Nuestra propia crisis familiar fue vivida como una liberación, un auténtica desbandada: cada quien agarró su propio camino. Yo me fui a estudiar economía, no se me ocurría otra cosa, a la universidad de California en Los Ángeles. No andaba mal en matemáticas, las credenciales de mi padre en la susodicha institución acabaron de allanarme el camino.
De Génesis
Sangre de tu sangre, de mi padre heredé la jodida costumbre de estar angustiado todo el tiempo. Padezco de ansiedad clínica desde que tengo recuerdo, sólo hasta hace poco me la he tratado como se debe. Ergo: tomo una ración suficiente de ansiolíticos cada día de cada semana de cada mes. Pronto cumpliré tres años bajo tratamiento.
No sé si las cosan van mejor o si la vida es así con todo mundo.
De mi padre, el profesor, el hombre recto y en el fondo vulgar que gustaba de calificarse a sí mismo como “congruente” cada cinco minutos al punto de volver locos a todos en la familia, de él, decía, no fiché mi gusto por el trago.
El gen alcohólico me vino por parte de abuela paterna, esa dulce señora que yo amé hasta el final de sus días. Pobre viejita. Implacable con sus hijos y expansiva hasta la cursilería con sus nietos, tuvo una vida de perros: huérfana desde que nació, a los quince años se fugó de su natal Parras, en el norteño e indómito estado de Coahuila, del brazo de mi abuelo, un bueno para nada, heredero de un emporio zapatero en Guanajuato, en el corazón del Bajío, tierra fértil en curas levantiscos y mártires de Jesucristo durante las guerras cristeras, acaecidas al día siguiente de concluida la matazón que todavía llamamos revolución mexicana, y ciudad semillero de oscuros movimientos de extrema derecha desde entonces. Antes de mudarse a la capital mi abuela solía empedarse hasta caer de bruces en el suelo de su casa como única vía de escape a la vida de maltratos, infidelidades, el letargo aniquilante de un lugar como León, Guanajuato, y otras porquerías más que le significó la vida en matrimonio con un mi abuelo y los tratos con su familia, en la que no faltaban borrachos, golpeadores de mujeres, mujeres avaras: es decir, una completa colección de sociópatas que actualmente la salud pública mantendría bajo mejor resguardo ya en una prisión, ya en un hospital psiquiátrico.
De mi madre, mia cara mamma: ¿qué fue de mi madre?
Antes de mudarse a la capital mi abuela solía empedarse hasta caer de bruces en el suelo de su casa como única vía de escape a la vida de maltratos, infidelidades, el letargo aniquilante de un lugar como León, Guanajuato, y otras porquerías más que le significó la vida en matrimonio con un mi abuelo y los tratos con su familia, en la que no faltaban borrachos, golpeadores de mujeres, mujeres avaras.
Libro de las idas y vueltas
A pesar de haber vivido una infancia y adolescencia de infierno, mi padre sobrevivió.
Hoy es una eminencia científica reverenciada mundialmente.
Empero, hay un detalle que, para efectos de esta historia, resulta insoslayable: el infierno, previsiblemente, no se detuvo con él.
Mi primer recuerdo: una maleta, piernas y pantalones en el aeropuerto. Era la despedida de mi padre, quien se largaba a pasar una temporada en alguna prestigiosa universidad gringa. Mi primer recuerdo remite, por lo tanto, a lo que mi padre asumió como una forma de vida: estar siempre de salida, pasaporte en mano.
Mi segundo recuerdo son los dramas lacrimosos de mi padre a la hora de esas despedidas. La hipocresía de mi padre no tenía límites. Lloraba, literalmente, como un niño, cuando —esto lo supimos años más tarde— en realidad se lo pasaba de poca madre cada vez que era invitado por las universidades extranjeras a impartir un curso o bien a una estadía académica: le montaban un apartamento o casa con el refrigerador lleno, se libraba de hijos y esposa, para dedicarse a la que siempre fue su verdadera vocación: la ciencia de conquistar alumnas, me imagino la mayoría de las veces unas pobres chicas tontas, carentes de la figura del padre, y llevárselas a la cama.
Estoy seguro de que las infidelidades de mi padre tenían sin cuidado a mi madre. Y a nosotros, es decir a mí y a mis hermanos, que no sabíamos nada del asunto, éramos apenas unos mocosos. La razón es sencilla: esas invitaciones doradas a pasar un semestre en Princeton o Yale, esas ausencias con duración mínima de seis meses, representaban para el resto de la familia un anhelado solaz, un respiro a las necedades e interminables sermones de un neurótico capaz de repetir lo mismo durante tres o cuatro horas, sin parar. Una pesadilla. Como Fidel Castro. Ni siquiera en sus pinches clases salivaba con tal fruición, escucharlo resultaba insoportable, cretino.
Esas invitaciones doradas a pasar un semestre en Princeton o Yale, esas ausencias con duración mínima de seis meses, representaban para el resto de la familia un anhelado solaz, un respiro a las necedades e interminables sermones de un neurótico capaz de repetir lo mismo durante tres o cuatro horas, sin parar. Una pesadilla. Como Fidel Castro.
En otras palabras, cada vez que llegaba consabida la carta de invitación —me conozco al dedillo todos los emblemas heráldicos y blasones de las principales universidades del mundo porque mi padre, presa del orgullo y quizás excitado por la proximidad del sexo con jovencitas, siempre nos mostraba muy emocionado la respectiva invitación en elegante papel membretado— sabíamos que la vida nos había enviado un regalo directo del cielo.
El contrapunto dramático, no: dramático no: quiero decir trágico, el contrapunto trágico, pues, venía cuando a mi padre el profesor se le ocurría disponer de su prole y arrastrar consigo a la familia a los apacibles campus universitarios, por ejemplo los de Berkeley y Stanford, con sus jardines verdes y sus escuelitas para niños errantes como mis hermanos y yo.
El edén de las melenudas juventudes universitarias —eran esos años— se convertía en un infierno totalitario para nosotros.
Lo usual en estas contadas ocasiones era pasar por un periodo de apenas un par de semanas durante las cuales mi padre decidía refundar eso que él llamaba, con la maldita “congruencia” de la que siempre se jactaba, el “sentido de pertenencia familiar” y que básicamente consistía en llevarnos, junto con mi madre, a comer las mejores pizzas del lugar.
La tregua duraba poco, al rato ya teníamos encima a mi padre y su interminable prédica de ridículos sermones. Hoy me resulta obvio que, como era entonces el caso, nuestra presencia dificultaba sus lances amorosos con sus bobitas estudiantes. Nosotros, no ellas, pagábamos la factura: temblar cada vez que, ya entrada la tarde, escuchábamos la puerta de la casita prestada y escuchar al energúmeno conferenciar acerca de pura pendejada que ni viene al caso traer a cuento.
El acto siguiente era siempre el mismo acto: mi madre orientándose entre jardines y edificios bonitos y llevándonos a comer, ella sola, las mejores pizzas del lugar.
En algún momento de la vida en el que los bonos académicos de mi padre estuvieron a la baja —después lo supimos: se trataba de una severa depresión—, no le quedó otra opción que aceptar la invitación de una universidad de segunda liga en Colorado. Traigo a cuento al montañoso estado de la Unión porque fue la única ocasión en que, a pesar de que el plan inicial era pasar un año académico completamente a solas, al término del primer semestre mi padre aulló de dolor y exigió el auxilio inmediato de su familia: no podía soportar un minuto más de soledad en la apacible y aburrida ciudad de Boulder.
Nunca supimos qué pasó con las lindas y dispuestas estudiantes de siempre, pero el hecho fue que mi madre —quien en efecto sabía de los episodios maniacodepresivos de mi padre y quizás temía lo peor: cuando se lo proponía el viejo era una bestia— organizó en cuestión de horas la salida y antes del amanecer, estas cosas siempre ocurren antes del amanecer, mis hermanos y yo viajábamos raudos con ella a bordo del Rabbit deportivo que entonces teníamos, una máquina que rifaba como pocas, e iniciábamos así una odisea por el norte del país que todavía recuerdo como la mejor aventura que tres menores de edad podían emprender en compañía de su mamá.
Hoy en día, con el país tomado por el crimen organizado y los cárteles de la droga, semejante empresa resultaría imposible, a menos que la madre al volante fuera capaz de conducir y sostener un AK-47 al mismo tiempo, y sus vástagos, estamos hablando de dos pre-adolescentes y un niño, portaran consigo armas largas y tuvieran sobrenombres de sicarios.
Me refiero, no es hazaña menor, a cruzar el gran desierto que se extiende entre los basurales de la Ciudad de México y las límpidas Montañas Rocallosas de Colorado. Me refiero a territorio comanche: San Luis Potosí, Zacatecas, Chihuahua, la inolvidable Ciudad Camargo, Juárez y El Paso, Tres Cruces, el puro desierto y los cielos inmensamente azules, la extraña ciudad de Albuquerque, Santa Fe, un pueblo de juguete. Hoy en día, con el país tomado por el crimen organizado y los cárteles de la droga, semejante empresa resultaría imposible, a menos que la madre al volante fuera capaz de conducir y sostener un AK-47 al mismo tiempo, y sus vástagos, estamos hablando de dos pre-adolescentes y un niño, portaran consigo armas largas y tuvieran sobrenombres de sicarios: en ese mundo paralelo mi madre respondería al mote de “La Reina del Sur”, mi hermano mayor, quien desde chico mostró gusto por la ropa de marca y en general por las cosas caras, sería conocido como “La Barbie”, yo sería “el Chapo” y mi hermano menor “el Chapito”.
Llegar sanos y salvos a la pequeña ciudad al pie de las Rocallosas no sirvió de nada. La depresión de mi padre no amainó, por lo que decidió que era buen momento para mandar todo a la chingada y tomarse el año sabático al que tenía derecho cada cinco o seis años —aunque para mí, en la imagen que tengo de esos años, el viejo cabrón se la pasó de sabático toda su vida.
Y ahí vamos todos de nuevo, esta vez al Canadá. De ese año recuerdo el raro humor de mi padre, un estado cercano a la catatonia que al final del día resultaba una delicia para el resto de la familia: no teníamos que escuchar sus discursos de Fidel Castro. Recuerdo que fue en el año del abatimiento de John Lennon a tiros cuando salía del edificio Dakota.
A la fase depresiva de mi padre le siguió un verdadero rafagazo maniático, el cual llevó a la familia a pasar del frío extremo de Canadá, sólo comparable con la Siberia donde se iban a morir los disidentes políticos, al calor infernal de La Paz, Baja California Sur, último rincón de la patria que nos vio nacer, fundada el 3 de mayo de 1535 por el mismísimo conquistador Hernán Cortés, primera escala en el prolongado recorrido de los hábiles y gallardos capitanes españoles a lo largo del litoral californiano que los conduciría hasta la bahía de San Francisco y tan lejos como la actual frontera entre Canadá y Alaska hacia 1774, en un viaje al que los rudos navegantes de la Corona llamaban, con una presciencia ciertamente siniestra, “ir a la Rusia”. Esto, damas y caballeros, en pleno siglo XVIII: algo sabían los barbudos, mugrientos y sifilíticos españoles acerca de la Contrarreforma. La mención al venéreo padecimiento la hago sin dolo ni resentimiento histórico: es un hecho comprobado por nuestros historiadores y cronistas que —valga la redundancia— en la parte baja de la península, la sífilis arrasó con casi todos los pobladores indígenas. Sólo quedaron vivos los jesuitas, a salvo de la pandemia presumiblemente gracias a la práctica enérgica de la masturbación.
La mención al venéreo padecimiento la hago sin dolo ni resentimiento histórico: es un hecho comprobado por nuestros historiadores y cronistas que —valga la redundancia— en la parte baja de la península, la sífilis arrasó con casi todos los pobladores indígenas. Sólo quedaron vivos los jesuitas, a salvo de la pandemia presumiblemente gracias a la práctica enérgica de la masturbación.
La historia no termina aquí. Sigue.
Con su magnífica idea de reemprender el camino del nómada bajacaliforniano del sur, mi padre nos sacó, una vez más a mis hermanos y a mí, de uno de los mejores colegios de la Ciudad de México para refundirnos en precarias escuelas cuyas aulas, en realidad más parecidas a una caja de zapatos, dentro de las cuales se registraban temperaturas no menores a los 38 grados. ¿A quién podría sorprenderle que, con semejante clima, el gran empresario y fundador del comercio, la ganadería y la minería de La Paz, en pleno siglo de las luces, respondiera al nombre de Manuel de Ocio?
Gracias a dios —se los dice, carajos, un ferviente ateo— el infierno apenas duró tres meses. Eso sí, cabe destacar que en esos años anteriores a la mundialización, el derrumbe definitivo de los aranceles comerciales y las interminables rondas y vueltas de carrusel del GATT (General Agreement on Tariffs and Trade), la soporífera y paralizante ciudad de La Paz, Baja California Sur, era un agitadísimo “puerto libre”: es decir, a sus muelles arribaban barcos cargados de los más diversos artículos provenientes de Estados Unidos, Japón y el resto de países del Primer Mundo. En aquellos años de fetichismo exacerbado, unos zapatos tenis de marca gringa, un impresentable reloj electrónico con calculadora incluida, hecho en Japón —nota, dije Japón: los chinos todavía producían arroz y, si acaso, unas chancletas que nadie compraba por corrientes—, un reproductor de cintas magnéticas de marca Electrofünken, eran algo más que objetos de adoración: eran la felicidad alcanzable a la vuelta de la esquina, para más señas en el paraíso ubicado en un almacén departamental llamado La Perla, en el cual uno podía comprar desde unos jeans de última moda hasta una lavadora o un robot para uso en casa, también japonés, que liberaba a la mujer de sus cadenas y hacía labores domésticas, por ejemplo poner la ropa en la lavadora. Cómo funcionaba ese armatoste sigue siendo un misterio para la ciencia.
Era la locura. El calor nos liquidó a mi padre y al resto de su prole por igual. Cumplidos los tres meses salimos de ese horno y ya pronto estábamos de vuelta en el alto y refrescante valle metafísico y base de operaciones de mi padre: la sempiterna Ciudad de México.
Libro de los eternos retornos
No hay mal que dure cien años: ni pendejo que los aguante, solía decir mi abuela paterna. Era malhablada y una experta en dichos y proverbios populares. Algo sabía de los caminos pedregosos por los que uno tiene que andar en esta vida, la viejita.
La dura vida que había llevado pareció no reblandecer su fuerte coraza de mujer norteña. Mi abuela pasó a mejor retiro en el más allá antes del alzamiento zapatista y la entrada en vigor del tratado de libre comercio con Estados Unidos, antes de los magnicidios del 94, del “error de diciembre” y de la crisis económica resultado del mentado error —en realidad un problema de cada seis años, el tiempo que dura el periodo presidencial en el país. Nuestra propia crisis familiar fue vivida como una liberación, un auténtica desbandada: cada quien agarró su propio camino. Yo me fui a estudiar economía, no se me ocurría otra cosa, a la universidad de California en Los Ángeles. No andaba mal en matemáticas, las credenciales de mi padre en la susodicha institución acabaron de allanarme el camino.
Me gradué en ciencias económicas y desde entonces he vagado sin rumbo entre las burocracias de los organismos internacionales dedicados a combatir la pobreza. Gano una fortuna y viajo todo el tiempo: algún rasgo maniaco tenía que heredar de mi ruco.
Apenas recientemente se me ocurrió improvisar un par de viajes, en realidad injustificables a los ojos de la actual jerarquía burocrática para la que trabajo, pero que logré deslizar sin que sonaran las alarmas en el sistema de los celosos guardianes del presupuesto corporativo.
Mi primera escala fue en el lugar del origen. Me refiero al hoyo del que emergió a la vida mi padre, la ciudad de León —si podemos llamar tal a una apretada colección de iglesias, una en cada esquina, rodeada de un páramo en el que relucen nuevos malls donde se remata lo que queda de la otrora poderosa industria del calzado.
A mi llegada decidí instalarme en un hotel del centro llamado El Señorial, otro vestigio más de la época en que León proveía al país entero de sacerdotes y zapatos. A medio caer, el hotel se sostenía gracias al turismo nacional y a comerciantes de bajo perfil. Incapaz de comer en el restaurante del hotel, donde el tiempo —menú, meseros y cucarachas incluidos— parecía haberse detenido, preferí dirigirme a los portales de la plaza central. Me senté en una de las tantas terrazas. En la mesa de junto había unos cuatro o cinco imbéciles, entre los cincuenta y sesenta años, que no paraban de hablar de conspiraciones de judíos y masones y de la urgente necesidad de imponer el orden predicado desde el Vaticano. Se apoderó de mí el asco: me pareció escuchar una sesión plenaria del Tercer Reich en el centro de León, provincia de la Alemania nazi. Pagué mi cuenta, recogí mi maleta y me largué de ahí para siempre.
Mi otra escapada fue a La Paz, Baja California Sur, aquel horno que habitamos durante tres meses de intensa y candente neurosis paterna. Le ahorro al lector las demasiadas sorpresas. Mi primera impresión, una fabulosa vista aérea de los contornos de la desértica península y del mar de Cortés, me llevó directo al desengaño al poco tiempo de que el avión tocara tierra. La Paz era y sigue siendo el último rincón de la patria, nada más que ahora acoge a narcotraficantes buscados por el FBI y la Interpol y parece, quizás siempre lo fue, una polvorienta ciudad miseria. El esplendor del “puerto libre” dejó tras de sí puras ruinas. La otrora mágica tienda departamental La Perla es hoy un montón de escombros que manos derrotadas escarban en busca de baratijas chinas, sandalias, zapatos que no parecen no tener su par, playeras baratas de colores chillantes, imposibles a la vista, como el sol que alumbra afuera de esa caverna.
Caminé el malecón de la célebre bahía mientras el sol caía en un magnífico atardecer californiano.
Estas ruinas, me dije al cabo, también son mis ruinas. ®