A veces llegan a mí imágenes obnubiladas de hombres a los que deseé apasionadamente, pero sólo viajan fugazmente y se quedan por segundos en mi mente, porque si no mi cerebro se calienta y se funde.
Corría un siglo sin nombre, hace mucho que nadie hubiera osado nuevamente contar los años, porque incluso ello era una costumbre infringida por los viejos tiranos. Lo único que se puede recordar, y sólo como un tipo de amonestación para que esos tiempos no vuelvan nunca más, son la violencia y los múltiples abusos de los que fuimos víctimas. Sin embargo, la paz al fin regresó al planeta. Al contrario de lo que muchos pronosticarían para nosotras nuestro mundo posthistórico no está configurado por cazadoras y campesinas, ni tampoco hubo un regreso a las formas naturales de convivencia. Nada de eso. Si bien el capitalismo se extinguió casi desde el principio en que estallaba la gran y última guerra, nosotras nunca dejamos la soberbia de sabernos raza superior e hicimos uso excesivo de la tecnología, la ingeniería genética y la medicina, herramientas del saber que quizás, sí, en un momento inicial robamos al género ya extinto, pero que después perfeccionamos como nadie en mucho tiempo: ni aunque se hubiera reunido el mejor ejército de hombres científicos de todas las épocas hubiera podido superarnos.
Nos convertimos en mujeres exitosas. Al no existir la propiedad privada generamos servicios para todas, por lo que tampoco existen penurias de ningún tipo: tenemos las mejores ingenieras, las mejores académicas, escritoras multipremiadas, artistas colosales, doctoras prestigiadas y madres amorosas; incluso para esta última necesidad reproductiva no los necesitamos. Aprendimos a crear vida a partir de la recopilación de semen de muchos soldados prisioneros, que bajo un largo proceso de plastinación fueron conservados y puestos metafóricamente en movimiento, para seguir generando espermatozoides. Pero en algún momento aquellos cuerpos dejaron de funcionar y entonces tuvimos que comenzar a generar, por medio de una avanzadísima reprogenética, espermatozoides de laboratorio.
Tenemos tan controlado el uso y desuso de los genes que nunca jamás, ni por equivocación, volverá a existir un hombre en este planeta. Si alguna lo deseara así, pagaría con pena de muerte tal afán. Somos una Artemisa mejorada: vírgenes en el sentido de no tener ningún contacto sexual con el género extinto, proveedoras de todas nuestras necesidades, guerreras, curanderas y únicas parteras de esta especie: la humana femenina. Las mujeres de la era posthistórica no podemos perder años de vida criando hijas, pero al mismo tiempo es necesario tenerlas, al menos para la conservación de la especie y, sobre todo, de nuestra propia y única cultura feminista; por lo que es obligación civil de toda mujer mayor de veinticinco años tener al menos una hija.
Yo soy de las mujeres que vivió la gran y última guerra, la que se libró con el único afán de lograr la igualdad entre géneros, pero jamás lo consiguió. Aún lo recuerdo claramente. En aquel siglo incluso muchos compartían una visión experimental y científica de la supremacía del género extinto sobre nosotras.
También hemos emplazado la cultura del sacrificio maternal con una compleja superestructura robótica: maquinando cyborgs, a los cuales se les trasplanta el cerebro de algunas madres que deciden heredar sus neuronas para inmortalizarse en estas poderosas máquinas pensantes. Más del setenta por ciento de nosotras opta por seguir existiendo bajo esta forma de cyborg–nodriza, y no precisamente lo hacemos por el miedo a la muerte —que aún nuestra poderosa ciencia no ha logrado franquear—, sino por el convencimiento de querer ante todo extender nuestra cultura feminista hasta el infinito.
Yo soy de las mujeres que vivió la gran y última guerra, la que se libró con el único afán de lograr la igualdad entre géneros, pero jamás lo consiguió. Aún lo recuerdo claramente. En aquel siglo incluso muchos compartían una visión experimental y científica de la supremacía del género extinto sobre nosotras. El cáncer del machismo estaba en metástasis, el gran mal no sólo se extendía a ellos, sino que muchas comenzaron a infectarse, incluso mujeres con notable potencial, pero rendidas a la discriminación sexista.
Recuerdo del siglo aún histórico —porque la historia fue escrita por hombres— que mi carrera fue bloqueada por cuestiones personales, mi contexto afectivo siempre traía consecuencias laborales negativas. En las entrevistas de trabajo —irremediablemente, en el mundo machista en el cual vivía—, me preguntaban si era soltera o casada, si quería hijos o superarme profesionalmente, interrogantes que nada tenían que ver con mi capacidad para desempeñar un trabajo; si les contestaba que era soltera no faltaba el acoso laboral, pero si en cambio tuviera una relación afectiva corría el riesgo de no ser contratada; era peor si me embarazaba, porque la violencia del sistema ya extinto podría haberme costado un despido, incluso si era subordinada de una mujer: ni siquiera entre nosotras nos protegíamos. Como el sexismo se había centrado en ambos géneros llegué a tener jefas que me hicieron la vida imposible por ser físicamente atractiva, parecía que siempre competían por llamar la atención del hombre. Nunca dejaron de poner su existencia y justificar sus actos tan sólo para complacer al género extinto; de ahí que algunas otras mujeres, decidían no contratarme por temor de ser opacadas y no sólo en aptitudes, sino también en exterioridad, o sea, en apariencia.
El mundo posthistórico no es tan trágico. La comarca femenina quizá ha sido la mejor redención al sufrimiento de las mujeres más inteligentes y menos reconocidas en el pasado. A veces llegan a mí imágenes obnubiladas de hombres a los que deseé apasionadamente, pero sólo viajan fugazmente y se quedan por segundos en mi mente, porque si no mi cerebro se calienta y se funde. En el mundo posthistórico a todas se nos ha injertado un chip universal que reprime cualquier recuerdo o apetito sensual por el género extinto. ®