Lo sensato sería que revisásemos caso por caso o que estableciésemos normas para preservar la integridad de las criaturas a nuestro cargo, que no se permitiese y que se penalizase el maltrato a los animales, bajo cualquier circunstancia.
Me gustan los payasos y los perritos.
—John Lennon, “Entrevista en el circo”, Madison Square Garden, 1977
El circo, tal y como lo entendemos hoy en occidente, tuvo su origen en números con animales. Un antiguo militar del Cuerpo de Dragones inglés, Philip Astley, pasó de su escuela de equitación a diseñar espectáculos más complejos con caballos y acrobacias, en 1768. Descubrió entonces que los acróbatas se mantenían mejor en sus monturas —gracias a la fuerza centrípeta— cuando los animales corrían en círculo. De ahí la forma circular, con medidas más o menos estándares, que hasta hoy tienen los circos, y el origen occidental del propio término, y que luego incluyó a otras atracciones humanas, como complemento y aderezo.
Sin los animales, así como suena, no tendríamos esa vieja cultura de carpas circulares que tanto nos ocuparon la memoria de pequeños, y las historias infantiles en torno a la magia del circo tendrían un escenario diferente.
La cara fea del asunto
Cuando en una ciudad tan populosa como México, D.F. se prohíbe por ley que los circos usen animales en sus espectáculos, como parte de una campaña internacional impulsada por asociaciones y personas protectoras de esos animales, el tema se pone al mismo nivel que el de la crueldad manifiesta de las corridas de toros.
Aunque no se trate del sacrificio explícito de una criatura viviente, para alimentar el tradicional morbo por la sangre y la muerte que caracteriza a la tauromaquia, el uso de diversas especies en los circos, según sus detractores, se recrea en la tortura a esos animales como parte inevitable de sus presentaciones, instrucción, traslado y confinamiento. Se dice que son obligados a ejecutar comportamientos no naturales, bajo presión y a menudo encadenados, maltratados.
Somos una especie que asesina y devora animales todo el tiempo, que los sacrifica —eso sí, a puertas cerradas— con saña extrema, manteniendo a millones de criaturas en situación de dolor permanente, encierro brutal y sin esperanza alguna de recibir la más mínima caricia.
Algo así es tan innegable como inaceptable. Partamos del principio moral de que un ser vivo, aunque no sea homo sapiens, merece todo el respeto y la consideración de una sociedad que no lo contempló como prioridad. El ser humano, no obstante, tiende a dar protección, y no sólo en el tema de los animales, a todo aquello que muestra su perfil público, tapando con un velo de inocente ignorancia al resto de las crueldades que, por tradición cultural, se mantienen detrás de los mataderos.
Somos una especie que asesina y devora animales todo el tiempo, que los sacrifica —eso sí, a puertas cerradas— con saña extrema, manteniendo a millones de criaturas en situación de dolor permanente, encierro brutal y sin esperanza alguna de recibir la más mínima caricia, ni siquiera un terrón de azúcar por un ejercicio bien ejecutado. Tenemos perros y gatos en precario estado desbordando las ciudades, y aunque con ellos las sociedades protectoras suelen ser muy proactivas, el resultado real de sus esfuerzos apenas incide en la suerte de estas almas callejeras, que en elevado porcentaje son sacrificadas con métodos en extremo dolorosos. Incluso aceptamos en silencio, si es que llegamos a enterarnos, que las fieras de zoológicos —más o menos carcelarios o de ambiente natural— sean alimentadas con carne de otras especies, como caballos o cabras, previamente destazadas por matarifes profesionales. Nadie se escandaliza con el plano clásico de Rocky Balboa pegándole al cuerpo de una vaca muerta, como probablemente lo haga con un león que salta sobre plataformas a la orden de un látigo.
Pero sí está claro que nos sentimos más humanos, más decentes, cuando reclamamos por el maltrato animal en los circos. Esas criaturas sí parecen estar sufriendo delante de nuestros ojos.
Cárceles y cárceles
La consideración o el maltrato en confinamiento no es característica exclusiva de los circos. Aun cuando supongamos que los animales no actúan por voluntad, sino por instinto, podemos suponer que no están en aquellos sitios “por su voluntad”, sino porque un humano los obligó a permanecer allí. Dejemos a un lado que esa es la costumbre de la especie humana para con los animales desde siempre: tanto ganado como mascotas rara vez escogen a sus “dueños”, sino que son obligados o adaptados a establecer relaciones de convivencia por un plato de comida, o al menos les permiten servir de juguete y entretenimiento al ser pensante que los acoge y les provee de alimento.
No hay duda alguna de que muchos circos han transitado continentes haciendo daño a sus animales, que los conservan en condiciones precarias y propiciándoles maltrato. Ello hace entendible la postura de los detractores, puesto que tampoco es de dudar que la modalidad del ultraje sea la más extendida en los circos del mundo, pero echar en un mismo saco a todos los artistas circenses sería lo mismo que afirmar que —reconociendo de antemano que los animales, de cualquier manera, están encerrados— todas las cárceles del mundo tratan a sus reclusos con crueldad y deshumanización, o que en todos los internados escolares hay mortificación y bullying.
También existen en la cultura del circo familias como la del croata Joey Gärtner, quienes lejos de tener encadenadas a sus enormes mascotas los tratan con total libertad y con un cariño que trasciende la propia arena para volverse, fuera de ella, una suerte de versión a gran escala de aquellos que tienen varios perros o gatos en casa.
Tal y como se muestra en la película Agua para elefantes (Francis Lawrence, 2011) a partir del libro homónimo de Sara Gruen, como la tradición circense ha lastimado muy duramente a sus animales, con personajes crueles que los maltratan y explotan en nombre del entretenimiento popular, también existen en la cultura del circo familias como la del croata Joey Gärtner, quienes lejos de tener encadenadas a sus enormes mascotas los tratan con total libertad y con un cariño que trasciende la propia arena para volverse, fuera de ella, una suerte de versión a gran escala de aquellos que tienen varios perros o gatos en casa.
Así lo muestra el documental de Jean Christophe Pontis para Telemondis, a propósito del Festival de Circo de Montecarlo 2014, y nadie en su sano juicio afirmaría, al ver a la familia Gärtner relacionarse con sus elefantes, que la opción del abuso es la única posible a la hora de compartir la experiencia del circo con criaturas no humanas.
Mascotas en apuros
Caballos, perros y demás animales domésticos también suelen caer en las prohibiciones que tantos gobiernos legislan en la actualidad. Algunos dudan —como el gobierno de Cataluña, en España, que todavía en mayo de este año estudiaba la no inclusión de éstos en la prohibición— haciendo un obvio deslinde entre animales de mucha fuerza y poderosas fieras que son sometidas a través de la coacción, de aquellos que históricamente siempre fueron maltratados por su estatura menor o su nobleza.
Digamos que no falta quien aborrezca el acto de un tigre pasando a través de un aro con fuego —algo en extremo ajeno a su naturaleza— pero que dude al ver la candidez de unos perritos amaestrados que saltan en aros más pequeños o caminan sobre dos patas. Mucho menos agresivos parecen ser también los números con caballos, que de cualquier manera siguen llevando a los humanos sobre la grupa o arrastrando coches en cualquier parte del mundo, o demostrando habilidades no menos virtuosas en espacios tan aristocráticos como la equitación olímpica. Pero para los activistas más radicales no hay excepciones, “circos sin animales” es la divisa. Ni tigres ni perritos, ni elefantes ni caballos. Aseguran la viabilidad de estos shows sin animales apoyándose en que los más modernos y exitosos de la actualidad, como el Cirque du Soleil, no usan animales.
Y es que cuando se trata de pasiones, la especie humana es la única propensa a llevar todas las cosas al extremo. Y los políticos se valen de cada explosión de melodrama popular para conseguir beneficios. Unos acumulan simpatías con los reclamos de minorías, otros con la ecología, y nunca faltarán aquellos que canalicen los ímpetus de quienes quieren eliminar para siempre a cualquier animal del mundo circense.
Lo sensato sería que revisásemos caso por caso o que estableciésemos normas para preservar la integridad de las criaturas a nuestro cargo, que no se permitiese y que se penalizase el maltrato a los animales, bajo cualquier circunstancia. Si Joey Gärtner puede convivir con sus elefantes sin encadenarlos, dándoles una manera de vivir sobre la tierra que, aunque ajena a sus condiciones naturales, tampoco tiene por qué resultar dañina para éstos, ¿por qué otros adiestradores no pueden hacer lo mismo?
¿Por qué tendríamos que renunciar, de cuajo y sin establecer equilibrios razonables, a disfrutar la sonrisa de nuestros hijos al ver perritos amaestrados bailando o haciéndose los muertitos?
Por lo pronto, al paso que llevamos, los niños del futuro no sólo se perderán la majestuosidad de los caballos con penachos coloridos galopando con acróbatas encima, sino que creerán que hay algo muy extraño en la película de Disney sobre aquel pequeño elefante, Dumbo. ®