Hay tres hogueras que son recordadas con lástima particular, dice el autor: las últimas entradas del diario de Silvia Plath, los dibujos eróticos de William Turner y las obras del conde de Rochester.
The sun is God…
Últimas palabras de William Turner
Este fin de año quise hacer un fuego. Es tradicional quemar cosas para marcar un final, un ciclo, como una invocación, quemar con la esperanza de que aquello no vuelva. El fuego es un enemigo de la memoria, como un olvido luminoso, cálido, que amenaza con salirse de control y arrebatar más de lo que se le ofrece. Hay tres hogueras que son recordadas con lástima particular: las últimas entradas del diario de Silvia Plath, los dibujos eróticos de Turner y las obras de Rochester.
1. William Turner es un pintor célebre de quien se dice se adelantó a su tiempo por sus paisajes borrascosos que lindan asombrosamente con la abstracción, décadas antes incluso de que el movimiento impresionista mostrara sus primeros marcas. La idea de que un artista se adelanta a su tiempo es fastidiosa porque implica que hay algo así como un destino por cumplirse, una historia que habría de sucederse fatalmente y los artistas profetas menores al servicio de los augurios, también, y sobre todo, es una idea insidiosa porque despoja al artista de su originalidad, reduce su calidad al escaso mérito de un antecedente. Incluso si pudiera argumentarse con éxito la idea no importa si Turner se adelantó o no a su época porque esa perspectiva no nos ayuda en nada a entenderlo, lo importante de Turner es que vio como nadie la furia, la importancia, la luz del sol y el caos haciendo visible el viento, lo poderosamente personal que puede ser un paisaje donde no estamos. Este pintor que veía como pocos era también un industrioso productor de dibujos eróticos, aguadas y bocetos, pinturas incluso que uno sólo puede imaginar tan ricas en expresividad del movimiento como las mareas que pintó incansablemente. Hablando de erotismo hay todo por ver, todos los artistas no son suficientes para ilustrar ese punto ciego del origen, y Ruskin, al cuidado de la vasta obra de Turner a la muerte de éste, encontró estas obras, estos dibujos y pinturas, y preocupado por la reputación de su amigo, los arrojó al fuego.
2. Los diarios de Sylvia Plath, además de ser un tour de force perpetuo y una verdadera mirada a la vida interior de una poeta, son expresivos de la vida emocional de una de las autoras más amadas de Estados Unidos que eligió la muerte por propia mano. Leemos diarios y correspondencia porque queremos saber de la vida de los artistas en cuya obra nos reflejamos o reinventamos, como si tal cosa tuviera sentido, como si pudiese conocerse a una madre por sus hijos, a alguien por sus amantes, la irrecusable realidad es que la soledad es invencible, un brote consustancial de la vida íntima que se desplaza a otra parte cuando se la alumbra, pero nada de esto nos convence y queremos saber, leer las biografías, saber cuáles fueron sus últimas palabras, tener las obras completas con la esperanza de arrebatarle algo a la muerte, y los diarios de Plath, con su capacidad para expresar lo indecible, prometían darnos la clave de esa muerte que parecía guardar muchos de los secretos del vivir, y encima, de la vida común y corriente, pues la suya no fue la estereotípica vida excepcional de los poetas descosidos, pero su marido llegó antes que cualquier voraz compilador a la escena de su muerte, revisó su escritorio y decidió quemar las últimas entradas de los diarios, alimentando con su humo el mito de que efectivamente hubiésemos podido acceder al secreto de la vida del espíritu que famosamente se encuentra en los innavegables territorios de la locura y los últimos instantes antes de morir.
3. John Wilmot, segundo conde de Rochester, el genio literario que eligió el camino de la perdición en lugar de la fama y la gloria que tenía aseguradas bajo el favor de Carlos II, pudo haber sido más grande que Dryden, más agudo y seguramente más placentero y legible que Pope, pero decidió volcar su vida furiosamente en el alcohol y los burdeles, para lo cual también tenía un talento inigualable. Inventivo, solía disfrazarse de pordiosero para pedir limosna en la vecindad de la mansión Rochester, en una ocasión él y el rey rentaron un hostal completo para emborrachar a los huéspedes y acostarse con sus esposas. Su última hazaña, cuando ya se encontraba desfigurado por la sífilis, fue viajar como un médico brujo italiano por las calles de Londres donde, en medio de explosiones de humo y encantaciones, convencía a las señoritas a dejarse examinar desnudas y venderles pócimas de la eterna juventud. Cuando la enfermedad y el alcoholismo no le permitieron moverse más fue llevado de regreso a la mansión al cuidado de su madre y esposa. Expiró, casi irreconocible física y mentalmente, a los treinta y tres años una mañana de julio del 1680. Se dice que en medio de sus últimos delirios pidió que quemasen sus obras, y al parecer su madre y su esposa actuaron en consecuencia, porque a pesar de tratarse de un escritor notablemente prolífico apenas nos quedan unos poemas de su autoría.
Lo importante de cada una de estas quemazones es que además de ser violentas condenas al olvido son también sentidos actos de amor. Ruskin comprendió a Turner antes que nadie y mejor que todos sus contemporáneos. Ted Hughes, el esposo de Plath y padre de sus dos hijos, estuvo con ella la mayor parte de su vida y la esposa de Rochester nunca dejó de amarlo desde el día que éste asaltara su carruaje durante la noche para raptarla. Esas cenizas perduran, eso que se desvaneció en el calor se sigue reteniendo. La destrucción del trabajo de una vida, la tensa relación entre el amor y el olvido parece delatarlas como potencias que se oponen feroces a la memoria, que son sus mismo rostro pero diverso, como si el olvido fuese verdaderamente imposible y las cosas que quisimos arrojar a la nada volvieran bajo otra forma más o menos terrible. Es sin duda terrible la idea de que nada desaparece, de que estamos condenados a ser lo que hemos sido, y esa imposibilidad de acceder a la nada es la nostalgia, el declive que acompaña las celebraciones al final de cada ciclo, propio del concepto de la repetición ese algo magnífico, la pérdida y la promesa, cada vez, el deseo de la felicidad. ®