La vida y la muerte según los hikikomoris

El torbellino de los dioses digitales

¿Qué es un hikikomori? ¿Quiénes son estos outsiders que desprecian nuestra realidad? ¿Quiénes son estos navegantes del hiperespacio cibernético que más allá de las elementales pesadillas de Matrix navegan la realidad más alucinante de la ficción tecnológica?

La primera vez que supe de la existencia de los hikikomoris fue por un comentario de Verónica Macías, fotógrafa. Empecé a investigar sobre este fenómeno y no encontré nada. Meses después, en una nota sobre Infoverborrea de Tom Wolfe, leí por vez primera la palabra escrita: hikikomoris.

El texto de Tom Wolfe sólo menciona a los hikikomoris de pasada. Copio el fragmento para los lectores y por el placer del homenaje, de la intertextualidad y de la complicidad.

El escenario era el Museo Suntory, en Osaka, Japón, en un auditorio tan posmoderno que hacía castañear los dientes. El público estaba compuesto por centenares de estudiantes de arte japoneses. Asistían a la sesión inaugural de una exposición de cuatro de los ilustradores estadounidenses más grandes del siglo XX: Seymour Chawst, Paul Davis, Milton Glaser y James McMullan, el alma del legendario estudio Pushpin de Nueva York. La exposición se titulaba “Pushpin y el porvenir: El célebre estudio que transformó el diseño gráfico”. En el escenario, fascinados por su fama internacional, los estadounidenses tenían todas las razones del mundo para sentirse orgullosos.

Sentados ante ellos había un intérprete. El director del Suntory empezó su introducción en japonés e hizo una pausa para que el intérprete tradujera sus palabras al inglés. “Nuestros invitados son un grupo de artistas estadounidenses de la era manual”.

El director continuó hablando, pero sus invitados estadounidenses ya no escuchaban. Estaban demasiado ocupados tratando de asimilar la primera frase. “La era manual…” “La era manual…” Las palabras retumbaron en sus cráneos, rebotaron en las pirámides del bulbo raquídeo, pasaron zumbando por el cuerpo calloso y se alojaron en las áreas de Broca y Wernicke del cerebro.

Entonces lo entendieron. Los centenares de jóvenes japoneses que los miraban desde la platea no los consideraban visionarios de la vanguardia artística, sino unos decrépitos mamuts lanudos que de alguna manera habían conseguido atravesar la bruma del plioceno para llegar al Suntory. Un conjunto de reliquias inexplicablemente vivas, todavía respirando, supervivientes de… ¡la era manual!

Maravilloso. Ojalá hubiera sabido japonés —dice Wolfe— para hablar con aquellos estudiantes mientras contemplaban el primitivo espectáculo que se les ofrecía. Sobra decir que eran hijos de la naciente era digital. ¿Ilustraciones manuales, a mano alzada? Qué valientes eran aquellos viejos, que habían perseverado en su empeño, pese a disponer de tan pocas herramientas de trabajo. Aquí y ahora, en la era digital, los ilustradores utilizaban el ordenador, la computadora (¿qué si no?). ¿Crear imágenes de la nada? Qué expresión tan pintoresca y adecuada, “de la nada”, y qué idea tan pintoresca y anticuada… En la era digital, los ilustradores “editaban” imágenes en la pantalla. El propio concepto de la posmodernidad se basa en el uso universal del ordenador digital… tanto para modificar ilustraciones como para sintetizar música, enviar sondas espaciales o conseguir, vía internet, comunicación instantánea con gente del mundo entero e información inmediata sobre cualquier tema. El mundo se había encogido y estaba empaquetado en una membrana electrónica. En todo el planeta ninguna persona se encontraba a más de seis clics de distancia de otra cualquiera. A una velocidad de vértigo la era digital estaba dejando obsoletas las fronteras municipales, provinciales o nacionales, además del resto de las antiguas demarcaciones geográficas. Otro tanto ocurría con los mercados, la mano de obra y las industrias regionales. El mundo se había unificado… online. Sólo quedaba una “región”, y se llamaba “universo digital”. Live or die: les gritaban exaltadamente los jóvenes japoneses a los extintos mamuts de la premodernidad. Los exaltados japoneses que gritaban eran hikikomoris. Sí, hikikomoris, los máximos navegantes contemporáneos del espacio virtual, más allá de los pretecnológicos nerds, los hikikomoris son los actuales anacoretas del espacio virtual, la pulsión mayor de la ingeniería informática llevada a su máximo delirio, a su máxima perversión.

Sí, de la pasión por Oriente nos pueden dar fe múltiples libros dedicados al tema. Pero, ¿cuántos sueños aguardan en unos gramos de opio o en una computadora conectada a la red? ¿Cuántos libros o vidas deben vivirse para lograr atrapar la totalidad de un territorio como lo es el Oriente de la fabulación? Porque no es lo mismo hablar de los sueños y las leyendas y los fantasmas de la China o del Japón como Lafcadio Hearn lo hace en sus libros, que hablar del Japón moderno y cosmopolita como Banana Yoshimoto lo hace en su novela Kitchen, o en Kyosei Chu, novela de Ryu Murakami, traducida al francés con el nombre de Parasite, o intentar equiparar los haikús que crearon Basho o Issa o Li-po con los libros que se han escrito sobre Hiroshima en el Japón contemporáneo o las pesadillas perversas de los Hikikomoris que sueñan con arrasar la realidad más real, la de todos los días, para imponer su delirio virtual y tecnológico donde el e-mail, las computadoras y los cds son el máximo posible de la hiperrealidad.

Pero, ¿qué es un hikikomori? ¿Quiénes son estos outsiders que desprecian nuestra realidad? ¿Quiénes son estos navegantes del hiperespacio cibernético que más allá de las elementales pesadillas de Matrix navegan la realidad más alucinante de la ficción tecnológica? Los hikikomoris viven en sus dormitorios y escriben poemas anónimos como éste:

Viven en sus dormitorios 1
Los hikikomoris viven en sus dormitorios
No quieren a nadie, ni nada
ni ser vistos
ni cantar
ni girar sobre los relucientes zapatos de charol
ni ser felices con la novia adorada
ni comer platillos sabiamente sazonados
ni alzar los rostros
para que el sol del mediodía los pinte de amarillo
Los hikikomoris se duchan levemente
y pasan el día mirando el esplendor de la pantalla
porque algo pasa
si no eres mamífero vertebrado
si no posees cabeza tronco y extremidades
si no estás hecho con base en un compuesto de carbón
si no te pasas el día pensando en ser alguien
un perfil de colores definidos en medio de la multitud
un personaje que gana una sonrisa cada día
un genuino tesoro de la casa
de la patria
de la humanidad

porque
algo pasa si eres un estigma
Una vergüenza Una vergüenza
It’s a fault
¡Guilty! ¡Guilty!
y sólo quieres desaparecer
Rodearte de algo
Un estéreo con plataforma para 25 cds
Una suscripción al cable con una oferta de más de 920 canales
Cientos de recortes de revistas
más el software adecuado
y encima de todo
una ventana por la que se mira
el muro hermoso del edifico de enfrente
o los duendes de cerámica del jardín
o la noche
la hermosa oscuridad que permite que tus ojos vean
los puntos de luz a lo lejos

Viven en sus dormitorios 2
Pero no todos los hikikomoris se limitan
a expresar su estado de ánimo en el perímetro
de sus habitaciones
Un hikikomori irrumpió en una casa
y acuchilló mortalmente a una mujer porque
—explicó luego a la policía—
“quería tener la experiencia real de matar”
Otro aterrorizó durante doce meses (12) a su padre
y a su madre hasta que a éstos no les quedó otra alternativa que estrangularlo
No fueron crímenes de pasión
Nadie quería apoderarse de lo ajeno
Nadie fue contratado para cortar la yugular
Nadie buscaba expandir el territorio
Fueron crímenes de desesperación
Escúchenme bien malditos lectores
fueron crímenes de desesperación
de desesperación.

Sí, los hikikomori son productos de la alta tecnología japonesa, que está cinco años luz más adelante de la demás tecnología occidental. Los hikikomoris son los jóvenes japoneses de entre trece y 25 años que viven inmersos en sus paraísos artificiales de hiperrealidad virtual. Los hikikomori son esas pústulas cibernéticas de la sociedad japonesa que han cortado todas las relaciones de su entorno y que sólo se comunican con el mundo con los controles de mando a distancia. Sus computadoras son lo máximo para ellos. Ahí pueden obtener todo lo que desean, desde sexo virtual hasta acceso a los más complicados sistemas de operación cibernética. Pero, ¿qué es una máquina? Gabriel Zaid en su libro La máquina de cantar, publicado en 1967, explica que

los cerebros electrónicos son vistos hoy como lo fueron los conquistadores españoles a caballo: seres fantásticos de cuatro patas, dos cabezas y dos brazos que lanzan fuego. No se distingue donde empieza el hombre y termina lo demás. Lo sorprendente es que hasta los sabios que han dado origen a estos monstruos parecen llevados, como el público, por la imaginación science-fiction. En la revista Fortune de mayo de 1965, con una pasión bibliotecaria total, que recuerda a Borges, dice Vannebar Bush: “Ahora el hombre da otro paso. Construye máquinas que piensen por él. Hacen al minuto los cálculos de un hombre al año. Llevan las cuentas de grandes empresas. Buscan al instante en sus vastas memorias. Traducen, mal, y hacen poesía, mal. Lo harán mejor cuando se les enseñe mejor”. “Pero todavía no hay una máquina como el cerebro, que, en vez de reducirlo todo a índices y cálculos, vaya tras las pistas asociativas, volando casi instantáneamente de una cosa a otra, sacando a luz únicamente lo significativo. Pistas que se bifurcan y se cruzan, se borran por el desuso y se ahondan por el éxito. Finalmente haremos una máquina que pueda hacer esto mejor”. “Entonces hallaremos una nueva forma de herencia. Una inmortalidad, basada en la transmisión no meramente de genes, sino de procesos mentales íntimos. El hijo heredará las pistas que siguió su padre, su proceso de maduración mental e inclusive sus comentarios y críticas; y escogerá lo provechoso, intercambiándolo con sus colegas, y trabajándolo más para la próxima generación. Y cubrirá todos los campos que toque, porque su memoria será como bibliotecas enteras, que no se apagarán cuando envejezca”.

Pascal, que inventó la primera máquina de cálculo (después del ábaco), tres siglos antes de que Bush inventara su analizador diferencial, fue también el primero en darse cuenta de que algo humano, quizá autónomo, pudiera estar encarnando en la máquina: “La máquina aritmética (su propio invento) hace cosas más próximas al pensamiento que todo lo que hacen los animales, pero nada que pueda decir que tenga voluntad, como los animales” (citado por Pierce Humbert: L’oeuvre scientifique de Pascal).

La máquina de Pascal y de Bush son el primero y el último de los cerebros mecánicos. La máquina de Pascal resolvía problemas aritméticos, la de Bush ecuaciones diferenciales. Pero ambas dependen de engranajes y trasmisiones mecánicas que limitan su exactitud. En Cybernetics Norbert Wierner cuenta cómo, trabajando con Bush, le propuso transformar las transmisiones mecánicas en eléctricas y depender de válvulas electrónicas en vez de mecanismos. Así surgió el primer “cerebro” electrónico, junto con los mecanismos de regulación automática, otra colaboración para la Segunda Guerra Mundial: el estudio, con Arturo Rosenblueth, a partir de analogías neurofisiológicas, de una artillería antiaérea que siguiera automáticamente un blanco móvil. Pero, ¿qué es una máquina, y en particular, un “cerebro”?

Sí, qué lejano parece estar para los hikikomoris el nacimiento del primer cerebro electrónico. Para ellos el chip y todas sus consecuencias analógicas del Valle de Silicón son la única posibilidad de comunicación, olvidándose de que los cerebros electrónicos sólo son una ayuda, aparentemente, para que el hombre viva mejor. Sí, los hikikomoris se recluyen en sus habitaciones como nuevos anacoretas tecnológicos y desde ahí desprecian o presencian el mundo o la parte del mundo que a ellos les interesa. Diferentes a los cibernautas occidentales que desconocen los más sofisticados adelantos en la tecnología o a los trekkies o a los hackers que confunden la ficción con la realidad o al revés, los hikikomoris se parapetan en esa extraordinaria y soberbia tecnología para deconstruir desde ahí su mundo. Más allá de las visiones apocalípticas de la posmodernidad o de las visiones futuristas de la ciencia ficción, los hikikomoris son luz negra que pulula en la red para transformar nuestra realidad no virtual.

Por ejemplo, en Home (2001), documental de Kobayashi Takahiro, podemos ver a un estudiante de cine que, tras alejarse por cinco años de su casa en Tokio, al regresar al hogar descubre que su hermano mayor se ha convertido en un hikikomori. Comienza a filmarlo. Al principio su hermano lo echa de su habitación con todo y cámara, pero poco a poco acepta la convivencia y se desarrolla entre ellos una nueva forma de comunicación, solamente viciada, tal vez, por el uso de las máquinas. En otra película, una visión belga, Thomas est amoureux, el realizador Pierre-Paul Renders describe la vida de los hikikomoris que sólo tienen contacto con el mundo exterior por medio del internet. Sexo virtual o cibersicoanalistas, para los hikikomoris, al igual que los otakus, la única conexión con el mundo es la web.

Diferentes a los cibernautas occidentales que desconocen los más sofisticados adelantos en la tecnología o a los trekkies o a los hackers que confunden la ficción con la realidad o al revés, los hikikomoris se parapetan en esa extraordinaria y soberbia tecnología para deconstruir desde ahí su mundo. Más allá de las visiones apocalípticas de la posmodernidad o de las visiones futuristas de la ciencia ficción, los hikikomoris son luz negra que pulula en la red para transformar nuestra realidad no virtual.

Un reciente índice de criminalidad en Japón explica que esta moda no es un juego y sí un caso patológico de la sociedad contemporánea japonesa. Tan sólo en los seis primeros meses del 2002 la violencia de la juventud japonesa aumentó 15 por ciento con respecto al año anterior. En ese lapso hubo varios crímenes espectaculares e igualmente inexplicables, casi todos atribuidos a los hikikomoris. Por ejemplo, un adolescente de diecisiete años secuestró un ómnibus, acuchilló a varios pasajeros, mató a una adolescente y durante más de quince horas mantuvo como rehenes a los diez ocupantes. Días más tarde, otro adolescente de dieciséis años atacó con un bate de beisbol a sus compañeros de equipo, huyó a su casa y apaleó a su madre hasta matarla. Poco antes, en Tokio, un joven había irrumpido en una casa vecina en donde apuñaló a su dueña. Según la policía, el asesino declaró que “quería vivir la experiencia real de matar a alguien”. Las investigaciones arrojaron como resultado que ninguno de estos crímenes fue pasional, por dinero o venganza, pero la saña con que fueron cometidos no sólo horrorizó a la sociedad japonesa, sino que la dejó desconcertada, como pocas veces ha ocurrido en los tiempos más recientes. Los jueces y los peritos que siguieron estos casos pudieron comprobar que la mayoría de los jóvenes asesinos respondían al perfil de los hikikomoris. Si bien hasta el momento no existen cifras oficiales sobre el fenómeno de los hikikomoris, los analistas japoneses estiman que existen entre cincuenta mil y un millón de adolescentes con estos hábitos.

Pero no todos los ciberadictos son delincuentes, no todos los hackers son Kevin Mitnick ni todos los japoneses son hikikomoris. La prosperidad económica japonesa, tan lejana a la de México, hace posible este tipo de relación de sus adolescentes con el mundo exterior; también la seguridad social y económica de la que goza Japón, envidiada por muchos países del mundo, además de diferentes causas que tienen que ver con la frustración y la feroz competitividad de esa misma sociedad, junto a una situación ontológica crítica, hicieron que el suicidio entre los adolescentes esté causando el doble de muertes, por ejemplo, que los accidentes de tránsito. Según estadísticas de la policía japonesa, un récord de 32,862 personas se quitaron la vida en el año 2000; de esas muertes el Ministerio de Salud registró 2,065 suicidios juveniles, lo que representó un incremento de 45 por ciento respecto a 1999. La cifra de suicidios entre los adolescentes japoneses en 2002 se ha mantenido en estricto secreto por parte del gobierno japonés, pero de todo mundo es sabido que el alto índice de los suicidios en los adolescentes se debe, afirman los especialistas, a las altísimas expectativas que la sociedad japonesa, la más adelantada del mundo en términos tecnológicos, proyecta en su juventud. Así, nos enteramos de que el 12 de octubre pasado fueron hallados en Saitama y Kanagawa los cadáveres de nueve jóvenes japoneses; se trató de un pacto suicida propiciado y pactado por medio de la red. Los hikikomoris en esta ocasión atentaron no contra sus familiares o amigos, sino contra ellos mismos, como si fuera una broma macabra de Narciso. Según la revista Times (noviembre de 2003) existen más de un millón de hikikomoris aislados voluntariamente, jóvenes japoneses sanos físicamente que eligen pasar sus días lejos del resto del mundo. Abandonan sus escuelas o trabajos para encerrarse a ver televisión o dedicar el tiempo completo a las computadoras, el correo electrónico y los videojuegos. Un estudio reciente realizado entre cinco mil hikikomoris reveló que 17 por ciento ya no era capaz de salir de su casa y que 10 por ciento decidieron confinarse a no salir ya ni de las cuatro paredes de su recámara. Este informe añade además que su sexualidad se detona exclusivamente con estrellas porno o figuras del cine como Tomb Raider, Britney Spears o las chicas de Suicide Girls, pero únicamente como relación sexual virtual. Suicidios o asesinatos, exclusiones o pactos macabros, la idea para los jóvenes japoneses conectados con la red es, según el psicólogo Yoshitaka Fukui, el escaparate ideal para profundizar mórbidamente en sus depresiones.

Así, para los hikikomoris, es más fácil navegar por una red virtual que está adentro de la casa de cada uno de nosotros, y para ellos, tratar con el mundo desde su mundo, que competir estúpidamente por un mundo en el que ya no creen. Como dice Henri Michaux: “Nos hemos vuelto excéntricos con respecto a nosotros mismos”. Así, con Antonio Porchia, podríamos decir a los hikikomoris: “Trátame como debes tratarme, no como merezco ser tratado”. Sí, debemos regresar al humanismo de la ciencia o intentar por lo menos reaprender los códigos necesarios que nos permitan convivir. Así podríamos decir: “Te entrego en las manos los sauces que no he visto”. Usted, amigo lector, me entiende. ®

Publicado originalmente en Replicante no. 2, “Ideologías, de la ultraizquierda a la ultraderecha”, enero-marzo de 2005.

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Publicado en: Destacados, Noviembre 2012, Oriente vs Occidente

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