“Mi hija vivirá y crecerá aquí. Y tomará alcohol si lo decide y reirá y disfrutará conciertos y bailará hasta el amanecer y se dirá a sí misma cuán bella es la vida cuando esté con sus amigos del alma en una fiesta. Como yo lo hice”, dice la autora de esta reflexión.
Era mi primera vez en el Bataclán, ese bar mítico, famoso lugar de conciertos de la escena parisina. Al ser mamá es difícil que mi marido y yo podamos ir juntos a un espectáculo por la noche. Así que elegimos: él va a sus preferidos y yo a los míos. Ambos disfrutamos, y uno de los dos cuida a nuestra hija. ¿No es eso un resultado de la vida del mundo moderno? ¿No es ésa una de las libertades que hemos ganado?
Llegué al Bataclán, y como muchos, lo primero que hice fue tomar fotos de la entrada y el letrero luminoso con el nombre del artista resplandeciendo, avisé a mis amigos en Facebook y subí las fotos. Entré. En el pequeño foro sólo había dos agentes de seguridad que apenas me revisaron el bolso, después, a unos diez pasos el pequeño cubículo donde uno puede dejar sus abrigos por dos euros la pieza —e inmediatamente después está el chico que recoge los boletos—, abres una puerta, una segunda y estás en la sala de conciertos. ¡Qué pequeño!, fue lo primero que pensé. En la entrada me amontoné en la pequeña barra para comprar un vaso de vino tinto. El chico, muy amable. Pensé lo divertido que debe ser trabajar aquí y disfrutar de todos los conciertos.
Disfruté el concierto, grité feliz y salí por la puerta por la que entré, regresé a casa en metro, vi a mi familia, acosté a mi pequeña, dormí. La vida siguió. Sin embargo, ese concierto, a pesar de que se trataba de uno de los mejores que podía haber visto en mi vida, no lo fue. Había una sensación rara en ese lugar. Será porque estaba vacío, pensé yo. Será porque muchos de los asistentes tienen la edad de mis padres. Qué sé yo.
Era el viernes 13 de noviembre, apenas cinco días después de ese concierto de Nina Hagen que había esperado por meses. En la noche, hora de París, me enteré de golpe y sin filtros de esa historia que le arrebató el aliento al —casi todo— mundo. Después llegó la francofobia, pero ése, ése es post aparte, señoras y señores. En mi caso, además de causarme conmoción por la naturaleza salvaje de los hechos, me quedé estupefacta porque cinco días antes estuve allí.
Y en esa noche, de pronto, todo se volvió surrealista. Los mensajes privados por Facebook, por whatsapp de amigos al otro lado del océano, que no paraban de llegar. Mi familia y yo estábamos a salvo en casa sin entender el porqué de lo ocurrido ni en medio de qué estábamos: estaba París.
Así, en cosa de horas, me vi responder a entrevistas telefónicas de medios y me vi pronunciando la palabra terrorismo. Nueva, inmaculada, virginal casi, en mi vocabulario. Mi marido dormía, así que, por quedarme a trabajar en el estudio esa noche, me enteré de todo sola. Sola y mi alma, y mi gato y su alma. Antes de ir a dormir a las 4 am pensé avisarle a mi marido que el mundo ya no era el mismo que él dejó antes de dormir. ¿Cómo se le dice a alguien que el mundo acaba de ser atacado de una manera tan brutal mientras duerme? Con el cansancio y el aturdimiento me avergoncé de que siendo periodista no sabía qué escribir. La pluma se quedó en mi mano, quieta, varios minutos. Al final, escribí una nota más cercana a una broma, pero yo ya no daba para más: “Hola, mi amor, sólo para comentarte que hubo unos atentados en París. Habló tu mamá y le dije que estamos bien. Mira las noticias. Te amo. Todo está bien”. En mi afán de tranquilizarlo escribí esa última frase que taché inmediatamente después. Y es que no, no todo estaba bien. Desde entonces muchas cosas no iban a estar bien.
Los primeros días no dejé de pensar que si el concierto de Nina Hagen hubiera sido ese otro viernes tal vez me habría tocado a mí. ¿Qué hacer en un caso así? ¿Cuando lo que más te preocupa en ese momento es cuidar que no se caiga tu vaso de vino tinto en medio de la muchedumbre o elegir el mejor lugar para ver bien porque muy alta no eres? ¿Salvar la vida? ¡Ja! ¿Quién piensa en eso?
Y de pronto una banda de enfermos ametrallan el lugar donde estás. ¿Qué pensó, qué hizo toda esa gente a la que de un segundo al otro le cambió el destino en ese pequeñísimo lugar de conciertos con apenas una salida de emergencia visible? Esas imágenes inundaron mi cabeza los primeros días. A partir de ahí muchas historias hemos escuchado y leído. Desde el discurso anti–París, el lloremos por Siria también, las banderas en Facebook, hasta el más reciente tema que habla sobre armas químicas y hasta la tercera guerra mundial. Estoy esperando el momento en que pasemos a Nostradamus. Cosa de un par de semanas. Ya verá usted.
En los diarios franceses, que también se regodean en el amarillismo, vale decir, he leído la lista de los desaparecidos con el temor de encontrar algún conocido, los dueños de la pizzería favorita, las encargadas de los lugares de juegos de mi hija, a los amigos y connacionales. También leo con temor si aquellos que me vendieron el vaso de vino tinto, el que me recibió el boleto, la que me guardó el abrigo siguen vivos o no. Es terrible saber que gente llena de vida, como tú, y que viste días antes, posiblemente hoy no estén aquí.
Hoy las redes sociales nos restriegan en la cara, más que nunca, historias que no queremos leer: el niño hijo de chilenas que escapó cuando mataron a su madre y a su abuela; la chica embarazada que colgaba de una ventana de la oficina de Bataclán y que nos recordaba el 11–S; historias de terror, muchas. También hemos leído otras de valentía y de esperanza, como el video del niño y su padre que se volvió viral, las cartas de un francés que le escribe a su hijo recién nacido cómo lo educará en libertad, y una más, la de un padre, Antoine Leiris, que le escribe a su hijo de 18 meses y cuya madre fue asesinada en el Bataclán:
El viernes por la noche robaron la vida a un ser de excepción, el amor de mi vida, la madre de mi hijo, pero no tendrán mi odio. No sé quiénes son ni quiero saberlo, son almas muertas. Si el Dios en nombre del que matan ciegamente los ha hecho a su imagen, cada bala en el cuerpo de mi mujer será entonces una herida en su corazón.
Entonces no. No les voy a hacer el regalo de odiarles. Lo tienen merecido, pero responder al odio con más odio, sería ceder a la misma ignorancia que los ha convertido en lo que son. Quieren que tenga miedo, que mire a mis conciudadanos con sospecha, que sacrifique mi libertad por la seguridad. Y no, no lo conseguirán.
La he visto esta mañana después de días y noches de espera. Estaba tan guapa, tan hermosa, como cuando se fue esa noche al concierto, como cuando me enamoré de ella hace doce años. Por supuesto, estoy devastado por el dolor, les concedo esta pequeña victoria, pero será de corta duración. Sé que ella nos acompañará cada día y que nos encontraremos en este paraíso de las almas libres al que ustedes no tendrán acceso.
Somos dos, mi hijo y yo, pero somos más fuertes que todos los ejércitos del mundo. Tiene sólo diecisiete meses, y como cada día, hoy comerá su merienda y luego vamos a jugar. Toda su vida este niño les hará la afrenta de ser feliz y libre, porque no, no tendrán tampoco su odio.
Pienso en ella especialmente. Una chica, una madre joven que como yo fue a descansar un momento de las labores del día. Cambiarse las ideas, gritar eufóricamente frente a su grupo de rock favorito, bailar, tomar un vaso de vino mientras su marido cuidaba a su hijo. Una de las libertades que hemos conseguido en un país civilizado, ¿no? Con la diferencia de que ella no regresó a casa.
A pesar de todo la vida transcurre con normalidad. La tristeza es mayor al miedo. La gente sale y toma el metro, come en restaurantes, va a bares, al cine, hace su vida. Va al museo. Yo misma escribo esto en un café lleno de gente, al lado de una ventana. La islamofobia también se desata. Si algún árabe entra al lugar es visto con recelo, eso se nota inmediatamente. La gente mira a las ventanas constantemente. “Así es al inicio siempre”, dice mi marido. “Después todo vuelve a la normalidad”. Respiro y sigo su ejemplo.
Para mí, quitarme esos recuerdos de la sala que visité días antes fue muy difícil, pero lo va siendo cada vez menos. No concibo ese lugar lleno de gritos y de sangre cuando antes fue todo euforia y alegría. Imaginarla a ella agonizando y pensando en su hijo en casa, en su marido esperándola en esos últimos minutos, escuchando el timbre de cientos de teléfonos celulares en una sala ametrallada me saca las lágrimas.
Es nueva, en mi vocabulario cotidiano, la palabra terrorismo. Para mi marido no lo es tanto. Los europeos han vivido ya varios atentados a manos de grupos extremistas. Para él, sin embargo, es difícil entender las noticias de mi tierra, cosas de tercer mundo como “quemaron un bus y con él cerraron una carretera”, “el Estado mató a 43 estudiantes”, “hay un huracán violentísimo que va a destruir medio país”, “se escapó a través de un narcotúnel el Chapo Guzmán”. Cada cual sus peligros, sus amenazas.
A pesar de todo la vida transcurre con normalidad. La tristeza es mayor al miedo. La gente sale y toma el metro, come en restaurantes, va a bares, al cine, hace su vida. Va al museo. Yo misma escribo esto en un café lleno de gente, al lado de una ventana. La islamofobia también se desata. Si algún árabe entra al lugar es visto con recelo, eso se nota inmediatamente. La gente mira a las ventanas constantemente. “Así es al inicio siempre”, dice mi marido. “Después todo vuelve a la normalidad”. Respiro y sigo su ejemplo.
Hay una capacidad francesa que yo admiro de no borrar por nada la sonrisa, de no permitir que nadie les diga cómo vivir. No sucumbir ante el miedo y el horror. Vivir la vida. No cerrar los ojos al mundo, enterarse de todo y más, y ser felices. ¿Es eso lo que los oscurantistas nos envidian?
Aquí no andamos corriendo en las calles, como muchos medios latinoamericanos hacen creer. Aquí comemos baguettes, nos tomamos una cerveza en los bares, nos peleamos con los meseros, como siempre, reservamos para la exposición que tanto queremos ver… Le preguntamos al de la barra cómo se llama la canción que puso.
Pensando en esas personas que ya no regresaron a casa ese día, un nuevo aire llegó sin que yo me lo propusiera. Abracé más que nunca a mi hija, jugué tanto como pude, la llené de besos. Por las mañanas beso de una manera distinta a mi marido cuando va a trabajar. Vivir con libertad es hoy la manera de hacerle saber a los fanáticos extremistas que han perdido, que siempre van a perder.
Elegir qué botas ponerme, ir sola a un concierto mientras mi marido cuida a nuestra hija es otra batalla ganada. Beberme el vaso de vino tinto que me vendió ese chico que no sé si aún vive es un acto de osadía en nuestro mundo occidental y moderno frente las narices de grupos oscurantistas que usan su religión como pancarta sangrienta.
Siempre me vi y me pensé defendiendo asuntos relevantes, los derechos de las mujeres; en mi país fui a marchas para defenderlos. Por eso, sinceramente, me chocó un poco cuando vi que el acto de resistencia de los parisinos es ir a una terraza a tomar una cerveza. Me chocó porque vengo de países con otro tipo de revoluciones, donde palabras como golpe de Estado, rebelión, genocidio, narco, asesinatos de periodistas, de mujeres obreras, es nuestro pan de cada día. ¿Es ésta una osadía parisina snob? No lo creo, sé perfectamente por qué ocurre. Y lo entiendo.
Que el Estado Islámico haya reivindicado los hechos y que haya señalado a París como una ciudad pecaminosa y llena de pervertidos que toman alcohol y escuchan música, claro que me toca. Porque mi hija, si ella decide, vivirá y crecerá aquí. Y tomará alcohol si lo decide y reirá y disfrutará conciertos y bailará hasta el amanecer y se dirá a sí misma cuán bella es la vida cuando esté con sus amigos del alma en una fiesta. Como yo lo hice. Y se vestirá como guste y podrá revelarse con su marido si así lo decide, y podrá escuchar la música que prefiera y será feliz y libre. Feliz y libre, hija mía.
¿Hoy me tengo que debatir para que ella pueda disfrutar de todo ello? Parece que sí. Pero como ya lo dijo un pequeñito niño francés en conversación con su padre en la televisión francesa: “Nosotros tenemos flores y velas”.
La vida sigue, los parisinos charlan sobre esto y aquello pero poco sobre lo que ocurrió. Porque ya lo leyeron todo, ya lo escucharon todo en las noticias. En los países latinoamericanos este tema sería la comidilla del trabajo, de las oficinas, las tiendas, hablaríamos de ello hasta por los codos. Aquí todo transcurre de manera natural. No puedo decir normal porque tras la mirada del otro vemos un dejo de solidaridad, de compasión, de complicidad inaudible. Todos saben que no pueden soltar tan fácilmente y a manos de unos bandidos lo que con tanto esfuerzo han ganado. ¿Qué sería de París sin su cultura? ¿De Francia sin sus escritores, sin sus charlas de intelectuales en los famosos cafés parisinos?
Hoy más que nunca sé que una elección simple, como cuáles botas ponerme para ir a un concierto, puede ser un acto de alta osadía para gente que no es feliz, que no vive la vida que yo vivo. Y eso, ninguna kalachnikov nos lo va a quitar.
Yo no sabía, pero ese día en el que asistí al concierto estaba haciendo, sin pensarlo, un acto de resistencia, de libertad, de alegría que, a fuerza de costumbre, nunca vi como un premio ganado.
No he querido volver a ponerme las botas que usé ese día pues con ellas pisé el suelo que después se cubriría de terror. Quizá, al salir nuevamente, unte las suelas de miel y camine con ellas por las calles de un París que hoy reconozco más libre que nunca, quizá las adorne con flores… Y me acompañarán a tantos otros conciertos. A tantas otras terrazas. En memoria de la libertad, de la juventud, de la alegría, de la vida que la humanidad merece. ®