Hemos visto mucho: desde las entrevistas a Hugh Hefner hasta las repugnantes escenas de Max Hardcore; desde Holmes a Veronica Hart, pasando por Rocco Siffredi, Jenna Jameson, Ron Jeremy y Sasha Grey. Frecuentamos clubes swingers, hicimos tríos, nos entregamos a felaciones y cunnilingus, practicamos el sexo anal y, sin embargo, de las relaciones entre las personas seguimos sin saber gran cosa.
Como otros términos fundamentales, pornografía está rodeado de misterio, confusión y ambigüedad. En lo personal creo que es un termómetro social, que refleja los sueños, temores y ambiciones de los pueblos; es una herramienta de combate a la vez que lo es de sometimiento, es un mecanismo subversivo y a la vez represor. En lo personal la admiro y me intriga profundamente su poder de fascinar.
—Naief Yehya
Cuando yo tenía diecisiete años creía que todo el mundo vivía fascinado por el sexo, es decir, fascinado por practicarlo y por experimentar sus múltiples variantes. Este candoroso pensamiento adolescente pasó a mejor vida cuando descubrí hasta qué punto para muchas personas el sexo no es más que un trámite, con frecuencia bastante traumático, en el que no siempre el goce está involucrado.
Comprendí también, sin embargo, que si bien no todas las personas estaban fascinadas por experimentar determinadas prácticas sexuales, todas ellas tenían por la sexualidad una curiosidad desmedida. Descubrí que todo el mundo —casi todos mis amigos hombres y muchas mujeres— veían cine porno. Que conocían a actores y a actrices de los que yo en mi vida había oído hablar. Entendí, por fin, como dice Bruce LaBruce, que el porno era un negocio multibillonario que es todavía un “secretito sucio”. Que todo el mundo ve o ha visto porno en su vida, y que esto estaba desvinculado muchas veces de un deseo de experimentación real.
(Entonces me puse a ver porno).
Hace no mucho un amigo, ávido consumidor de porno gay, me decía que el acto de masturbarse solo en un baño con los ojos cerrados es ya algo del pasado. Desde que existe internet —y todos sabemos lo que internet ha representado para el mundo de la pornografía— nada queda librado a la imaginación. Basta con elegir una escena sexual en un sitio en la web y disfrutar del momento.
Este auge tuvo sus orígenes en Estados Unidos en los años cincuenta, en un país que pasó de estar dominado por el más rígido puritanismo a protagonizar una revolución sexual de dimensiones inesperadas. En su libro La mujer de tu prójimo, publicado en 1980, Talese cuenta parte de esta revolución a lo largo de casi quinientas páginas.
Estamos hablando de un lugar —Estados Unidos— donde la felación y el cunnilingus estuvieron prohibidos por ley hasta bien entrados los años sesenta, donde los padres no hablaban a sus hijos de sexualidad y en algunos casos —tal fue el de Hugh Hefner— ni siquiera los tocaban o los besaban; donde un editor o un escritor podían ir presos durante años por publicar un libro que un tribunal juzgara obsceno (en muchos casos, con arreglo a leyes que ni siquiera existían en el país, sino que eran tomadas de Inglaterra).
El testimonio de Talese resulta sin dudas fascinante. Centrado en la figura de Hefner como protagonista de la historia —un hombre que llegó al estrellato desafiando toda lógica de sacrificio y haciendo gala de un hedonismo que utilizó como forma de movilidad social— y de John Williamson, pionero de las comunidades sexuales, toca tangencialmente la vida de tantos otros que hicieron posible el disfrute de una libertad sexual y de expresión que hoy nos parece natural. Samuel Roth, Larry Flynt, Al Goldstein de Screw, Wilhem Reich, el abogado Stanley Fleishman y tantos otros que lucharon directa o indirectamente por el respeto a la Primera Enmienda.
Cuando yo tenía diecisiete años creía que todo el mundo vivía fascinado por el sexo, es decir, fascinado por practicarlo y por experimentar sus múltiples variantes. Este candoroso pensamiento adolescente pasó a mejor vida cuando descubrí hasta qué punto para muchas personas el sexo no es más que un trámite, con frecuencia bastante traumático, en el que no siempre el goce está involucrado.
Hay que decir que se trata de un relato que uno lee con cierta nostalgia de un momento único en la historia. Todo estaba en plena reinvención; todo era efervescencia. Para los hombres y las mujeres de Estados Unidos todo parecía posible. Las feministas proclamaban la igualdad entre los géneros, reivindicaban su derecho a hacer uso de los placeres, había un clima festivo incluso, una energía contagiosa producto de una sensación de liberación. Evidentemente, se trata un relato anterior a la aparición del sida con todas sus interpretaciones sobre la enfermedad como “castigo bíblico” por tanto desprejuicio y derroche de “inmoralidad”.
Con el sida, el uso de los placeres se vio en franca regresión, pero las prácticas adquiridas ya no podían erradicarse de la faz de la tierra: sabíamos demasiado.
Y aquí estamos nosotros, quiero decir, mi generación, o los que tenemos entre treinta y cuarenta años en la Argentina de 2012 (y que me perdonen por este recorte y esta generalización a la que audazmente me entrego simplemente por ser lo que mejor conozco). Hemos visto mucho: desde las entrevistas a Hugh Hefner sobre softporn y las conejitas hasta las repugnantes escenas de Max Hardcore; desde Holmes a Veronica Hart, pasando por Rocco Siffredi, Jenna Jameson, Ron Jeremy, Nacho Vidal y Sasha Grey. Frecuentamos alguna vez clubes swingers, hicimos tríos, nos entregamos a felaciones y cunnilingus, practicamos con más o menos regularidad el sexo anal y, sin embargo, de las relaciones entre las personas seguimos sin saber gran cosa.
La realidad que pretendemos ignorar cada día es que no tenemos una sola clave sobre los roles que los géneros podrían asumir. Hemos perdido por completo el valor de la verdad o de la confianza. No somos pioneros en nada, todo nos vino dado, y sin embargo tengo la sensación de que necesitamos una completa reducación sexual. Poseemos un modelo de masculinidad que se cae a pedazos y que seguimos intentando reivindicar a cualquier precio, porque no estamos dispuestos a pasar por la crisis que supondría, sin dudas y por un tiempo indefinido, una mayor confusión que ésta con la que convivimos.
En una entrevista, la expornostar y ahora artista y educadora sexual Annie Sprinkle dice, coincidentemente con Naief Yehya, que el porno “es simplemente un reflejo de las visiones que nuestra sociedad tiene del sexo, y de las mujeres y de los hombres y del amor”, y que hay un gran vacío en la investigación sobre la sexualidad. Sesenta años después de la revolución sexual en Estados Unidos, que tarde o temprano llegó —vale decir, con bastante menor intensidad y glamour— por estas tierras, seguimos sabiendo muy poco de nosotros mismos. Y lo peor de todo: no somos capaces de someter a debate lo poco que sabemos. Nadie se escandaliza, evidentemente, porque alguien diga que disfruta viendo porno, pero tenemos problemas en considerar las formas en que podríamos aprovechar todos los recursos a nuestra disposición, incluido el porno, para crear una sexualidad —que al fin y al cabo no es otra cosa que una forma de amor— que nos haga más felices.
Como dice también Annie Sprinkle, y hemos comenzado diciendo en esta nota, hay un gran número de gente que tiene miedo del sexo, o a quienes el sexo genera malestar, lo cual resulta complejo si pensamos que, para tener una sociedad mejor, necesitamos una sexualidad mejor.
Algo así parece sostener Diana J. Torres, performer española inventora del concepto político-artístico pornoterrorismo, quien entre otras cosas, en una entrevista que concedió al suplemento SOY de Página/12, dijo: “Es lo que ocurre con el movimiento 15-M aquí en España, los indignados que quieren hacer la revolución, pero luego vuelven a casa y no saben follar más que en la postura del misionero. Sin una política del cuerpo y el género no hay revolución posible”.
Contrariamente a estas exageraciones basadas en el visionado de cintas de Max Hardcore y snuff movies, creo que la pornografía es un lugar clave para analizar la sexualidad que tenemos y pensar nuestra propia experiencia desde un lugar de mayor libertad. Afortunadamente, esto es algo que ya está ocurriendo, y como señala la filósofa española Beatriz Preciado, “estamos asistiendo al comienzo de una microrrevolución en la representación de las sexualidades minoritarias y en la producción de pornografías subalternas”.
Dice Naief Yehya en un artículo titulado “Porno: del amateurismo a la crueldad”, que “la esencia de toda provocación pornográfica radica en su capacidad de perturbar, de sorprender y desbalancear nuestras certezas, de ayudarnos a descubrir prácticas y placeres que no habíamos imaginado”.
Ésa es la fascinación que genera la pornografía. Descubrir de pronto que nos excitamos con algo que nunca hubiéramos creído que nos gustaría ver. La pornografía nos cuenta una verdad acerca de nosotros mismos, y de los demás. El acto de asistir a una relación sexual y a un orgasmo es tan íntimo que, como señala Foster Wallace en un ensayo sobre los premios AVN titulado “Gran Hilo Rojo”, durante siglos tenías que casarte con alguien para poder verlo.
¿Es posible servirnos de la pornografía para contribuir a la gestación de una sexualidad mejor? Recordemos el papel educador que siempre se le ha atribuido (papel educador que ha llevado a ciertas feministas a comentarios apocalípticos del estilo “La fantasía es la pornografía y la violación la realidad”). Contrariamente a estas exageraciones basadas en el visionado de cintas de Max Hardcore y snuff movies, creo que la pornografía es un lugar clave para analizar la sexualidad que tenemos y pensar nuestra propia experiencia desde un lugar de mayor libertad. Afortunadamente, esto es algo que ya está ocurriendo, y como señala la filósofa española Beatriz Preciado, “estamos asistiendo al comienzo de una microrrevolución en la representación de las sexualidades minoritarias y en la producción de pornografías subalternas”. Existe un nuevo feminismo, como señala también Preciado, posporno, punk y transcultural, que “nos enseña que la mejor protección contra la violencia de género no es la prohibición de la prostitución sino la toma del poder económico y político de las mujeres y de las minorías migrantes. Del mismo modo, el mejor antídoto contra la pornografía dominante no es la censura, sino la producción de representaciones alternativas de la sexualidad, hechas desde miradas divergentes de la mirada normativa”.
En lo personal no tengo nada en contra de la pornografía dominante. Creo que perfectamente pueden coexistir ambas como coexiste el cine de Hollywood con el cine independiente, siempre y cuando otros productos puedan encontrar su lugar en el mercado. Después de todo el cine no deja de ser una industria. Lo importante es que haya oferta y tengamos posibilidades de elección.
Los modelos de masculinidad y feminidad están cambiando; probablemente vienen cambiando sin pausa desde los años sesenta. Es mejor, entonces, pensar ahora cómo es que nos estamos enfrentando al cambio, antes de perder toda la vida respondiendo a una pregunta que ya no tiene sentido hacer.
Hay algo que no podemos ignorar: la sexualidad es una energía extraordinariamente poderosa, capaz de reinventarse a sí misma, y lleva en sí el germen de cientos de posibilidades de vidas distintas.
Cuando le preguntan al director español Jesús Franco por qué decidió añadir sexo a sus películas de terror y crear el género que llamó sexhorror, suele responder argumentando sobre la centralidad indiscutible del sexo en nuestras vidas: “¿Por qué estamos tú y yo aquí? Pues porque nuestros padres hicieron un coito erótico y sexual y nos inventaron en la Tierra. Entonces, ¿cómo no va a ser esencial? La llama que me hizo nacer la considero fundamental”.
Así sea. ®
Publicado originalmente aquí. Se reproduce con permiso del editor y de la autora.