A 143 años de su fallecimiento, seguimos leyendo poco y mal a Acuña. Su imagen de fallido amante trágico y una equívoca dedicatoria siguen opacando su inmensa estatura de poeta. Pero ahora aparece su verdadero rostro.
La relación de Saltillo con Acuña es equívoca.
Poeta de una inmensa popularidad, es recitado a medias: su blasón más alto es aquel que le adjudica un poema y un suicidio debido a un supuesto amor contrariado.
Se le cita como uno de nuestros más grandes autores, el premio de poesía con el mayor monto económico del país lleva su nombre, pero lo seguimos leyendo poco y mal.
Y no es por inaccesible, escaso u oscuro: la obra de Acuña ahí está. En ediciones venales, de lujo o en internet puede encontrarse casi la totalidad de sus versos: desde su consabido “Nocturno” (que no a Rosario) hasta lo que quizá sea su testamento literario, el extraño poema medio en prosa medio en verso titulado “Nada sobre nada” (“El hombre es un ser para la nada”, coincidió décadas después Sartre), escrito a escasos siete meses de su suicidio; donde en un inusitado estilo satírico hace una especie de corte de caja, un saldo donde “renuncia” a la poesía.
Hace pocos años, a propósito de su 140 aniversario luctuoso, el Gobierno del Estado de Coahuila publicó un par de volúmenes —ahora inencontrables fuera de los círculos oficiales. En los estudios críticos que buscan abordar la obra del saltillense, además del consabido texto de Marco Antonio Campos, el autor de “Ante un cadáver” colecciona adjetivos como “torpe”, “desafortunado” y “cursi”.
Muchos autores contemporáneos siguen viendo a Acuña con una condescendencia entre cínica y seudoposmoderna.
Hoy, cuando el principal instrumento de la métrica poética en muchos autores jóvenes es la tecla de “enter”, Acuña les parece arcaico, demodé, rebasado.
Hay efigies, homenajes, publicaciones, encuentros “internacionales” de poetas, pero seguimos sin leer a Acuña.
Máscaras
Lo cierto es que a casi siglo y medio de su meteórica y frágil carrera literaria ningún autor coahuilense ha triunfado como el exvecino de la calle de Allende.
Nadie en la frontera de sus veinte años fue hasta la capital con apenas una muda de ropa a comerse la vida a puños.
Nadie ha estrenado su primera obra con un éxito arrasador de la crítica y el público.
De ese Acuña, que se ganó la admiración de los círculos intelectuales de la capital y que descendió en pocos meses a los abismos de la desesperación y la miseria, en realidad conocemos muy poco.
Nos quedaron sus versos y el testimonio de personajes cercanos como “El Nigromante” o Juan de Dios Peza. Incluso su sepelio multitudinario quedó lejos de nosotros. Sus restos volvieron a Coahuila en 1918.
Y de ahí en delante para la posteridad, la imagen de Acuña es un rostro largo y adusto, un ceño melancólico y unos ojos inmensos, rasgos de un hombre que parece mucho mayor a los escasos 24 años del poeta. Una melena desbaratada y un bigote fuerte que esconde a medias una boca compungida terminan su retrato.
La efigie de Acuña en nuestro imaginario se desprende de muchas fuentes, entre ellas la más persistente: el grabado incluido en una de sus primeras antologías: Poesías, impreso en París por la librería de Garner Hermanos en el año 1890.
De esa imagen se desprendieron muchas versiones posteriores, resumidas o deformadas. Con el tiempo esa imagen se impuso: desde el famosísimo mármol de Jesús F. Contreras, galardonado en la Exposición Universal de París y que ahora permanece en la Plaza Manuel Acuña de Saltillo, donde arropado bajo el resguardo de un ángel, con su mano como visera el poeta pareciera auscultar el más allá, hasta la escultura en metal frente al Teatro de la Ciudad Fernando Soler, encargada por el ex gobernador Óscar Flores Tapia al escultor Cuauhtémoc Zamudio.
Pero seguíamos sin conocer a Acuña.
Hasta ahora.
El encuentro
Fue hace meses.
El poeta Víctor Palomo, uno de los más profundos conocedores de la vida y la obra de Manuel Acuña que conozco, dio con el hallazgo.
Habíamos estado intercambiando mensajes, leyéndonos; al fin nos encontramos en la Ciudad de México, donde reside desde hace tiempo. Ahí fuimos ampliando y compartiendo nuestro interés en el autor saltillense: Víctor venía preparando desde hace muchos años un serio estudio acerca de la circunstancia histórica del autor —un libro ahora inédito que hará una aportación enorme a la visión del malogrado poeta.
Entonces me mostró la imagen.
La única foto en la vida adulta de Manuel Acuña.
Un retrato hecho en la Ciudad de México, hacia el año de 1869, por un autor anónimo. Acuña estaba recién llegado, probablemente en el filo de los veinte años.
Aún no perdía a su padre, cuya muerte en 1871 complicaría para siempre su destino.
¿Qué se ve en la foto?
Es una imagen sepia, con un texturizado en cuadrícula.
Es un hombre joven de rostro alargado. Sus ojos son grandes, la expresión de su mirada es atenta, reconcentrada. Sus cejas son también amplias, gruesas.
Está vestido de manera formal, con saco y corbata. Su bigote y su barba son breves, está peinado de lado. Aunque su cabello no es lacio, tampoco es rizado. Sus orejas son grandes y echa ligeramente la postura del cuerpo hacia atrás. Su silueta se difumina en un óvalo suave. Hay una cierta rigidez, formalidad, pero la luz de esos grandes ojos parece inquirirlo todo, devorarlo todo.
Se trata de Manuel Acuña Narro, fotografiado a los veinte años.
¿Cómo llegó a Víctor la foto?
Leámoslo pues: al veinteañero filósofo, el desesperado y positivista, el católico, el satírico, el que anticipó al modernismo en las formas y al existencialismo en las ideas; el precursor incluso del inmenso Velarde y hasta del travieso —obscenísimo— Renato Leduc.
Está incluida en el libro Manuel Acuña, un raro estudio publicado a mediados de los setenta, en casi una edición de autor a cargo del historiador hidalguense José Farías Galindo, un biógrafo interesado en temas de divulgación que lo mismo se ocupó de figuras históricas como las de Cuauhtémoc o el pintor zacatecano Francisco Goitia.
Aunque con algunas inexactitudes, el volumen de Galindo vale por la recuperación de este archivo, la fotografía que el poeta se había mandado hacer para enviarla a su madre en Saltillo.
Una imagen que la memoria del poeta Juan de Dios Peza, su contemporáneo y amigo, recupera: “Nosotros recogíamos con cuidado fraternal cada periódico en que aparecían sus versos, guardábamos los párrafos en que lo elogiaban y nos sentíamos felices con mirarle recibir cartas de su hogar lejano, y después de leerlas, besar la firma de su madre diciendo: ‘¡Hace muchos años que no la veo! ¡Pobrecita! Ya sólo me conoce en retrato’”.
José Emilio Pacheco, uno de los principales desmitificadores del saltillense, quien rescató su poema “A Laura” (dedicado a Laura Méndez, la madre de su pequeño hijo que moriría a los pocos meses de nacido) en su Antología del XIX, fue clarísimo: “El cianuro fue también la tinta con que la posteridad leyó a Acuña y su “Nocturno”.
Porque el saltillense es mucho más que un suicida.
Tampoco el personaje torvo que Arreola caricaturizara en el “Monólogo del insumiso”.
Leámoslo pues: al veinteañero filósofo, el desesperado y positivista, el católico, el satírico, el que anticipó al modernismo en las formas y al existencialismo en las ideas; el precursor incluso del inmenso Velarde y hasta del travieso —obscenísimo— Renato Leduc. El admirado por Menéndez Pelayo y Martí.
Tenemos para nosotros su obra, y ahora sí: lo conocemos en retrato. ®