Dos cuentos

Estos relatos están dedicados a las voces que me habitan y provocan esas que no sé a quién pertenecen pero que salen de mí y me ponen a pensar si serán yo y me confirman que si no son yo, son semejantes a mí.

No soy puta

© Corwin Prescott

—Me está ofendiendo, señito. A poco andar por aquí me convierte en puta. Usted y sus amigas también andan… y no son, ¿o sí?

Con esas palabras mandé a chingar a su madre a esas pinches viejas que invaden la zonaja dizque apoyando a las “trabajadoras sexuales”, porque ahora a las suripantas les dicen así. Me vi bien decente, ¿verdad? Nomás para desafanármeles porque ya querían empezar a hacer labor conmigo. Ah, cuidado y te caigan porque ya te jodiste; empiezan a revolotear alrededor de ti como zopilotes, dándote consejos que ni les pides: que mire, que ustedes también tienen derechos y tienen que aprender a defenderlos; que ustedes no tienen la culpa de lo que son; que las condiciones sociales y la necesidad es lo que las orilla a esta vida… y todo el choro que te avientan para sentirse las salvadoras del mundo. Se creen muy chingonas… ellas qué saben. Ora que, la verdad, sí han logrado embaucar a algunas de la competencia que cayeron redonditas las pendejas y hasta el talón ya dejaron.

Todavía me da risa la cara de incrédulas que pusieron cuando les dije que no era puta. Y no, no soy puta, soy putísima. Para qué lo niego; qué se gana uno con andar de hipócrita como ésas que se llenan la boca diciendo “que si encontraran trabajo no se dedicaban a esto”, “que si hallaran un buen hombre, hasta se volvían decentes”. ¡Madres qué! Bola de mentirosas; si en este paisote vive un montón de gente bien jodida, ganando el mínimo, que es una mierda y no alcanza para nada. Y a ver, cuántas ñoras pueden presumir de un buen marido; cuántas hay que ni con hombre se duermen y en cambio sí tienen un chingo de hijos qué mantener; y a poco por eso se meten de güilas. Ay, sí tú, ya me imagino a más de medio México taloneando; iba a estar bien cabrón encontrar cliente, ¿no?

Ahora que, si me preguntan por qué las de la competencia le entran, pues ahí sí quién sabe. Les ha de gustar esa vida, ¿no? A mí me gusta, y no quiero dejarla. ¡Cómo! Si apenas estoy agarrando vuelo.

Tampoco me hace ya ilusión eso de tener hijitos y marido, porque aunque no lo crean yo me casé de blanco y toda la cosa, y si alguien me hubiera dicho entonces que me iba a volver gansa, le hubiera partido la madre por ofenderme.

Cuando lo del casorio estaba bien chavilla; tenía quince cumpliditos y además vivía en Morelia. Mi mamá era tan persignada que a fuerzas quería que me metiera a monja; yo, ni madres qué, me aferré a decir no y no. Es que creo que nací con el gusanito metido entre las piernas, y si me casé tan chica fue porque ya me urgía conocer hombre.

Aunque el matrimonio no me dio lo que necesitaba porque en eso de coger el marido me salió bien pazguato. Eso sí, neta que nunca lo hice güey. Aunque para qué lo niego, muchos hombres que conocí se me antojaron, unos por guapos, otros por machos; el caso es que a cada rato se me subía la calentura, pero cornudo, lo que se dice cornudo, no. Y eso que me iba de la chingada con él. No es que fuera mal marido —aunque a veces en puntos cuetes se ponía pesado y se le soltaba la mano, pero nomás lo normal— sino porque todo el tiempo estábamos bien jodidos. Para acabarla de fregar prontito nos hicimos de tres chamacos. En todo el tiempo que duré con él no supe lo que era vivir en un cuarto propio; acabados de casar nos fuimos de arrimados con sus papás, que aunque estaban igual de amolados, por lo menos nos echaban la mano dándonos un techo para dormir, si no, quién sabe qué hubiéramos hecho pues desde recién juntados al güevón le falló el trabajo; así como que trabajaba dos días para dejar de hacerlo quince, y eso que diario se lanzaba a buscar, según él. Mientras yo, pues ya se imaginarán, haciendo milagros con lo poco que había, cuando había. Aquel fue el tiempo en que empecé a perder la vergüenza; por lo menos la de pedir prestado; no, para qué lo niego, regalado. Eso sí, nunca tuve el problema de preocuparme por la comida del otro día, porque primero tenía qué pensar de dónde sacar la de hoy. Fue por esa situación que decidimos venirnos a la capital junto con la familia de él, ni modo de quedarnos solos.

Aquí la cosa salió peor porque, encima, teníamos que pagar renta. ¡Ah!, pero el cabrón, muy digno, no me dejaba trabajar. ¡Carajo! Diez años y nosotros ni para atrás ni para adelante. Y, pues, como siempre pasa, al poquito tiempo el muy pendejo, como dicen, colgó el arpa y se largó para “el otro lado” dizque porque allá sí la iba a hacer. Qué fácil se les hace, ¿no? Nomás un “ahí te quedas” y ni los pedos les vuelve uno a oler. Se han de largar diciendo “Ojos que no ven”, mientras uno se queda pensando “Ojos que te vieron ir”.

Total, el mismito cuento que le he oído a un montón de brutas iguales a mí, y que hasta gordo me cae repetir. Eso sí, le encargó a sus papás que me cuidaran y me vigilaran bien; juró y perjuró que a más tardar en un mes iba a mandar los primeros dólares, pero pasaron dos, cuatro, y nada. Y yo, sin quinto; me hacía falta todo; hasta trapos viejos para ponerme cuando la regla pues ni modo de pedirle al suegro para kótex. Hasta ahí aguanté. Me lancé a buscar trabajo. Los viejos ojetes pusieron el grito en el cielo; a mí me valió madres; conseguí uno echando tortillas en una taquería que estaba en un tianguis de coches usados.

Mi vida cambió desde el primer día, como si antes hubiera estado ciega. Todo era nuevo. Y luego, imagínense lo que fue caer en un lugar donde casi lo único que se miraba eran carros y hombres… y yo en ayunas. La verdad, a esas alturas ya andaba bien ganosa; nomás veía y olía macho y luego luego mojaba el calzón. Pero hasta ahí paraba la cosa, y yo creo que así hubiera seguido de no haber conocido a La Pata. Éramos compañeras de trabajo y del mismo dolor, nomás que a ella la había dejado el marido cuando la encontró con otro güey, o sea, que además de llevarme unos quince años de edad, también me adelantaba un chorro de camino. Nos hicimos bien cuatísimas. Ella fue la que me puso lo de “María Caliente” para distinguirme de otra vieja que se llamaba igual que yo pero que era bien mamona; nunca jalaba con nosotras y se hacía la espantada cuando nos oía platicar. La Pata se la agarró de bajada y la andaba chingue y chingue. Le decía: Has de ser tortillera, pero no de las de masa, manita, por eso no jalas… Qué, ¿no te dan ganas o eres de las frías? De ahí se le quedó el nombre de “La María Fría”, y a mí el otro.

Me cae que la temporada en el tianguis fue la más chingona que había vivido. No me acuerdo con cuántos cuates me fui; la verdad es que todos me tentaban; la novedad de hacerlo con uno y con otro era lo que me ponía más jariosa. Aunque hubo uno que sí me movió el tapete; por ése hasta le hubiera hecho de mujer de casa otra vez. Era un chavo más joven que yo, encargado de un puesto vecino. Un machote de ésos que les llaman sementales. Salíamos bien seguido. Tenía un cochecito y ahí lo hacíamos; tres o cuatro veces y todavía nos quedaban ganas. Ay, si ese cochecito hablara… Sólo que el cabrón nomás me quería para coger gratis.

Con La Pata me acople re bien; jalábamos parejo, aunque siempre me echaba por delante porque, según ella, yo era la buenona. “Me cae que con tu cara de señora decente y bonita, y con el botapedos que te cargas, te chingas a cualquiera”, me decía. Y sí, no me faltaban. Todo era reconocer la miradita de macho ganoso para que yo le dijera a la Pata “A éste me lo chingo”, y así era. Sólo uno se me fue vivo: el patrón. Y no porque el güey me hiciera mala cara… si hasta babeaba por mí, sino porque la María Fría me oyó hablar con La Pata de las ganas que yo le traía y corriendito le fue con el chisme a la patrona. Fácil se lo hubiera bajado a la vieja porque estaba re pinche fea, pero no me dio chance, la muy cabrona me corrió sin decir agua va y me puso en mal con la gente de los otros puestos y, claro, ya nadie quiso darme trabajo ahí; eso me dolió el resto porque el tianguis se había vuelto mi vida.

Para acabarla, los suegros se la pasaban chingando porque yo casi no hacía pie de casa, y a cada rato me amenazaban con acusarme con su hijo en cuanto diera muestras de vida. ¡Pendejos! Querían asustarme con el petate del muerto; ya para lo que me importaba. Aunque para evitar las broncas, y sobre todo para que siguieran cuidando a mis hijos, les hacía unos cuentotes bien largos; puras mentiras me volvía. Cuando me quedé sin la chamba ni les dije… de taruga; así que me salía de la casa a la hora de siempre y me encontraba con La Pata dizque para buscar trabajo, porque ella dejó el suyo cuando me corrieron. Y entre que le hacíamos al cuento buscando, aprovechábamos para ligar.

Un día, en plena avenida nos levantaron dos güeyes que iban en su buen carrazo. No terminábamos de treparnos y ya le estábamos entrando al faje; y como no nos hicimos del rogar luego luego caímos en el primer motel que se atravesó. Estando ahí, los fulanos propusieron que tomáramos un solo cuarto dizque para divertirnos más. Y, pues aceptamos. Cómo no, si de sólo escucharlo yo ya estaba bien caliente. Me cae que fue como tomarse una madre de ésas para la excitación: me crecían las ganas con cada nueva manoseada y más aún cuando lo hicimos todos contra todos; me vine un chorro de veces; quedé seca.

Cuando se acabó el revolcón los tipos se largaron y nos dejaron en el buró un buen de lana; no preguntaron cuánto; ellos solitos le pusieron precio al agasajo que acabábamos de darnos. Yo me quedé tiesa por un rato, con la mente en blanco, como si me acabaran de acomodar una buena madriza. Nunca antes había pensado en meterme al ambiente, digo, en ser puta de las que cobran, y ahora, sin haberlo pretendido, ya lo era. Entonces fue cuando me cayó el veinte. Acababa de saltarme la barda. Antes sólo me había asomado a mirar qué había del otro lado; ahora estaba ahí y me gustó. Me cae que me sentí bien libre y sin remordimientos; así que decidí disfrutarlo lo más que se pudiera.

Me lancé a la calle. No regresé a la casa de los viejos ojetes ni he vuelto a ver a mis chiquillos. De eso hace más de un año. Eso sí, les mando su lana religiosamente. Ellos van a estar bien, si Dios quiere, y si no quiere, entonces, ¿yo qué puedo hacer?

Hasta hoy me va de peluche, aunque la verdad no fue fácil conseguir que me respetaran; tampoco ganarme un lugar… con tanta competencia. Lo bueno es que en el ambiente ya me conocen y saben que conmigo no se andan con chingaderas.

Me retegusta este trabajito; me cae que lo disfruto el resto. Me encanta la bulla que se hace en las calles donde vendemos amor, sobre todo en las noches, que es cuando acá todo mundo se olvida de las jaladas esas de la decencia. El ambientazo que armamos es bien chingón; me hace sentir viva; que la sangre me hierve cuando me recorre el cuerpo.

Es por eso que digo: no soy puta, soy putísima; por algo me dicen la María Caliente.

Ese muro

© Anneè Olofsson

Y decidí llamarte Clara, como tu piel, tu pelo, tu mirada. Clara, tienes el don de transformarme en un cursi patético; en un imbécil emulador de adolescentes. Pero qué más da, si esta circunstancia que vivimos ya resulta patéticamente cursi.

Trato de unir los trozos de recuerdos, de regresar al principio; me abruma no contar con un registro exacto de ti en esa etapa. Sé que de entrada te rechacé, que te convertiste en una molestia. Me enardecía la grosera invasión de mi santuario, al que, categórico, negaba el acceso a familiares, amigos y amantes porque lo deseaba exclusivamente mío. Cómo no rebelarme contra la inopinada interferencia de una extraña que se hacía presente en cualquier momento y distraía mi atención. Era grotesco, una burla que yo correspondía lanzándote frases desdeñosas y mordaces, o con indiferencia. Algunas veces, fastidiado, preferí alejarme de casa para evitarte; no era de mi interés involucrarme en situaciones ajenas. También recurrí a aumentar el volumen a los sonidos de mi ambiente: la música, la tv, el ruido de muebles y trastos. Los requería nítidos para confirmarlos propios, para demarcar los límites.

Mas tú, insistente, ganabas espacios, mis espacios. Y, contra mi voluntad, confieso, comencé a tocarte con mis pensamientos y con mi compasión, e incluso a justificarte, porque a fin de cuentas qué culpa tenías de que la maldita pared, esa inútil que debía haber resguardado nuestros mundos y secretos, soslayando el obligado principio de lealtad, se asumiera soplona y alcahueta, aplicándose a la tarea de filtrar hacia mi lado pedazos de tu intimidad.

Aún significabas nada más que un objeto para especular, una interrogación mayúscula que creo se habría desvanecido con resistencia y tiempo, pero un día, y ése sí lo recuerdo al detalle, la mujer grito, gemido, voz, tomó forma en tu cuerpo menudo, insignificante.

Esa mañana, todavía la borrachera haciendo estragos, corbata en mano, el portafolios desparramando papeles y con apenas diez minutos para llegar a mi cita te vi. Echabas llave a la puerta y, escurridiza, emprendiste veloz marcha pegadita a la pared. Escondido tu rostro detrás de la cortina de pelo lacio, protegías tu cuerpo cruzando los brazos sobre el pecho. Por un instante, sólo uno, nuestras miradas se toparon. Me ignoraste rotundamente. Tú, la invasora, no demostraste un ápice de curiosidad por mi persona. Para mí en cambio, resultó una sorpresa la punzada que abrasó mi vientre; ese repentino arribo de la emoción me dejó perplejo y, sin que interviniera la voluntad, mis piernas me llevaron a seguirte escaleras abajo. Multiplicadas las interrogantes tuve la urgencia de identificar lo que de especial posees, aquello que removió mis entrañas. Y te observé con descaro, con avidez morbosa para colmar la súbita necesidad de llenarme de tu imagen. Nada nuevo descubrí, nada obtuve, excepto que te instalaras a tus anchas en mi mente. A partir de entonces, el cuchicheo del muro devino la dosis que exige esta progresiva adicción a ti que me aqueja. Sí, Clara. Requiero, necesito una y otra vez escucharte en el quejido, en el placer, en el silencio de tu cuerpo lánguido y aun en la simplicidad de tus costumbres.

Mantengo tu imagen secuestrada desde aquel encuentro, y ella se reanima cuando mi oído percibe hasta la más sutil emisión de tu cotidianidad. El ruido de la cuchara al agitar tu café; el espacio entre tus pasos; el cariñoso tono con que llamas al perro mientras con las palmas golpeas suavemente tus muslos me devuelve tu estampa en movimiento; puedo ver tus manos gráciles, el castaño de tus ojos y tu pelo; el tímido vaivén de tu cadera. Te evoco como una mujer acariciable, urgida de ternura y, al mismo tiempo, desenfrenadamente ardiente. Me deleita saberte de esa forma. Cuando él canaliza la ira hacia tu cuerpo pienso en cuán grande debe ser tu hambre de él, qué avasalladora la fuerza de tu deseo para aceptar llenar tus vacíos con dolor. Y en ese punto mi deseo se empareja con el tuyo y, perverso, anhelo ser el sujeto que te provoca esa entrega ilimitada, incomprensible.

Materia de sobra tengo para reflexionar, pero prefiero… no, no estoy seguro de si se trata de un acto volitivo o de una obsesión que finalmente me place. El hecho es que me gusta esta variante de la excitación ante la que mis distintas experiencias se disminuyen, que no tiene que ver sólo con sexo, que es plena desde que subvierte el orden de mis partes vitales. Reflexionar me torna a ratos pusilánime, confieso, y en esos momentos casi permito que me posean los sentimientos de culpa y de vergüenza que pretenden sumirme en el agobio. Pero los rehuyo. No voy a flagelarme por el egoísmo implícito en el hecho de permanecer callado y expectante frente a los episodios violentos y amorosos que tú y él protagonizan, ni por encontrar placer en ello. Me pesa decir, aunque estoy seguro de que tú lo entiendes, que cuando la tranquilidad se instala por periodos largos, anhelo que él por fin la rompa, aun sabiendo el precio que tienes que pagar. Tú esperas lo mismo, lo sé. Conozco tu urgencia por vivir esos instantes en los que te eriges poderosa, esos en los que él se muestra tiernamente arrepentido y te llena de promesas y de caricias, y te envuelve con el sedoso encanto de sus brazos, y tú, toda generosidad, te regalas completa y abres tu dolorido cuerpo para ser penetrado nuevamente por él y por sus renovadas súplicas de perdón; a esas alturas la magnitud de mi ardor compite con la tuya y la de él.

En ocasiones estuve tentado a seguirte como aquella primera vez, o a tocar tu puerta y hacer que supieras de mi existencia, de cuánto te conozco y el desvarío que me provocas. Pero temí acelerar el final de un juego en el que yo iba solo; incidir en tu vida significaba, de alguna manera, invitarte a participar en él, y eso no era posible porque por ti y a través de ti yo jugaba. Y no sabes cuánto lamento no haber cedido a tal impulso.

Aquella noche había estado divagando, aguzando a ratos el oído. Las hojas de una larga lista de nombres de mujer, subrayado el de Clara, aventada con descuido sobre la mesa, daba cuenta de lo tedioso de la espera. No tardó mucho más, sólo que ahora fue diferente: él se ensañó. Lo supe por la intensidad de tus gritos y gemidos de dolor que repercutían en mi estómago, por los ladridos desesperados con que el perro daba cuenta de la saña. Había un cambio en el volumen de las voces, un ambiente enrarecido y denso que con dificultad se filtraba a través de la pared. Preso de la ansiedad me atreví a llamarte. Grité tu nombre y pretendí derrumbar el muro con los puños. Aterrado, no atiné a hacer nada más. No supe si mi voz logró llegar a ti. Callaste desde esa noche llenándome de un silencio que aún me aturde.

No llevo la cuenta del tiempo que se ha muerto a partir de aquel día ni de las veces que me he contado esta historia con la que pretendo desterrar el olvido. Por lo pronto, he sellado mis ventanas, no doy cuerda a los relojes, economizo movimientos para evitar los ruidos, por si acaso me respondes. ®

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Publicado en: Narrativa, Septiembre 2012

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