¿Acaso los sicarios y verdugos mexicanos poseen un espíritu tan metódico, organizado y un alto sentido de la competitividad y la eficacia industrial como para llevar a cabo tal operación de muerte sin dejar ningún rastro o huella de sus crímenes?
Lo que a continuación se escribe no es más que una divagación, un comentario, un dislate. Nada más complicado para un amargado que unirse a los cacareos histéricos de la fragorosa sociedad mediatizada.
El tema es el que está en boca de todos: la desaparición forzada y el probable Holocausto (“sacrificio por el fuego”) de los 43 estudiantes de la Normal de Ayotzinapa, en Iguala, Guerrero, el 26 de septiembre pasado.
Y es que, entre tanta gente conmovida, movilizada, comprometida e indignada con la causa, no quiero ser el único que pase por ocioso.
En fechas recientes, por ejemplo, ha llamado mi atención un inquietante fenómeno: el asombroso brote y emergencia súbita, multitudinaria, de expertos forenses, criminólogos y peritos que han aparecido por doquier en medios electrónicos, blogs y medios sociales que de manera oficiosa nos han mantenido al tanto de sus avances e investigaciones sobre el caso.
Por supuesto, no soy nadie para cuestionar la autoridad y los depurados conocimientos en criminalística y ciencias forenses —con seguridad adquiridos tras largas noches de estudio o quizá por una experiencia numinosa con la Wikipedia— de estos dignos sucesores de Auguste Dupin.
En fechas recientes ha llamado mi atención un inquietante fenómeno: el asombroso brote y emergencia súbita, multitudinaria, de expertos forenses, criminólogos y peritos que han aparecido por doquier en medios electrónicos, blogs y medios sociales que de manera oficiosa nos han mantenido al tanto de sus avances e investigaciones sobre el caso.
Con todo, a riesgo de que se me tache de insensible o ignorante, me inclino a pensar que es no tan inconcebible como se piensa la posibilidad de cremar y desaparecer cuarenta y tres cadáveres de la faz de la tierra en una sola noche. El secreto, a mi juicio, estriba en los medios y procedimientos técnicos disponibles a nuestro alcance para deshacernos del cuerpo o los cuerpos del delito.
La mejor defensa de esta idea nos la ofrece la propia experiencia acumulada por la humanidad tras décadas de asesinatos en masa y genocidios. Así, entre las muchas virtudes del libro de Raul Hilberg, La destrucción de los judíos europeos (Akal, 2006),que a su vez sirve de hilo conductor para el documental de ocho horas de duración de Claude Lanzmann, Shoah (1985), podemos encontrar una explicación pormenorizada acerca del funcionamiento de la logística y burocracia militar que hizo posible el exterminio y la desaparición de los judíos de Europa; desde la indiferencia, complicidad o colaboración de prácticamente todos los países europeos y los testigos y poblaciones no judías para deportarlos, hasta los macabros detalles de cómo se deshacían de los huesos que no podían ser cremados —moliéndolos, literalmente, con piedras junto a los ríos—, así como de los retos y obstáculos económicos —las propiedades y posesiones incautadas de las víctimas servían, entre otras cosas, para financiar su propio traslado en los trenes— que implicaba su deportación a guetos, para su posterior ejecución y aniquilación en campos de exterminio.
Éste es el caso de Auschwitz o de Treblinka, en cuyas etapas de actividad intensa podían deshacerse de centenares de cuerpos cada hora, miles cada día y cientos de miles al año —tan sólo en la primavera de 1944 se aniquiló a más de 400 mil judíos húngaros y a la comunidad griega de Tesalónica—; al inicio en fosas que eran incendiadas con petróleo y gasolina —las cuales ardían en enormes fogatas por horas y días enteros— y sólo hasta varios años después, en 1944, en los famosos hornos crematorios.
Los nazis, esos bárbaros teutones, dejaron muy pocas huellas de sus crímenes; se deshicieron de buena parte del papeleo burocrático —hoy sólo quedan algunos archivos históricos—, barrieron los campos de exterminio, las cámaras, los hornos crematorios —aún hoy se efectúan estudios arqueológicos para excavar sus ruinas en el este de Europa— y, como hemos dicho, pulverizaron hasta las cenizas a sus víctimas.
Hablamos pues de una maquinaría industrial de la muerte, la cual ajustició a seis millones de seres humanos en un lapso menor de cinco años —de 1941 a 1945— y que sólo la metódica y disciplinada mente alemana, abocada a la máxima eficacia y productividad laboral, podría llevar a cabo.
La Shoah judía, en este sentido, no sólo vendría a ratificar las premonitorias palabras de Walter Benjamin —“la tradición de los oprimidos nos enseña que el Estado de Excepción es la regla”, en Sobre el concepto de historia, octava tesis— sino que también demostraría la factibilidad técnico–industrial de la desaparición y el asesinato masivo de personas, en tanto posibilidad extrema del biopoder.
Si hemos de cuestionar o dudar acerca de la información ofrecida por la Procuraduría General de la República (PGR) acerca de los 43 estudiantes calcinados y literalmente borrados de la faz de la tierra, no lo hagamos fincados en un sentimiento de incredulidad que aduce que no es verosímil ni “científicamente posible” cremar y deshacerse de tantos seres humanos a la vez, como argumentan los detractores de la versión oficial.
En consecuencia, si hemos de cuestionar o dudar acerca de la información ofrecida por la Procuraduría General de la República (PGR) acerca de los 43 estudiantes calcinados y literalmente borrados de la faz de la tierra, no lo hagamos fincados en un sentimiento de incredulidad que aduce que no es verosímil ni “científicamente posible” cremar y deshacerse de tantos seres humanos a la vez, como argumentan los detractores de la versión oficial.
En todo caso, lo que un servidor cuestionaría sería lo siguiente: ¿acaso los sicarios y verdugos mexicanos poseen un espíritu tan metódico, organizado y un alto sentido de la competitividad y la eficacia industrial como para llevar a cabo tal operación de muerte sin dejar ningún rastro o huella de sus crímenes?
El hallazgo de bolsas con restos y huesos humanos en el basurero de Cocula, Guerrero, las conversaciones y órdenes del alcalde de Iguala para ajusticiar a los estudiantes, las versiones de los capos y los líderes del cártel de los Guerreros Unidos así como la estulticia y confesión de los ejecutores materiales y media docena de testigos sugieren lo contrario.
Sugieren que de haber sido más eficientes y meticulosos —como lo fue el Tercer Reich alemán— no quedaría ni un solo diente calcinado o bolsa de cenizas para enviar a la Universidad de Innsbruck y así poder comprobar la identidad de al menos uno de los desaparecidos.
Sugieren que la versión de la PGR y sus actuales líneas de investigación son más plausibles, coherentes y cercanas a la realidad de los hechos —no por ello agradables— de lo que la mayoría quisiera aceptar.
Y sugieren, de hecho, que la narco–política y el crimen organizado, fiel espejo del país al que gobierna, bárbaro, primitivo, indolente, pre–industrial y pre–moderno, todavía están lejos de perfeccionar su maquinaria de muerte y terror.
Estoy consciente de que lo expuesto hasta aquí carece del rigor técnico y científico de los expertos forenses que hoy aparecen en escena; estoy consciente de la ligereza amateur de mi peritaje, pero en los tiempos que corren, tan democráticos, tan incluyentes, donde la opinión del ladrón y la del idiota vale lo mismo que la del santo y la del sabio, un servidor no podía desaprovechar la ocasión de cacarear la suya. ®