La última noche de Ayotzinapa

Los 43 asesinados y el botín político

Los padres de los muertos de Ayotzinapa se ocultan para justificar sus acciones en otro mantra, repiten que nadie puede entender lo que se siente perder un hijo. Y lo dicen como si en este país no contáramos por miles a los muertos por la violencia del narco y el gobierno.

Mural en la Normal de Ayotzinapa. Fotografía © EFE/Lenin Ocampo Torres.

Mural en la Normal de Ayotzinapa. Fotografía © EFE/Lenin Ocampo Torres.

Los normalistas asesinados la noche del 26 de septiembre son víctimas de la violencia. La forma en que fueron secuestrados, torturados, asesinados y el esfuerzo por desaparecer sus restos es un tipo de crimen que bajo ninguna circunstancia debe repetirse. El horror que padecieron es comparable por su violencia metódica con los hechos sucedidos en los infames campos de concentración del régimen nazi. Las acciones que llevaron a su muerte son responsabilidad de gobernantes emanados de partidos que se dicen de izquierda, aliados al crimen organizado, y de los propios criminales. Las condiciones para ello son responsabilidad del gobierno en su totalidad y de la sociedad que no ha podido ofrecer alternativas a la crisis de violencia que se ha sumado a los problemas sociales ya heredados.

El horror que conmocionó al país sigue sin saldarse con acciones de justicia. El calendario de la clase política sigue inalterado y la sociedad se resiste a reconocer que los normalistas fueron asesinados. El tema de Ayotzinapa se volvió un botín político para organizaciones que no lograban ningún apoyo social, como no fuera el dinero obtenido al bloquear caminos y establecer cuotas de paso. La búsqueda de la verdad o de la justicia se diluyó en consignas huecas, el descrédito del gobierno y la presencia de charlatanes que acapararon la atención pública.

Antes de la masacre, en las normales rurales se avanzaba en la construcción de sus propias derrotas. En Guerrero ha imperado una economía de caciques de las drogas que han impuesto el poder político y determinado que el producto estrella de la agricultura sea la amapola y no los alimentos. En el gobierno se ha simulado legalidad mientras al amparo del poder se amplían los negocios sucios. Y en las calles los que buscaban el sueño del poder y la riqueza se unían a las bandas del crimen organizado para pelear por ese objetivo.

Tal vez después de la masacre nada ha cambiado…

1. Las noches antes de la masacre

No es una sorpresa que nadie hablara de lo que pasaba dentro de la Normal de Ayotzinapa. Los normalistas sólo salían en grupos con comisiones específicas y se les enseñaban dogmas de disciplina para hacer o decir únicamente lo que el mandato requería. Dogmas que se aprendían a la mala, con violencia. Dentro de las normales se instituyó un régimen de totalitarismo fanático; incluso temas banales como usar el pelo largo o usar gorra, que en cualquier otra escuela pública son parte de las libertades personales, en las normales rurales son objeto de acoso y castigo.

Los normalistas sólo salían en grupos con comisiones específicas y se les enseñaban dogmas de disciplina para hacer o decir únicamente lo que el mandato requería. Dogmas que se aprendían a la mala, con violencia. Dentro de las normales se instituyó un régimen de totalitarismo fanático.

Para garantizar la lealtad se aplicaba la tortura. Las fallas eran castigadas físicamente. Prácticas como “el pocito” o las novatadas fueron una realidad durante años ante el silencio de todos. Unos callaron para dejar crecer el desprestigio en espera del momento ideal para deshacerse del problema que les significan las normales, y otros callaron por la ceguera absurda de la unidad–a–toda–costa como salvavidas ante la falta de discursos tras la caída de los metarrelatos del pasado. Y una gran mayoría nunca supo siquiera que las normales existían. Son una idea tan lejana en su creación y tan desubicada respecto de la realidad contemporánea que poca gente sabe qué son o dónde están.

Las notas sobre las normales sólo surgen en tiempos de conflicto, de enfrentamientos o de represión. Los sucesos de importancia en los que aparecen siempre son notas de violencia. En parte porque las normales rurales se niegan a cambiar. No se realiza ahí investigación educativa, no salen de ahí diagnósticos académicos de las leyes sobre educación, no se hace mucho más de lo absolutamente necesario para ser consideradas escuelas. En cambio, lo que sí se hace es invocar permanentemente la superioridad moral como justificación de cualquier decisión. Las memorias públicas del normalismo caben en la nota roja: la represión en la normal del Mexe en 2000. La entrada brutal de la policía a la normal de Mactumactzá en 2003. La muerte de dos normalistas en el enfrentamiento del 12 de diciembre de 2011 en Guerrero. La entrada de la policía estatal a las normales de Cherán, Arteaga y Tiripetío en 2012. Y en toda esa historia las historias de las personas que son invisibles para los normalistas: desde Gonzalo Rivas, el empleado muerto en la gasolinera incendiada el 12 de diciembre de 2011, hasta el chofer Víctor Manuel Lugo Ortiz y el futbolista David Josué García Evangelista, de catorce años de edad; también Blanca Montiel Sánchez. Personas que simplemente se encontraban en el lugar incorrecto y que no merecen ni siquiera una mención por parte de las organizaciones sociales: ellas son víctimas aún más inocentes que los normalistas, y ni los normalistas sobrevivientes se acuerdan de nombrarlas.

Entrada a la normal. Foto Cultura Colectiva.

Entrada a la normal. Foto Cultura Colectiva.

El gobierno no quiere normales rurales; en realidad no quiere escuelas a su cargo, sean las que sean. Y los normalistas de la Federación de Estudiantes Campesinos Socialistas de México (FECSM) no quieren críticas a su dogmatismo, sean las que sean. Pero la realidad no pide permiso, es la que es. El gobierno tiene que pagar la educación, no sólo es una responsabilidad legal; el dejar de hacerlo desmoronaría aún más a la sociedad. Y los normalistas deben recibir críticas porque su fe no los exime de ser parte de la realidad social, y toda la realidad puede ser interpretada, observada, criticada. Más aún la realidad de la sociedad que se moviliza por una causa.

En este ambiente de aislamiento y dogmatismo las prácticas que en las escuelas públicas del Valle de México se reconocen como actos porriles, en las normales rurales son la “iniciación” y práctica cotidiana de los estudiantes. No hay libertad de pensamiento sino un dogma en el discurso de los años treinta en que se fundamenta el normalismo, sugerir un cambio o una crítica es blasfemar. Ahí se tiene fe o no se tiene lugar.

No hablamos de un convento con monjes y votos de castidad y de silencio, sino de una escuela pública que debería estar abierta a la mayor cantidad de personas posible, pero no. De entrada se podrá notar que no hay alumnas. Las mujeres fueron proscritas en algún momento porque el poder político dentro de la normal no podía controlar algo muy humano: el amor y el sexo dentro de sus muros. Podrían haber recurrido a la anticoncepción y a la educación sexual, lo que además les habría traído una ventaja en su futura vida de maestros: ahí, en las otras escuelas adonde irían, podrían haber educado a las futuras generaciones en la salud reproductiva. Pero no, su revolución y su discurso es tan conservador que no quieren saber nada de lo que pasa debajo de las sábanas. Había que hacer algo, y se hizo: las mujeres fueron proscritas. Para ser normalista se necesita ser pobre, se necesita jurar lealtad y sufrir esa lealtad con torturas; pero además se necesita tener pene.

Las mujeres fueron proscritas en algún momento porque el poder político dentro de la normal no podía controlar algo muy humano: el amor y el sexo dentro de sus muros. Podrían haber recurrido a la anticoncepción y a la educación sexual, lo que además les habría traído una ventaja en su futura vida de maestros: ahí, en las otras escuelas adonde irían, podrían haber educado a las futuras generaciones en la salud reproductiva.

La noche previa a la masacre el gobierno ya era la mafia que es, los narcos ya asesinaban tal y como asesinan, los delincuentes organizados en el gobierno y fuera de él y en ambos lados. Ya eran los ladrones y los asesinos que son. Ya habían matado gente inocente —por miles, de diferentes nacionalidades—; ya la sociedad había mostrado la indignación que causa el ver morir de forma terrible a quien no lo merece. Y ya también los partidos que se dicen de izquierda habían calumniado a esas movilizaciones por no plegarse al calendario y a los fines electorales.

Guerrero es un estado en pugna permanente. Dentro de su límites todos luchan por el reparto político, de buena y de mala fe. Organizaciones independientes, ONGs, organizaciones afines a los partidos y a los caciques, caciques del narcotráfico, pandillas de asesinos, gremios de todo tipo. Y esa multitud de organizaciones no ha logrado que la pobreza y otros problemas regionales desaparezcan o se reduzcan. Guerrero es el caso más extremo de persistencia de la miseria pese a las múltiples organizaciones que operan en la entidad. Ni la izquierda con discursos dogmáticos ni la derecha criminal aliada al narco han logrado mejorar las condiciones de vida en el estado. Todos se declaran el centro del universo, cierran los ojos a la complejidad de su propio estado —ya no digamos del país o mas allá— y rapiñan por recursos, reconocimiento legal, territorios o espacios de poder.

2. La noche del horror

En principio todo parecía normal: el discurso de siempre y las prácticas de siempre. Había que ir por unos autobuses, había que botear, había que llevar a los de primer año a conocer los rigores de la calle con que se financiaba la organización. Ellos no tenían opción, aquí no había espacio para dudas: había obligaciones. No cumplirlas era una vía rápida a la expulsión de la normal, y de ahí de nuevo a una vida sin futuro y encima el estigma de haber sido expulsado de Ayotzinapa. Había algo que no era igual, dos factores que estaban fuera de la mente de todos. Un presidente municipal mafioso y borracho, tan borracho que el lunes seguía ebrio cuando respondió a los cuestionamientos de la prensa. Y el otro, la arrogancia gangsteril de uno de los encargados del grupo, Bernardo Flores Alcaraz, alias “el Cochiloco”, un apodo denigrante, algo común entre los normalistas y entre los porros. Bernardo era obeso, de ahí el apodo. Pero a diferencia del grupo a su cargo, ya no era nuevo, por eso estaba a cargo. No obstante, la diferencia era su actitud: él tenía la intención de llegar más lejos, de ir a los municipios y ciudades que habitualmente no recorrían. Sabía que ahí podrían conseguir más recursos, sólo había que correr más riesgos.

La Normal Rural de Ayotzinapa.

La Normal Rural de Ayotzinapa.

Alguien tuvo que haberle dicho. No es del conocimiento público quién fue el encargado de pasar la noticia, pero alguien tuvo que haberlo hecho. Alguien interrumpió la fiesta, el baile, la borrachera, y le dijo a José Luis Abarca que los normalistas de Ayotzinapa estaban en la central de autobuses. Quizás sobrio el presidente municipal habría limitado su reacción, pero no lo estaba. No sólo estaba borracho, también se enfureció porque le cortaron la fiesta. Él ya tenía planes para la madrugada, planes que ya no llegarían. Se comunicó con el jefe de la policía, Francisco Salgado Valladares, que no era nuevo en esto: había una larga lista de muertos y de desaparecidos a su paso. Algo que se sabía por todas partes pero a nadie le importaba en un país donde el poder político se cubre a sí mismo de toda su mierda. Alrededor de Iguala, decenas de fosas conocidas por los vecinos eran insignificantes para el gobierno, para las organizaciones sociales y hasta para las guerrillas. El silencio alrededor del narco se limitaba a culpar a elementos difusos: “el sistema”, “el narcoestado”. Además de que estas consignas carecían de alguna mínima monografía creada por la sociedad para explicar por qué eran o qué eran, nadie decía ni dice que el crimen organizado son bandas de asesinos y contrabandistas formadas por sus vecinos, por los compañeros de primaria de sus hijos, por los amigos de la infancia, por gente de la misma comunidad. Al parecer la educación guerrerense con maestros que se jactan de su compromiso con causas sociales no es un antídoto contra la persistencia de la criminalidad.

Dice un dicho del norte del país: “nuevos ricos, viejos narcos”. Pero, como en todo encubrimiento, nadie veía los negocios que crecían de la nada, nadie indagó que Abarca había pasado de no tener ni un local a tener toda una plaza comercial propia. Eso no era objeto de debate público ni de demandas sociales. Era a lo mucho un ejemplo didáctico del capitalismo en acción, una respuesta a la pregunta de cómo hacerle para dejar de ser pobre. La receta no es complicada: explotar a los demás, quedarse siempre con la parte más grande del botín, quitar del camino a quien estorbe y aliarse con quien haga falta. Con el PRD, por ejemplo…

Los normalistas nunca pensaron que serían asesinados por narcotraficantes sencillamente porque el narcotráfico estaba fuera de los temas de su interés, aun cuando merodeara por los alrededores. Las fosas clandestinas ya eran una realidad antes de la noche del 26. Los enfrentamientos entre bandas y la complicidad de la policía en todo el asunto ya eran parte del problema. Pero ellos tenían una sola prioridad: presionar al gobierno por recursos para la normal.

Los policías recibieron la orden con júbilo: tenían luz verde para matar. Para ellos eso era una fiesta, para eso entraron a la policía, para echar bala impunemente. Y si había una orden de arriba, no había de qué preocuparse. No es que fueran nuevos matando gente, sólo que por lo general la mataban en privado y sin portar uniforme. Cuando el camión salió de la central de autobuses ya estaban cortando cartucho.

Al principio creyeron que esto se saldaría como los tantos enfrentamientos en los que habían participado o de los que les habían contado. Una refriega con piedras contra los policías, un juego de guerra que de preferencia debía terminar sin bajas de su lado. Al principio parecía que sería así. Pero no sabían lo que venía. El normalista a cargo probablemente los arengó tras el primer enfrentamiento y se dirigieron a la central de autobuses. Al salir el retén parecía normal, pero cuando trataron de hablar con los policías empezaron los disparos. Y ahí sí nadie supo qué hacer. De pronto los heridos de bala y los primeros muertos cayeron. El pánico se apoderó del grupo; uno de los normalistas trató de huir y corrió solo, su destino sería terrible. Su cuerpo fue encontrado unas horas después con el rostro descarnado. Su viuda es una de las pocas personas que ha hablado públicamente sobre las crueldades que los normalistas vivían dentro de su búnker ideológico. La policía detuvo a los que pudo, a los que cupieron, a los que no pudieron correr a tiempo. Dejaron ahí a los heridos y los muertos. En total cupieron 43 en las camionetas y los llevaron al cuartel de policía. Los policías no sabían muy bien qué seguía ahora: tal vez torturas, algunos cargos inventados y nada más. Pero la orden que tenían había sido muy clara y en el cuartel se las explicaron aún más claro. Tenían que desaparecer.

De pronto los heridos de bala y los primeros muertos cayeron. El pánico se apoderó del grupo; uno de los normalistas trató de huir y corrió solo, su destino sería terrible. Su cuerpo fue encontrado unas horas después con el rostro descarnado. Su viuda es una de las pocas personas que ha hablado públicamente sobre las crueldades que los normalistas vivían dentro de su búnker ideológico.

Los policías de Iguala o de Cocula son criminales violentos (como en todo el país, se les recluta de entre los desempleados que lo mismo podrían ser criminales por su cuenta pero anhelan el poder que dan las instituciones), pero hay cosas que no hacen porque simplemente no saben bien cómo. Son criminales, aliados a más criminales, así que nunca falta quién haga el trabajo sucio. El jefe de la policía, sabiendo que sus hombres no eran confiables para encomendarles la misión, hizo llamadas para contactar a la gente indicada, para ganar terreno y dejar la evidencia —si es que quedaba— lejos de Iguala y de él. Contactó al capo de la region, quien accedió a encargarse del problema, pero le preguntó la razón. “Son de los rojos”, se le ocurrió decir como aliciente. El trato estaba hecho. Las llamadas siguieron. Los normalistas fueron subidos de nuevo a las camionetas en que llegaron. Ya había pasado la euforia, ahora había incertidumbre sobre lo que les pasaría. Se alejaron de Iguala sin poder hablar mucho. En cierto punto del camino los bajaron de las camionetas y los subieron a otras; los golpeaban, los mantenían callados bajo amenaza. Las armas de los policías estaban siempre listas y ya habían visto que estaban dispuestos a usarlas.

El camino se volvió de terracería, el frío empezó a calarles. Entonces la caravana se volvió a detener. Escucharon voces bajas al principio y luego gritos e insultos para que se bajaran. Los sacaron de uno en uno, los hicieron caminar agachados y los arrojaron como bultos en dos vehículos. Algunos ya estaban heridos y todos habían sido golpeados, pero los que quedaron abajo en la camioneta la pasaron aún más mal. Cuarenta y tres cuerpos apilados vivos en un espacio pequeño. Si se quejaban la respuesta era más golpes, culatazos, insultos. Ahí empezaron las preguntas: ¿Quién era el de Los Rojos?

El trayecto se volvió aún más duro. En el camino de terracería un camión de la basura se topó con los vehículos, los captores mostraron sus armas a los trabajadores de limpia para que se largaran. Les hicieron caso no solamente porque estaban armados, por ahí todos saben que el poder lo tienen los narcos. Se fueron tan rápido como pudieron y se encerraron esa noche. En el fondo del camión, aplastados por el peso de sus compañeros, los infortunados que fueron arrojados primero se quedaban sin aire. No sirvieron de mucho los gritos de ayuda, sus compañeros no se podían mover por la amenaza constante de los captores que les apuntaban. Algunos perdieron la conciencia, ya no volverían a despertar nunca.

El basurero Hoyo de Papayo no era un sitio nuevo para los asesinos, aquí habían terminado ya con otras personas. Nunca tantas como ahora, pero entre la basura quedaban huesos calcinados de otras víctimas del crimen. No era el único lugar que conocían aunque sí el más aislado. La dinámica fue metódica y ágil. A los que seguían vivos los bajaron del camión, un rápido interrogatorio. Ahí, entre el miedo y las dudas que se acumularon en el camino ya todos se preguntaban si de verdad entre ellos había algún infiltrado de Los Rojos. Y si lo había ¿quién era? ¿Delatarlo les salvaría la vida a los demás? La idea había corrido entre murmullos durante el trayecto. El que creyeron más probable era Bernardo Flores Alcaraz, “el Cochiloco”. Él había decidido el rumbo, él era el único que sabía a dónde iban, él estaba a cargo; si alguien podía serlo era él. Esa idea se fortalecía en la mente de José Luis González Parrales y Miguel Ángel Hernández Martínez, dos de los normalistas aún vivos. Y en la desesperación de una situación límite para la que nunca se prepararon y para la que toda la propaganda de la normal no los preparó, acusaron a Bernardo de ser el infiltrado. De nada les serviría, el hecho es que nunca existió tal infiltrado, Los Rojos sabían de ellos menos de lo que ellos podían saber de Los Rojos. Eran simples estudiantes, tal vez muy doctrinarios, pero del narco nunca supieron nada. La ejecución fue simple y sus cuerpos rodaron por la pendiente. Los últimos debieron haber pasado los minutos mas terribles de su vida al saber que seguían en la fila. Ninguno sobrevivió.

Mantas, mantras y consignas. Fotografía © Notimex.

Mantas, mantras y consignas. Fotografía © Notimex.

Gildardo López Astudillo, “el Gil”, era quien dirigía la operación. Un hampón curtido en el desprecio a la vida de los demás; dio las órdenes necesarias y empezaron la faena. Acomodaron los cuerpos de los normalistas muertos como leños. Unos recogieron madera y basura que pudiera quemarse. El Gil fue por combustible. La pira ardió toda la noche, los delincuentes atizaron el fuego mecánicamente sin importarles nada; no es que la vida de alguien les importara. Llevaban el tiempo suficiente en el crimen como para aprender a matar sin culpas. El sol salió mientras seguían quemando los cuerpos; las llamas aún durarían muchas horas.

Por la tarde del día siguiente, cuando el calor de la hoguera disminuyó, arrimaron todos los huesos que pudieron, los embolsaron y los llevaron al río San Juan. En el camino los tiraron en dos sitios diferentes y al azar para dispersar aún más la evidencia.

3. La larga agonía de los muertos en la última noche de Ayotzinapa

Los primeros cuatro días después de la masacre fueron un lapso de incertidumbre, aunque hubo un efecto viral en la preocupación y en la indignación. Al principio, como en todos los casos de violencia, las notas se exageraron: 67, noventa, más de noventa. El número de normalistas desaparecidos se mencionaba sin ningún rigor. Las circunstancias del caso se tropezaban con lo políticamente correcto en un noticiero.

Cuando el lunes Abarca respondió aún ebrio a la prensa se quiso desmarcar con un discurso ensayado. La Procuraduría General de la República (PGR) no tenía el ánimo para indagar nada y las instituciones de Guerrero eran un mar de insultos; todos se acusaban entre sí por haber permitido que el caso se saliera de control sin que nadie hubiera previsto un control de daños. El gobernador, Ángel Aguirre, se preparó para pasar la papa caliente y acusar únicamente a Abarca de todo sin acusar responsabilidad del grado de violencia que había en el estado. Él ya sabía bien que Abarca era un asesino conocido y que, como la mayor parte de los presidentes municipales, tenía negocios ilegales. Pero no contó con que la presión social superaría Guerrero y salpicaría a los partidos, más aún a los partidos que se dicen de izquierda sin serlo y que eran los que lo habían recogido a él de las filas del PRI para ponerlo en el poder.

Ese hecho tenía en pánico al nuevo presidente del PRD, Carlos Navarrete, un calco caricaturizado de Plutarco Elías Calles que acababa de quedarse con la presidencia del partido por derecho de antigüedad y por pertenecer a la tribu mayoritaria. Pero no sólo a él, el ahora transfuga del PRD y eterno candidato a la presidencia, Andrés Manuel Leopez Obrador (AMLO), sabía que Abarca podía salpicarlo de mierda. Otros más ingenuos creyeron que la porquería podría no alcanzarlos por su fama de épocas pasadas. Pero esa impunidad ya no duraría mucho: por primera vez en la historia Cuauhtémoc Cárdenas fue expulsado de una marcha al grito de “asesino”. Al parecer la sociedad ya no se tragaba el anzuelo de los partidos. El miedo empezó a recorrer a toda la “izquierda” partidista. Cárdenas, en una movida de salvación, saltó del barco poco tiempo después renunciando al partido que fundó.

En entrevista en el ahora proscrito espacio de Aristegui, Navarrete intentó dar una explicación. Según dijo, otra conocida cucaracha del partido, René Bejarano, le había explicado a la plana mayor del PRD que Abarca era un asesino conocido desde hacía años y que había matado a miembros de su propio partido. Al parecer todos fingieron sorpresa con esas “revelaciones”. Aunque desde el principio de la entrevista matizó que “cualquiera puede colaborar con el narco”, ya sea por corrupción o por coacción, pese al intento vano de salvar la cara aun los no muy radicales panelistas del programa lo apabullaron con reclamos.

Días después la mierda alcanzaría a AMLO. Su primera reacción fue no decir nada, pero luego tuvo que dar señales de vida y negó conocer a Abarca. La evidencia de la contrario apareció casi de inmediato: él había apoyado su candidatura e impulsaba a su padrino político a la gubernatura de Guerrero. Lázaro Mazón era el hombre de AMLO en el estado y el padrino político de Abarca. Tras la difusión del video de la campaña en Iguala López Obrador lanzó una declaración infantil tratando de salvarse: “Yo me tomo fotos con cualquiera”. Los costos de todo el episodio van a tener un peso medible en el abstencionismo de la elección intermedia. Al menos la idea ingenua de que en la clase política queda algún espacio de credibilidad o siquiera de legalidad, es eso, una ingenuidad engañabobos o un buen negocio para corruptos.

Días después la mierda alcanzaría a AMLO. Su primera reacción fue no decir nada, pero luego tuvo que dar señales de vida y negó conocer a Abarca. La evidencia de la contrario apareció casi de inmediato: él había apoyado su candidatura e impulsaba a su padrino político a la gubernatura de Guerrero.

En Los Pinos las preocupaciones no faltaban. Después de una semana dándole vueltas y tratando de que el escándalo se agotara solo, las marchas crecían y ciudades del país que nunca habían visto una manifestación veían a sus jóvenes salir a las calles en demanda de una investigación y de justicia. El viejo Jesús Murillo Karam se tendría que enfrentar a un caso de verdad aunque había tomado la PGR como un retiro después de sus largos años de servicio en el PRI. Quería una posición de poder pero que le significara poco trabajo. Algo que no había tenido desde el célebre caso de la explosión en la torre de Pemex; ahora regresaba a las conferencias de prensa y, para tratar de dar la imagen de un “nuevo PRI” debía aguantar las preguntas destructivas de la prensa. Ya desde aquella época mostró que no tenía la fuerza para un cargo que requiriese dinamismo. Pero era un veterano del partido y uno de los tutores de Peña. No había muchos a los que pudieran poner en su lugar.

Cuando finalmente la Procuraduría de Guerrero tiró la toalla por el inminente colapso del gobierno del estado, la PGR tuvo que dar la cara. La valoración desde el equipo de la presidencia era sencilla, aunque el gobierno de Guerrero y de Iguala eran del PRD, la ola de protestas ya no terminaba ahí, ahora la crisis le estaba pegando a la presidencia. De algún modo se tenía que desactivar este conflicto y no era viable una respuesta de violencia a gran escala porque sólo agitaría más a la sociedad y acabaría con los logros de la costosa campaña internacional para atraer inversiones a México. La opción era investigar qué había pasado, pero tras el impasse Abarca ya había huido. Las marchas se multiplicaban y había que mandar a alguien al congelador o cortar cabezas en Guerrero para tratar de calmar las cosas, como en Michoacán. La responsabilidad recayó entonces en Murillo, quien no podía renunciar ahora; quizás pudo hacerlo tras el caso de la torre de Pemex, pero ahora era tarde, primero debía salvar a su ahijado político.

Puso a trabajar a todos los que hasta ese momento vivían de checar tarjeta en la PGR. El personal de la PGR llegó por miles a Guerrero. La policía federal y el ejército se hicieron cargo de los municipios clave y empezó la reconstrucción de los hechos. Aunque la PGR investigaba sólo para salvar la cara del gobierno, tenía dos elementos que la sociedad no pudo obtener: recursos económicos y profesionales, además del mandato legal para investigar. Por eso obtuvo algún resultado con el tiempo y la sociedad no pasó de denunciar las fosas que ya se conocían. Cuando el padre Alejandro Solalinde había adelantado la información del paradero de los normalistas que había conseguido gracias a informantes que conocían a los asesinos, la PGR seguía buscando el momento y el modo de dar a conocer esa información. El anuncio debía servir para ayudar a apaciguar a la sociedad. Finalmente lo hizo tarde; la prensa se había acercado al lugar de la masacre y los gorilas de la policía federal habían tratado de bloquear al más puro estilo priista el paso de los reporteros. Sin embargo, la historia empezó a tomar forma. Poco más de un mes después de la masacre las imágenes del lugar de la incineración se daban a conocer. Los cabos sueltos se reducían.

Bienvenida. Fotografía © Notimundo.

Bienvenida. Fotografía © Notimundo.

Abarca y su lady MacBeth Pineda fueron capturados en la Ciudad de México, en la delegación más pobre y más perredista de todas, Iztapalapa. Ya sobrio, Abarca era incapaz de hablar.

Cuando se empezaron a revelar los detalles de la masacre ya corrían rumores con sesgo politico. El Ejército Popular Revolucionario (EPR) se había adelantado a acusar al ejército, aun cuando la evidencia ya se perfilaba contra el narco. Pero, por omisión o complicidad, el EPR nunca habla del narco. El primero en adelantar la verdad fue Solalinde, aunque al no hacerlo con el consenso de todos los padres y sobrevivientes fue linchado metafóricamente y apartado del tema. El padre se disculpó por adelantar información, pero nadie reconoció que esa información era verdadera.

Revelar, y más aún, reconocer esa información era algo fuera del plan político que ya trazaban los normalistas, los padres de los normalistas muertos y algunas organizaciones cercanas como la Coordinadora Estatal de Trabajadores de la Educación en Guerrero (CETEG). En algún punto dejaron de ver víctimas de la violencia y empezaron a ver capital político. Este caso les estaba dando algo que nunca tuvieron: un apoyo social amplio.

El porqué nunca habían conseguido ese apoyo estaba muy claro: discursos dogmáticos, anacronismo político y prácticas de aislamiento. Algo tan literal que para poder hablar con las normales había que comunicarse con una “comisión de relaciones exteriores”.

Para principios de diciembre aparecen otras fuentes de rumores. La primera es la publicación de una captura de pantalla desde un smartphone. Alguien acababa de descubrir que podía confrontar la realidad con la información generada en una base de datos por una app de climatología y se lanzó a negar el incendio. No obstante que las estaciones meteorológicas estaban a muchos kilómetros del sitio de la masacre. Lo importante era creer en algo más, no se podía concebir el mundo con los normalistas muertos. Eso no era parte del plan ni del mantra en que la sociedad se había refugiado: “Vivos se los llevaron, vivos los queremos”.

Cuando se continuó la búsqueda de culpables a modo del discurso, se siguió con una mina. Una mina de oro ubicada a un centenar de kilómetros de la normal. No es que alguien tuviera evidencia de alguna relación, la evidencia dejó de ser necesaria cuando todo esto se volvió un acto de fe y un botín político.

No es que alguna de la entidades culpadas esté libre de culpa. El ejército es la cara más dura de la represión y uno de los más costosos ejemplos de violaciones a los derechos humanos. En las calles, como parte de la guerra contra el narco no logró detener el trasiego de droga en ninguna parte, pero sí dejó inocentes muertos por todo el país.

En la negación se puede construir cualquier cosa, y una vez construido un mito éste puede ser explotado de cualquier modo. Nadie se tomó la molestia de revisar de manera independiente las afirmaciones del gobierno o las de los detractores del gobierno. La solución fue sencilla, se le cree a quien conviene y se cree lo que se quiere creer. Con esta estratagema se mantiene la exigencia de la presentación con vida de personas que, a diferencia de los otros desaparecidos, sabemos que han muerto; sabemos quién y cómo las mataron. Y sabemos quién falta por ser presentado ante la justicia y vive en la impunidad sin ningún tipo de persecución o rechazo social. Los cabecillas prófugos del pacto mafioso que asesinó a los normalistas no son sujetos de ninguna demanda. Incluso las consignas provenientes del Movimiento por la Paz de Javier Sicilia, que siguen siendo las únicas que plantean un reclamo concreto a las bandas de narcotraficantes, han sido olvidadas por completo. La sociedad se autointoxicó de mentiras y perdió de vista a los asesinos. No se ha oído en Guerrero el reclamo: “Pinches narcos jueguen limpio”.

Cuando la PGR recopiló la información del caso hasta el punto en que se pudo tener certeza del destino de los normalistas, como la identificación por ADN de los restos de Alexander Mora Venancio lograda por el laboratorio de Innsbruck, Peña Nieto expresó un lapidario llamado a “superar” el asunto. Algo evidentemente ofensivo, aun cuando la investigación señala la dinámica de los hechos. El saber eso no resuelve en ningún grado la criminalidad dentro, fuera y en alianza con el poder politico. Los partidos no pierden ninguna prerrogativa, la clase política queda intacta y el crimen organizado sigue operando con libertad.

En este momento dos charlatanes llamaron la atención de la sociedad con sus mentiras. El primero de ellos, Andrés Eloy Martínez Rojas, diputado federal, integrante de la LXII Legislatura de la Cámara de Diputados por el PRD. Con el alias de Andreas Eligium, @eloycam2012, se presenta en twitter como “divulgador científico, astrónomo aficionado, candidato para proyecto Mars One y caballero Jedi en la Tierra defensor de la democracia” (sic). Este personaje accedió a la información de los mismos satélites de la NASA disponibles (Aqua y Terra) y mediante el registro del instrumento MODIS–FIRMS ofrece información sobre una fuente de fuego el día 28 en Chilapa. Lo que no verificó fue que el lugar donde el instrumento ubica el incendio es una zona urbana, por lo que un fuego capaz de calcinar a los normalistas habría sido detectado de inmediato por alguno de los más de 30 mil pobladores del municipio. Aprovechando el ánimo social, distribuyó esa información como una confirmación de la inexistencia de un incendio en Cocula e incluso se lanzó a buscar “tigres de papel” al tratar de localizar un supuesto cuartel militar clandestino en Chilapa. Lo que es evidente es que tomó información incompleta y la interpretó a su gusto sin reparar en la verificación de los datos.

Con eso y con el hecho de que nadie leyó el citado documento crearon otro engaño que persiste hasta hoy, el cual iba encaminado a culpar al ejército y promover la agenda de uno de sus amigos: el exgeneral José Francisco Gallardo Rodríguez, candidato del partido de AMLO al gobierno de Colima.

El otro charlatán fue un poco mas allá y aún hoy sigue participando en foros y conferencias con sus engaños. Se trata del doctor José Antonio Montemayor Aldrete, acompañado del maestro en ciencias Pablo Ugalde Vélez. El día 11 de diciembre ellos dos presentaron un documento titulado “Científicos desmienten a PGR. Imposible la cremación de 43 cuerpos en el basurero de Cocula”. La sociedad se dejó deslumbrar por varios detalles: los autores provenían de universidades públicas y se presentaban como científicos calificados. Y lo más importante, desvelaban un engaño desde el gobierno. Con eso y con el hecho de que nadie leyó el citado documento crearon otro engaño que persiste hasta hoy, el cual iba encaminado a culpar al ejército y promover la agenda de uno de sus amigos: el exgeneral José Francisco Gallardo Rodríguez, candidato del partido de AMLO al gobierno de Colima.

Si alguien se hubiera tomado la molestia de revisar las dos cuartillas de absurdos que presentaron quedaría claro no solamente que mentían, sino que no merecen las cátedras que imparten. Son, efectivamente, académicos con grados en ciencias, pero lo que ofrecieron como argumento es poco menos que una mala broma que sólo tiene de científico esa palabra en el título. Personas con ese nivel de formación no pudieron haber presentado esa colección de mentiras por error, se trata necesariamente de una mentira deliberada. Los miles de personas que les creen todavía hoy son la prueba fehaciente de que la comprensión en ciencias y en lectura de nuestra sociedad está en la ruina.

Un gobierno de criminales y explotadores luchando por salvar la cara con miras a las elecciones, una pseudoizquierda desnudada por un asesinato colectivo. Bandas de criminales sueltos. Charlatanes que recetan engaños y falsas esperanzas a la sociedad y a los deudos de una tragedia. Pandillas de postadolescentes que viven las travesuras de su infancia hiperprolongada en el incendio de una puerta o de un fetiche gigante como catarsis para su ira.

¿Acaso se logró algo?

Tal vez no. Los padres de los normalistas muertos se dedicaron a negar todo; nada les satisface porque no saben qué buscar. Se asesoran con las mismas organizaciones fallidas que en Guerrero únicamente han logrado ganar titulares de tragedias; buscan apoyo en muchos lados, pero no en la sociedad que les abrió la puerta. Buscan en otros países, en organizaciones internacionales en poder del imperialismo, en la fama de los medios. Pero no en las otras personas que se solidarizaron con ellos, no en las otras víctimas que han sobrevivido a la violencia.

Los padres de los muertos de Ayotzinapa se ocultan para justificar sus acciones en otro mantra, repiten que nadie puede entender lo que se siente perder un hijo. Lo dicen como si en este país no contáramos por miles a los muertos por la violencia del narco y el gobierno. Lo dicen como si las familias de los miles de migrantes desaparecidos no tuvieran más zozobra que ellos porque esos casos no los investiga nadie. Como si las familias de las miles de mujeres, asesinadas sólo por ser mujeres y vivir en un país de machistas no sintieran un vacío terrible por su pérdida. Lo dicen como si los padres de los niños de la guardería ABC no pudieran comprender la muerte de un hijo que representa las esperanzas de una familia. Como si las familias de los jóvenes de Villas de Salvarcar no pudieran entender lo que es que a sus hijos primero se les asesine y luego se les criminalice. Como si la solidaridad que recibieron no implicara que la humanidad puede sentir empatía por su dolor y por el clamor de justicia. En su protagonismo terminaron logrando hacer lo que les había recomendado Peña Nieto, “superarlo”. Y lo superaron con creces. Se intoxicaron con las teorías absurdas de los charlatanes; se alejaron paulatinamente de las organizaciones sociales que les tendieron la mano; no se solidarizaron con otras causas o con quienes habían sido detenidos defendiendo su causa y finalmente le guiñaron el ojo al crimen organizado. Luego de una absurda manta colgada en Guerrero respondieron a un capo que les ofrecía lo que habían buscado por semanas: un nuevo timo sobre el destino de sus hijos. La mañana siguiente su abogado hacía una maniobra similar para acercar su movimiento a AMLO, el eterno candidato del grupo político que creó al asesino de sus hijos. En menos de 48 horas se habían aliado a los dos grupos criminales que provocaron la muerte de sus hijos.

La herida de Ayotzinapa sigue abierta. El conocer el destino terrible que tuvieron los 43 no nos ha acercado a la justicia y estamos aún lejos de poder presentar una alternativa social al estado de terror que sufre el país. La ductibilidad que la sociedad ha tenido respecto de los engaños y la persistencia de éstos habla de una credulidad ciega por parte de quienes deberían ser las personas más críticas.

Los normalistas sobrevivientes de Ayotzinapa habían derrochado su ánimo en etapas. Al principio en su alianza con la CETEG se dedicaron a la quema de edificios, un frenesí que les duró hasta que la época vacacional los alcanzó y la represión se hizo presente. En su ingenuidad creyeron que esta vez las condiciones para las marchas con violencia no se acabarían y que los policías ya no recibirían órdenes de responderles. Otros tantos se dieron a la tarea de encumbrar a su normal y a ellos mismos como producto mediático. Presumían el número de entrevistas que llevaban y la normal se volvió un hormiguero donde constantemente salían y entraban medios; estaban tan ocupados en eso que las clases se retomaron en febrero y sin todos los alumnos, pues muchos seguían en “comisión” y no les apuraba regresar a la vida cotidiana o retomar la labor fundamental de la normal. En uno de sus más recientes actos se unieron a una protesta de burócratas del Tribunal Superior Justicia del Estado, sin importarles que apenas unos meses antes ellos mismos quemaron las instalaciones de esa institución y la acusaron de ser parte del Estado que mató a sus compañeros. Mientras tanto en San Quintín, Baja California, jornaleros agrícolas explotados dan la batalla sin el apoyo, al menos simbólico, de los normalistas.

La herida de Ayotzinapa sigue abierta. El conocer el destino terrible que tuvieron los 43 no nos ha acercado a la justicia y estamos aún lejos de poder presentar una alternativa social al estado de terror que sufre el país. La ductibilidad que la sociedad ha tenido respecto de los engaños y la persistencia de éstos habla de una credulidad ciega por parte de quienes deberían ser las personas más críticas. Los 43 se suman a la lista de muertos y muertas inocentes de este país. Si su muerte servirá de algo o no lo sabremos en algún punto, pero a más de seis meses de los trágicos acontecimientos hay pocos logros. El primero es la investigación en sí; sin la presión social este caso se habría enterrado como “no resuelto” para siempre. El segundo es la respuesta social que se expresa en rincones del país donde nadie la esperaba, y el tercero está a poco de mostrarse, en la elección intermedia. Los ridículos circos de la clase política convencerán solamente a quienes están interesados en participar como cómplices de la tragedia nacional. Una parte de la población —cuyo tamaño descubriremos— se tendrá que dar a la tarea de inventarse su propio destino. ®

Véase el»Análisis de evidencias de acceso público respecto a la incineración de los cuerpos de los normalistas secuestrados por la policía municipal en Iguala, Guerrero, los días 26 y 27 de septiembre de 2014″ en el blog del autor.

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Publicado en: Política y sociedad

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