salas de cine. Las que no estuvieran habladas en español debían ser subtituladas, excepto, obviamente, las infantiles. Hoy encontrar una película en versión original se está volviendo una pequeña odisea.
Dizque así va más gente a las salas. Es posible. Gran parte de la responsabilidad recae sobre los “videos”, los devedés. El “cine en casa”, oxímoron divertido e inaceptable. Si es en casa no es cine. Quesque al público le da güeva andar leyendo. Que se distraen de las imágenes. Hace años no nos distraíamos en absoluto. Cuestión de hábitos, es verdad. Pero lo que se perdió se perdió. Como si la voz no fuera parte indispensable de la actuación. Pero da igual. A quién le interesa. Todo en nombre de la ganancia. Antes existían otros criterios. Hoy, sólo uno. Y es que, creáme, el dinero no sólo está acabando con el cine. Va a acabar con el mundo.
El caso es que ver un corto está en chino. Y otro tanto sucede con los documentales de largometraje. No son negocio. Digamos que no son un “buen” negocio. Hay otros mejores. Y en este baile al son de los morlacos nos perdemos obras extraordinarias.
Nunca se dejó llevar por el vértigo de la riqueza, que hubiera podido lograr con facilidad. Bastaba que se hubiera pasado de plano a la ficción, que hubiera hecho cine más fácil y que estuviera dispuesto a aceptar los caprichos y los intereses de los productores. No lo quiso hacer. Ese, para dicha suya y nuestra, no era su juego.
Un contraejemplo notable han sido las cintas de Michael Moore, Bowling for Columbine, Farenheit 9/11, Sicko, entre otras muchas, que produjeron una relativamente buena taquilla, y que incluso lo llevaron a ganar un Oscar (¡!). Y es que a pesar de ser buenos testimonios no dejan de constituir propuestas sensacionalistas.
Es sin duda este escabroso camino entre el realizador de cortos y documentales y su público potencial el que ha producido que el nombre de Chris Marker no sea conocido más que por los auténticos cinéfilos. Y aun entre ellos sólo una parte ha podido ver alguna de sus obras, que son numerosas y todas brillantes e inquietantes.
Marker es probablemente el mayor documentalista de la historia del cine, aunque a veces, sólo a veces, incursionó, con gran placer y talento en la ficción. De su filmografía forman parte Un domingo en Pekín, Olimpia 52, ¡Cuba sí!, Sin sol o Un día de Andrei Arsenevich, entre casi sesenta títulos. Al comienzo de su carrera, en los años cincuenta, colaboró con Alain Resnais en Las estatuas también mueren y en Noche y niebla.
Ahora no encontré subtitulado ninguno de los documentales que lo hicieron célebre. En particular El fondo del aire es rojo, crónica de tres horas, sobre el 68 en el mundo, y que yo orgullosamente subtitulé. Tarea titánica, extenuante y emocionante.
En cambio consigo, íntegra, una obra absolutamente excepcional, en todos los sentidos de la palabra. Un reto que se impuso a sí mismo, un ejercicio. Una especie de “foto-documental-ficción”, maravilloso, muy especial: El espigón. Puede usted verlo (¡subtitulado!) en YouTube, bajo su título en francés, La Jetée. Perdérsela es más que un crimen, es una equivocación. Si no la ve, no lo lamentará, pero si la ve, no podrá no decirse “de lo que me hubiera perdido. Como hubiera debido lamentarlo”. En todo caso, le paso la dirección.
Nunca se dejó llevar por el vértigo de la riqueza, que hubiera podido lograr con facilidad. Bastaba que se hubiera pasado de plano a la ficción, que hubiera hecho cine más fácil y que estuviera dispuesto a aceptar los caprichos y los intereses de los productores. No lo quiso hacer. Ese, para dicha suya y nuestra, no era su juego.
Amante fiel y pertinaz de los mininos, todavía en 2004, cuando contaba con 83 años, filmó su última cinta: Gatos colgantes. A través de su mirada, penetrante, inclemente y amorosa (sobre todo con los pequeños felinos que lo acompañaron y con los que no lo acompañaron) podemos ver el mundo, al menos el de la segunda mitad del siglo pasado, de otra manera.
Anteayer en la madrugada [29 de julio] murió en París Chris Marker. El día de su cumpleaños. Lo conocí en México, donde había llegado en 1968 para cubrir el Movimiento estudiantil y los Juegos Olímpicos.
En Francia lo volví a encontrar en 1969, al inicio de mi exilio, me acogió y nos hicimos buenos amigos, a pesar de la diferencia de edades. Hombre vital, duro, enérgico y cariñoso. Hombre magnífico. Al principio Víctor Flores Olea nos hacía de intérprete.
Chris Marker ya no está en su pequeño y desordenado estudio en Montparnasse. Y yo aquí, abatido y un poco más solo. ®
—Publicado originalmente en Excélsior el 1 de agosto de 2012. Se reproduce con permiso del autor.