Sergio Pitol me dijo que los otros estaban instalados en las partes altas, pero que la mayoría no contaba con el permiso de las autoridades. Ningún habitante nos aclaró las razones por las que estos últimos ejemplares se consideraran fuera de la ley. Tampoco fueron capaces de explicarnos los motivos de su proliferación.*
Desde hace cerca de treinta y dos horas te tengo presente. Tanto, que cuando veo que me escribes me impresiono. Es que estoy llevando a cabo una suerte de experimento con las palabras que se intercambian sin sentido. No sé si llegue a resultar como lo tengo pensado. Te contaré su mecanismo cuando ya esté puesto en funcionamiento. Tu imagen ahora, después de leerte, se me hace nítida en el gabinete de baile que me describes. No sólo tu silueta, sino el aura que seguro se desata en aquel espacio y sólo algunos perciben.
Estoy agobiado de trabajo. Hago cuatro libros al mismo tiempo. Hoy a mediodía caí rendido, en un estado cercano al paroxismo. La noche anterior me había dormido a las seis de la mañana y a las nueve recibí a mi asistente de foto.
Me aceptaron el Tratado sobre Frida Kahlo tal como está planteado. Con cuarenta fotografías que registran el viaje que realicé para ver a esa Frida Kahlo con vida, la que habita en un poblado lejano. Para recordar que debía terminar semejante obra en el menor tiempo posible compré unos tenis Converse All Star en una edición limitada que realizaron con motivos de la artista. El libro cuenta con decenas de retratos, muchos de los cuales no serán publicados, los que puedo ver cada vez que fijo la mirada sobre la mesa de trabajo, pues mi asistente me trajo las copias ampliadas.
Me han invitado a Puerto Rico para febrero y el próximo jueves parto a Cuba como acompañante de Sergio Pitol. Mi nueva perra, como sabes, se llama Chispas y Señorita Coralí al mismo tiempo. El nombre de Señorita Coralí proviene del personaje de la escritora Giovanna Polarollo que estoy leyendo, y el de Chispas no sé de dónde realmente.
Los libros que estoy escribiendo tal vez se titulen: Pequeña muestra del vicio en el que caigo todos los días; Las dos Fridas; La historia de Mishima —una biografía ilustrada—, y Todos saben que el arroz que cocinamos está muerto.
No es cierto que haya ido al Congreso de Puebla. Me encontré con el equipo de Venezuela que iba a ese evento aquí en la ciudad, en el centro. Una historia triste: la ponente principal del grupo, cuyo tema era precisamente mi libro El Gran Vidrio, no pudo viajar porque su hijo murió al caer por la ventana el día anterior. Quien me lo contó leyó en público la ponencia y me dijo que había notado una suerte de vaticinio en el texto redactado por la académica.
Creo que ya entiendo por qué utilizo ahora las fotos en mis libros. Me parece que para apreciar de una manera directa lo irreal en lo que estamos atrapados. Para mirar con tranquilidad los fantasmas, los tiempos paralelos, los vivos y los muertos comiendo de un mismo plato de arroz y que suelen aparecer en mi cuarto justo antes de que me vaya a dormir.
Soy maestro de un poeta excepcional, indígena y travesti, que construye sus textos con una lógica perfectamente imposible. Para llevar a cabo nuestras sesiones de trabajo nos encontramos en un punto intermedio, que para mí significa dos horas de viaje y para él cuatro. Se trata de alguien que nunca ha visitado la ciudad. Se lo tienen prohibido en su comunidad, donde su trabajo de todos los días es de enfermero. Es bastante particular su proceso de escritura. Lo hace en náhuatl, lo traduce él mismo al español y después toma una foto. Se trata del poeta con el trámite de escritura más largo que conozco.
Cuéntame de tu viaje a ese pueblo olvidado de los Estados Unidos y si debes ir de nuevo a comprar pantalones para tu marido. Imagino que no sólo volvieron de aquel poblado sino que ya regresaron también de las playas del norte.
Yo ya casi soy otro. Lo que iba a ser una pequeña intervención médica se convirtió en una operación completa. Personal capacitado, salas especiales, anestesia general. Pese a lo esperado, la convalecencia es perfecta. No experimento ni un solo dolor y ya realizo una vida normal en todo sentido. Sin embargo, creo que el periodo de congelamiento producido por la operación y sus consecuencias sirvió para tomar decisiones. Las principales: escribir y hacer fotos todo el tiempo. Recibir también las visitas seguidas de Tadeo Bellatin.
Cambia la configuración de seres que habitan en la casa. Aparte de las llegadas de Tadeo Bellatin, aparecen cada vez más perros a mi alrededor. Se desechan las invitaciones, las llamadas inoportunas. Estoy trabajando ahora con el libro largo, que tiene como título opcional Un vicio, que no me gusta. Ni el título ni el libro.
La Escuela Dinámica de Escritores entrará en receso. Lo tengo preparado para diciembre. Será más bien una suerte de sabático indefinido.
En cualquier momento me entregan un nuevo auto, con el cual podré transportarme sin dificultades mayores durante los próximos diez años. Pensar que José María Arguedas decía que su Volkswagen era su hijo de metal, el mismo en cuya cajuela encontraron algunos años después armas y bombas destinadas a sembrar el caos social.
Actualmente estoy construyendo una serie de textos-imagen, como los llamo. Algunos ya salieron incluso publicados. En la revista Letras Libres de agosto se encuentra el primero. No puede aparecer uno sin el otro, es decir la imagen sin el texto y viceversa. Bajo ciertas características además.
De vez en cuando me veo a mí mismo y se presenta ante mis ojos nuevamente la persona de siempre —el que realmente soy— escribiendo rodeado de animales. Me percibo como dentro de alguna imagen de san Jerónimo mientras realiza su trabajo con la Biblia.
Espero esta noche ir a la tekkia para —entre otros asuntos— agradecer haber sido aceptado físicamente como descendiente de Abraham, con mi circuncisión a cuestas, que como te conté fue realizada por personal altamente calificado.
He trabajado ya varias versiones del mismo discurso —el del texto-imagen— y van a salir publicados en distintas partes. Deseo entregarla a la editorial Sexto Piso. El Tratado sobre Frida Kahlo espero que lo tengan diagramado esta semana. Pronto aparecerá también el libro que hice con las fotos de Graciela Iturbide: Demerol sin fecha de caducidad. Mañana acompañaré a Alejandro Gómez de Tuddo a las sierras de Pachuca en busca del excepcional poeta náhuatl —el pupilo del programa de jóvenes escritores con el cual estoy trabajando—, pues Alejandro Gómez de Tuddo requiere de un texto recitado en esa lengua para una muestra fotográfica que montará en Italia.
Puede ser bueno hacer ese viaje durante la convalecencia de la operación que me acaban de hacer. La Escuela Dinámica de Escritores acaba en un buen momento. Se termina pese a que mi socia, quien no puede dedicar el tiempo necesario, insiste en que continúe yo solo.
Viajo a Buenos Aires para un congreso en el Museo Malba, donde llevaré las fotos de unos muñecos colocados en un malecón y una serie de copias fotostáticas que repartiré selladas, una por una, de acuerdo con la cantidad de asistentes presentes en la sesión. Puede haber, al momento del sellado, un importante tiempo muerto que se alargue durante varios minutos.
Debo, además, recrear en fotos la comunidad de Zürau durante la década de 1920, donde Franz Kafka pasó un año en casa de su hermana tratando de restablecerse físicamente. Sólo cuento, para hacer la puesta en escena de aquel lugar, con unas imágenes de los alrededores del sitio donde me reúno con el joven poeta náhuatl: la biblioteca de Pachuca, un lugar desolado donde mi perro Perezvón espantó en cierta ocasión a unas ovejas contra la carretera, ocasionando, creo, un grave accidente de tránsito, y donde existe un cementerio que advierte en un letrero que el guardián no tiene la obligación de regar las flores.
Sigo con el libro largo que te dije estoy escribiendo. Aguardaré hasta apreciar la forma que irá tomando. Uno de mis perros nuevos es extraño. A la raza se le conoce como blue heeler, es de color azul y parece tratarse de una mezcla de perro con dingo. Da la impresión de tratarse de un mapache gigante.
Los médicos que me atienden en el hospital están contentos con las nuevas medicinas. Casi no experimento efectos secundarios y mantengo los niveles apropiados para llevar una vida sin complicaciones mayores. Sólo les preocupa a estos médicos la sucesiva aparición de lunares, motivo principal de la operación a la que me acabo de someter.
Me produce una extraña sensación saber que estarás tan cerca y tan lejos al mismo tiempo. Puerto Vallarta queda como a una hora en avión.
Yo regresé hace poco de La Habana y pensé, al llegar a mi casa, que me iba a morir. De manera literal. Sentí un tipo de miedo que nunca antes había experimentado. Me dije a mí mismo: ya llegó la hora, es momento de mandar a traer mi mortaja de papel —la que me confeccionó Gabriela León— y de informar a los derviches sufíes de mi orden que planchen sus trajes para que bailen durante varias horas seguidas delante de la caja de madera rústica donde seré depositado.
El viaje a Cuba me dejó agotado. No podré aceptar ya ninguno, al menos durante algún tiempo. Esta travesía fue excepcional porque fue una petición de Sergio Pitol. Yo sabía que si no era conmigo no lo iba a efectuar solo. Se me hizo extraño lo que acontece por allá. También lo que sucede conmigo con respecto a una ciudad en la que descubrí tantas cosas durante los años en los que la habité. De alguna manera, en su época fue un lugar de curación de las vejaciones que yo había vivido en Lima desde que era niño. Fue la ciudad en la que decidí la mayor parte de las convicciones que hasta ahora mantengo. Pero ya queda poco de todo aquello. La mayoría de conocidos de entonces vive en otro lugar. Los que todavía permanecen allí sostienen, sin embargo, una especial forma de vida intelectual. Con mucho tiempo a disposición, con la información circulando en forma oculta pero efectiva y con la posibilidad —aunque remota siempre presente— de construir nuevos sistemas de pensamiento. Claro que todo esto ocurre en una estructura acotada, que no es capaz de dar cabida pública a casi ninguna de sus elucubraciones. Existe, pese a las circunstancias, un no tiempo, un no estar, la aparición de caminos que muestran un claroscuro particular, por los que es posible emprender búsquedas personales que cualquiera podría calificar incluso como propias de un demente. Algo de eso queda vivo todavía. Parte de este grupo de pensadores se reúne en una torre alta, en una suerte de minarete, desde donde se aprecia la bahía en la que empieza la ciudad. Allí se discuten asuntos que muchas veces no parecen tener ninguna razón de ser.
Yo debía acompañar a Sergio Pitol quien, por un desorden de carácter neurológico, de vez en cuando desconoce la forma de hallar las palabras que debe enunciar. Estar presente en las juntas donde se organizaría su Semana de Autor, prevista para noviembre de ese año. Debía también caminar en su compañía por el malecón, atestado de personas que lo único que parecen buscar es estar lo más cerca posible del mar.
Protagonizamos en esos días cierta aventura nocturna. Sergio Pitol insistía en ver lo que sucedía en el inframundo de aquella ciudad y logré, después de múltiples pesquisas, ponerme de acuerdo con el peluquero de la hija de la poeta Reina María Rodríguez, llamado el Chino, para que nos sirviera de guía en ese ámbito. Abordamos gracias a sus gestiones un auto ruso destartalado, que tenía la radio puesta a un volumen muy alto, que nos llevó, en medio de la noche, a cerca de cien kilómetros de distancia hasta llegar a una fiesta clandestina.
Después de abandonar la ruta principal se accedía a esta fiesta por un camino de tierra. Pensé en los escenarios de William Faulkner, en los del libro Santuario principalmente. De pronto unos tipos se acercaron al auto y, después de ver el interior, nos permitieron el paso. Adentro todo daba la impresión de ser una especie de Lugar sin límites, no el del libro de José Donoso sino más bien el de la película de Arturo Ripstein. Se trataba de una suerte de cabaret artesanal en medio de la nada.
Como te mencioné, hice el viaje porque Sergio Pitol me lo pidió. En un principio la solicitud me dejó algo sorprendido. Su Semana de Autor estaba programada para noviembre y nos encontrábamos en julio. No llamó tanto mi atención que deseara realizar semejante travesía, sino que me hablara de la presencia de unos curiosos muñecos instalados en el malecón. Me aseguró que poseían características diferentes a los demás muñecos conocidos. Me habló de esos muñecos la primera ocasión en que mencionó la posibilidad del viaje. Me informó que habían estado guardados en diversas bodegas y almacenes durante muchos años —la mayoría de las veces en pésimas condiciones—, pero que, sin embargo, todavía algunos de ellos eran capaces de proyectar vivos colores si estaban bajo la luz del sol o si sus interiores eran encendidos con focos.
Sí, no te preocupes, mi operación fue hecha de manera profesional. Con anestesia y duró más de tres horas. Lo curioso es que no me duele. Ahora ya me siento parte de la tradición judía o musulmana.
La última en enterarse de este asunto fue Margo Glantz, porque en su computadora es imposible abrir un documento con las características del que te envié. La especie de folleto donde se explican las ventajas y desventajas de las circuncisiones. Pero, como te dije, me sometí al proceso por los lunares que me aparecen con frecuencia y tienen algo preocupados a los médicos.
Ya te conté que tengo un perro reciente, el ejemplar es un ganadero australiano azul cruzado con dingo. También un auto acabado de comprar, igual al negro anterior pero de este año. Cierro la escuela, mejor dicho la dejo congelada, y me dedicaré a escribir y a tomar fotos de tiempo completo. A ver qué sucede después de asumir una decisión de esta naturaleza. No pienso atender casi ninguna cita, principalmente las que se establecen fuera de mi casa antes de las cuatro de la tarde. Mañana estaré encerrado casi todo el día. El martes realizaré el viaje a la Sierra Gorda en busca del poeta en náhuatl para que lea en voz alta el texto que formará parte de la muestra que montará Alejandro Gómez de Tuddo.
Parece que la mayoría de los muñecos de los que me habló Sergio Pitol se encuentran instalados cerca al mar. Precisamente en el malecón que abarca casi todo el frente de la bahía. Los colocados en aquel sitio dan la impresión de ser los más baratos o los que han sido almacenados en condiciones inadecuadas. Algunos de ellos incluso parecen peligrosos. El riesgo consiste en que sus instalaciones eléctricas presentan un estado por lo regular defectuoso, y si alguna persona llega a tocar sus superficies puede verse afectada de pronto por una riesgosa descarga de energía. Precisamente los del malecón son los muñecos en los que menos se puede confiar.
Una vez que arribamos a la bahía, Sergio Pitol me informó que sabía también de la existencia de otra clase de muñecos. Parecidos a los del malecón pero más serios. En comparación con ellos, los que están colocados junto al mar parecen figuras ínfimas. Puestas en aquel lugar solamente para servir de parafernalia, como suerte de muñecos de pastel, cuya única misión es demostrar que en la bahía las reglas de conducta parecen ahora diferentes.
Sergio Pitol me dijo que los otros estaban instalados en las partes altas, pero que la mayoría no contaba con el permiso de las autoridades. Ningún habitante nos aclaró las razones por las que estos últimos ejemplares se consideraran fuera de la ley. Tampoco fueron capaces de explicarnos los motivos de su proliferación.
Yo, cada vez tengo más sed —así le dicen, tener sed, algunos miembros de la orden sufí a la necesidad de acercarse a la presencia de Dios— de retomar el camino espiritual. Ojalá empiece este lunes por la noche. Intento hacerlo desde hace varias semanas, pero horas antes de asistir a la tekkia algo siempre se cruza que me lo impide.
La verdad es que ya no quiero comer, beber, respirar, amar a una mujer o a un hombre o a un niño o a un animal. Ya no quiero morir. Ya no quiero matar. Hazme el favor, por eso, de rasgar la fotografía de autor que aparece en los últimos libros.
Por tu culpa soy un fanático de las plumas Inoxcrom, que son muy malas. Cada vez que acudo a un Office Depot me robo una. En la siguiente visita me llevo, también sin que lo adviertan, los cartuchos de repuesto. ®
* Fragmento de El libro uruguayo de los muertos, México: Sexto Piso, 2012. Reproducido con autorización de la editorial. Título de la redacción de Replicante.