Al mediar los años sesenta un grupo de jóvenes poetas se reunía en la librería del viejo español Fermín, donde bebían y leían hasta el amanecer. Hasta que todo terminó. Un cuento sobre aquellos años.
Por aquellos días, los días soleados y calurosos y polvorientos de principios de la década de los sesenta, la década de la liberación sexual y la locura, de la poesía experimental y del desencanto, todos éramos más jóvenes y más felices, lo que equivale a decir que éramos más irresponsables e ingenuos: no dormíamos nada o dormíamos muy poco, pasábamos hambre, bebíamos como condenados a muerte y leíamos religiosamente a los poetas franceses. En una palabra, éramos muchachos románticos y desaliñados que todavía creían en el poder inmarcesible de la palabra, que creían —pobres de nosotros— que con la poesía cuidando nuestras espaldas, con nuestro tierno y mozo ángel de la guarda, no teníamos nada que perder. Lo cierto es que teníamos mucho que perder, pero en aquel momento no lo sabíamos o simplemente no nos importaba un carajo, que para el caso viene a ser lo mismo.
Nos gustaba reunirnos los miércoles por la noche en la librería del viejo Fermín. Era una librería de viejo, muy pequeñita y toda de madera, de una madera rancia y carcomida. Siempre olía a polvo y a zapatos usados, como si todos los libros estuvieran hechos de piel o como si les hubiera caído una tormenta encima hace muchos años. Era un lugar lindo y acogedor, casi nunca había clientes o si los había se iban a los pocos minutos. Los miércoles el viejo Fermín nos dejaba subir a una especie de salón que estaba en el segundo piso, un salón que parecía más bien un tapanco donde teníamos nuestras reuniones literarias.
Al principio sólo éramos Memo, el viejo Fermín y yo, un grupo ridículo e inverosímil que no tenía razón de existir más que por capricho y voluntad de nosotros tres. Por nuestros huevos peludos e hinchados, solía decir el viejo Fermín. En parte era cierto. Nos reuníamos los miércoles y creíamos que era una forma de resistir. ¿De resistir qué? De resistirlo todo, solíamos contestar. De resistir la mierda que se esparcía lentamente hasta todos los resquicios del mundo.
El viejo Fermín había nacido en Madrid una madrugada fría y lluviosa de 1911. Estudió Letras Hispánicas en la Universidad de Madrid, hecho del que se mostraba muy arrepentido: las letras no se estudian, decía, las letras se viven y se sufren. Solía contar que era muy feliz en España y que fueron los años dorados de su vida, pero, como muchas otras familias, la familia del viejo Fermín tuvo que abandonar su patria a causa del franquismo y buscó nueva suerte y fortuna en un continente misterioso y lejano, en un continente no tan maleado por la codicia y la miseria humana. Así fue como el viejo Fermín, a los 28 o 30 años, recaló en la Ciudad de México.
Por supuesto, los primeros días, incluso los primeros meses o años, el viejo Fermín sobrevivió pasando de trabajos en trabajos deplorables que le permitían comer y darse uno que otro pequeño lujo de vez en cuando, hasta que un buen día compró un local cerca de Chapultepec y después de que fracasara su primer proyecto, una mezcalería, decidió poner una librería, nuestra librería, la librería que tantas alegrías nos daría. Era un viejo raro y curioso que nunca se casó ni tuvo hijos, pero que en cambio había leído todo lo que se había escrito en la historia y podía sentarnos bebiendo a Memo y a mí casi sin inmutarse.
Memo era mi amigo desde el maternal y era el mejor poeta homosexual que he conocido en mi vida. Justo en aquellos días fue cuando decidió vivir su sexualidad libremente y mandar a la chingada la opinión de sus familiares. Al carajo la moral y al carajo el destino, solía decirme antes de fondearse su cuba libre. Tenía veinte, tal vez veintiún años, leía obsesivamente a Stevenson, Chesterton y a los grandes novelistas ingleses, leía a Rimbaud y a Lautréamont, de los cuales se sentía camarada, y estudiaba Derecho en la Universidad. También leía de vez en cuando a alguno que otro poeta latinoamericano, pero se empalagaba o se aburría demasiado rápido y los dejaba por las buenas.
Al carajo la moral y al carajo el destino, solía decirme antes de fondearse su cuba libre. Tenía veinte, tal vez veintiún años, leía obsesivamente a Stevenson, Chesterton y a los grandes novelistas ingleses, leía a Rimbaud y a Lautréamont, de los cuales se sentía camarada, y estudiaba Derecho en la Universidad.
Yo tenía 22 o 23 años y estaba a punto de acabar Filosofía. Leía con entusiasmo a los griegos, a Schopenhauer y a Nietzsche, trataba de imitar a Borges y a varios autores rusos, y, estaba seguro, lo sabía como se saben ciertas certezas custodiadas en lo más oscuro de la memoria, de que tarde o temprano, vivo o muerto, sería un gran escritor. Recientemente acababa de terminar una relación muy larga y me sentía solo y triste como un perro, pero escribir y leer mis poemas los miércoles por la noche en la librería del viejo Fermín me daba vida, me hacía sentir importante, a pesar de que yo sabía bien que sólo éramos un poeta anciano, un poeta homosexual y un poeta desengañado encerrados en una vieja librería de madera manida. No nos importaba, no podíamos pedir más: éramos los reyes del mundo.
No tengo ni la menor idea de por qué o cómo duró nuestro pequeño grupo, pero duró. Sólo teníamos una cosa en común: los tres padecíamos una especie de enojo contra el mundo y contra la sociedad mexicana, la cual nos parecía muy conservadora, mocha y decadente, los tres queríamos vivir, leer y follar mucho (el viejo Fermín solía contar que en sus buenos tiempos fue el mayor semental del barrio de Malasaña y que antes de los veinticinco años ya se había llevado a la cama a más de cien mujeres; Memo y yo hacíamos nuestro mejor intento y a veces teníamos buena suerte), los tres estábamos enfebrecidos por el arte, por la poesía, por la literatura.
Lo cierto es que esa pequeña hermandad nos salvó: nos salvó de la locura, del suicidio y de la soledad, nos salvó de ser tragados por el monstruo bélico y capitalista de mil cabezas que nos engullía en sus fauces y nos hacía sentir sofocados. Nuestras reuniones de los miércoles poco a poco se fueron convirtiendo en una especie de círculo de lectura o de taller de poesía: nos reuníamos, abríamos las cervezas, las botellas de vino o, si no estábamos muy justos de dinero, la botella de whisky, y leíamos nuestros propios textos.
La cosa fue bien por un tiempo. La cosa fue bastante bien dos o tres años y el grupo, sin darnos cuenta, empezó a crecer. El viejo Fermín invitó a sus amigos poetas, esos viejos poetas que sufrieron el exilio y la persecución y que escribían con su propia sangre, una sangre que Memo y yo deseábamos pero que nunca podríamos alcanzar ni imitar, sino sólo añorar, sólo mirar, de lejos y sintiéndonos unos cobardes. Memo invitó a varios compañeros de su facultad de Derecho que decían querer ser escritores o que eran escritores en su tiempo libre o que estudiaban Derecho para mantenerse después cuando fueran escritores, y a varias mujeres que no escribían pero que eran muy bellas, sus amigas, las amigas del poeta marica. Yo invité a mis amigos de la facultad y a toda mujer bella que me lanzara dos pesos.
El caso es que las reuniones del miércoles, un breve círculo de tres personas emborrachándose con la excusa de leer poesía, pasaron a ser de quince o veinte, todas poetas o todas queriendo serlo o todas fingiendo serlo, que casi siempre es lo mismo (aunque las veces que no lo es marcan la diferencia), y todas, eso sí, con ganas de comerse el mundo, es decir, con ganas de amar, de reír, de leer, de vivir, de resistir el peso que poco a poco resquebrajaba nuestros cuerpos. Todas con ganas de darle sentido a toda la marea confusa que azotaba a México y al mundo. Todas solas, todas angustiadas, todas libres.
Un buen día, un miércoles, Memo decidió invitar a Natalia, su prima menor, y a partir de ese momento todo cambió. Natalia tenía veinte años, era rubia, chaparra, medio gordita, tenía los ojos de un color azul profundo, un azul envolvente, de esos ojos que te consumen y te hacen perderte dentro de ellos, y acababa de entrar a estudiar Letras. Por supuesto, me enamoré enseguida, me enamoré como sólo pueden enamorarse los jóvenes irresponsables, los poetas y los idiotas, es decir, como tenía todas las de perder, me enamoré como nunca me había enamorado en mi vida. Y fui feliz. Fui muy feliz.
Un buen día, un miércoles, Memo decidió invitar a Natalia, su prima menor, y a partir de ese momento todo cambió. Natalia tenía veinte años, era rubia, chaparra, medio gordita, tenía los ojos de un color azul profundo, un azul envolvente, de esos ojos que te consumen y te hacen perderte dentro de ellos, y acababa de entrar a estudiar Letras. Por supuesto, me enamoré enseguida.
Al principio, como suele pasar, le daba pena y sólo leía a sus poetisas favoritas, pero después de dos o tres reuniones Natalia se animó a leer sus propios poemas. No escribía tan bien, es cierto, pero escribía con valor y con fuerza, escribía como si le quedaran pocos días de vida y tuviera que sacar todo lo que llevaba dentro, que era mucho, todos sus fantasmas y sus sueños, todas sus desdichas y penurias. Escribía como escriben los que han sufrido mucho y eso me ponía los pelos de punta.
Las reuniones, por descontado, terminaban en tremendas borracheras que la mayoría de las veces se hubieran extendido hasta el otro día de no ser por el viejo Fermín, el sereno y santo Fermín, quien, todavía con su copa de vino en la mano (sólo tomaba vino tinto, pues decía que el whisky y el tequila, que era lo que tomábamos cuando nos alcanzaba para algo más que cerveza, le hacían mal) y el Delicados colgándole de los labios, nos acompañaba hasta la puerta, más bien nos acarreaba como si fuéramos su ganado, ovejas drogadas y borrachas sin rumbo fijo, arguyendo que debía abrir la librería en una o dos horas y que sería indecoroso para la buena voluntad de la clientela no darse un baño. En la puerta, el viejo Fermín, tan bueno como siempre, nos deseaba buena suerte, nos decía que nos cuidáramos, que no hiciéramos las idioteces que él no haría y nos recordaba, con la mano en el corazón, que leyéramos a los poetas españoles, a los poetas alemanes, a los poetas ingleses y a Juan Rulfo, y con una sonrisa, una sonrisa de rata vieja y cansada, una sonrisa de dientes podridos y amarillos, cerraba la puerta y se ponía a arreglar la librería.
Lo cierto es que fueron los mejores años de nuestra vida. La noche del miércoles para el jueves la poesía, las drogas, el alcohol y el sexo corrían y se esparcían como peonzas enloquecidas, como demonios danzarines que poseían a los jóvenes poetas y llenaban el salón de un ambiente de vida y de fiesta, como ese ambiente que sólo se forma alrededor de los que viven y aman y lloran sin miedo alguno.
En una ocasión, después de platicar con Natalia de Rayuela, el nuevo y definitivo experimento literario de Cortázar, y después de tomar varios tragos de tequila, follamos por primera vez. Tal vez sería mejor decir que hicimos el amor por primera vez, pero lo cierto es que follamos y que además follamos mal: Natalia estaba muy nerviosa por el ruido y las voces de la gente que estaba afuera, en la reunión, emborrachándose y cantando, y yo, tal vez por haber bebido de más, tuve muchos problemas para que se me parara, me costó mil demonios ponerme duro y después, cuando lo logré, no pude correrme. Estuvimos un buen rato dándole hasta que ella me dijo que ya le dolía y lo tuvimos que dejar por las buenas.
Seis meses después, sin embargo, nos casamos. Fue una bonita ceremonia. Memo fue mi padrino de bodas y se lió con un primo mío menor de edad que estudiaba Sociología en Guanajuato. Natalia y yo bailamos toda la noche. Yo, que no bailaba aunque de mi vida se tratara, bailé hasta el amanecer, bailé como un loco enamorado de la vida. En un momento de la fiesta Memo se acercó a nosotros y nos dijo que debíamos formar una revista. Así nos lo dijo: es absolutamente necesario que formemos una revista. Los tres estuvimos de acuerdo al instante y brindamos por la nueva poesía latinoamericana. La luna de miel la pasamos en las playas de Oaxaca. Nunca escribí tanto ni tan bien como en esos días. En general, todo iba viento en popa y no nos podíamos quejar de nada.
En un momento de la fiesta Memo se acercó a nosotros y nos dijo que debíamos formar una revista. Así nos lo dijo: es absolutamente necesario que formemos una revista. Los tres estuvimos de acuerdo al instante y brindamos por la nueva poesía latinoamericana. La luna de miel la pasamos en las playas de Oaxaca. Nunca escribí tanto ni tan bien como en esos días.
Cuando regresamos a la Ciudad de México le comentamos de nuestro plan al viejo Fermín. Todos nos emocionamos y comenzamos a pensar en un nombre para la revista. Memo, el más radical de nosotros, sugirió llamarla El falo de Alejandría o Las mil y una vergas ardientes. Todos nos reímos y no pasó a mayores. Natalia sugirió llamarla Rimbaud perdido en México o, simplemente, Páramo. Me gustaba el nombre, aparte de que Rulfo ya era un tipo que se tenía que leer sí o sí, pero no tuvo mucho apoyo. El viejo Fermín sugirió nombres que recordaban a un pasado abismal, a un pasado de guerra y de lucha: El escuadrón desahuciado o Tinta y sangre o Los poetas mercenarios o Canallas y rufianes. Gustaron varios, pero no encantaron. Yo sugerí que se llamara Ágora o Eleusis. No tuve mucho éxito. Al final decidimos que se llamara Exilios, un nombre que nos incumbía a todos o que creíamos que nos incumbía a todos. Era un nombre bastante malo, pero nos emocionó a la mayoría y no hubo nada más que hacerle.
Al comienzo de la revista, es decir, a mediados de los sesenta, por el 65 o el 66, los únicos que escribíamos éramos las quince o veinte personas que asistíamos al taller en la librería del viejo Fermín. Pero poco a poco nos llegaron escritos de más personas, de amigos, de amigos de amigos, de amantes, de amigos de amantes o de amantes de amantes, todos mandaban sus textos y llegamos a un punto en el que recibíamos escritos, poemas o cuentos de más de cincuenta personas. Por supuesto, tuvimos que empezar a rechazar a muchos, tuvimos que rechazar a la mayoría. Dentro de los que rechazábamos había escritos muy malos, pero también había otros muy buenos que por una u otra razón debían ser mandados al desfiladero. Memo, Natalia, el viejo Fermín y yo éramos los encargados de la masacre, todos cofundadores, escritores, editores y correctores de estilo de la revista. Los primeros tirajes fueron de cien ejemplares. Después nos fue mejor y a finales del 67 nuestro tiraje alcanzó los quinientos.
Mientras tanto, Natalia y yo éramos muy felices con nuestra revista, nuestra casita y nuestra vida de casados, y Memo seguía liándose con cualquier cabrón que se le pusiera en frente. El caso es que eran buenos tiempos y todos creíamos que éramos inmortales. Una especie de inmortalidad que tiene que ver con una sensación de seguridad y de arrojo que nos hacía sentir grandes e invencibles. No le debíamos nada a nadie y el taller y la revista eran una muy buena excusa para escapar de nuestra realidad jodida por medio de la camaradería y de la poesía.
Así seguimos un buen tiempo, hasta que en la víspera del año nuevo del 68, o tal vez a principios de diciembre del 67, el viejo Fermín murió. Estaba cargando una caja de libros y le falló el corazón, un corazón viejo y cansado, solía decirnos, pero duro como el roble. Fue un bonito funeral católico (el viejo Fermín, por más liberal que fuera, era un católico de esos de capa y espada), y algunos de nosotros leímos varios de sus versos y colocamos en su ataúd, junto a las rosas, las fotos y otras chucherías, todos los números de la revista que habíamos publicado. También pusimos una caja de Delicados y dos botellas de vino tinto.
La muerte del viejo Fermín fue un golpe duro, es cierto, pero ni eso nos detuvo. La librería se la quedó una amiga suya, una anciana que asistió a varias de las reuniones y que también creía en el poder redentor de la palabra, y nos permitió seguir teniendo nuestras reuniones de los miércoles.
Muchos años después, cuando por fin me armé de valor y decidí regresar a México, me topé con Memo en un bar de la Condesa. Los dos estábamos más viejos y más calvos. Memo tenía el rostro arrugado, había engordado y me dijo que lo había dejado su esposa (porque, claro, Memo cedió y se casó). Yo también estaba solo y comenzaba a perder algunos dientes.
Al final, llegó el año de 1968 y todo se fue a la mierda. Fue el año de la represión, del autoritarismo, de las revoluciones truncadas y de la desbandada. Un día Natalia me dijo que iba a ir a una marcha con unos compañeros suyos. Me invitó, pero yo me negué porque tenía mucho trabajo (por aquellos días trabajaba de profesor de filosofía en una preparatoria). Así que nos despedimos y quedamos de vernos en nuestra casita. Nunca llegó. Natalia murió esa tarde en la plaza de las Tres Culturas. Memo y yo arreglamos todo lo que teníamos que arreglar y sufrimos juntos. Después, Memo se regresó a la casa de sus padres en Puebla y yo, una vez que acabó todo el proceso del funeral y después de una larga temporada de duelo y abatimiento, me dije a mí mismo que aquí no me quedaba ni de loco y en cuanto pude me fui a vivir a España. Memo y yo no nos volvimos a hablar durante muchos años. Creo que su novio, porque ya tenía novio en aquel entonces, también murió ese 2 de octubre. Tal vez. Lo cierto es que no lo recuerdo y ya no me queda de otra más que vivir de mi memoria y de mis propios demonios.
La revista, inevitablemente, se disolvió. Exilios murió y cayó en el olvido. Al igual que todos nosotros.
Muchos años después, cuando por fin me armé de valor y decidí regresar a México, me topé con Memo en un bar de la Condesa. Los dos estábamos más viejos y más calvos. Memo tenía el rostro arrugado, había engordado y me dijo que lo había dejado su esposa (porque, claro, Memo cedió y se casó). Yo también estaba solo y comenzaba a perder algunos dientes. La plática duró poco y los dos acordamos volver a juntarnos más seguido. Lo cumplimos. Lo volví a ver dos semanas después y platicamos más tiempo. Los dos estábamos decepcionados con el mundo, con la vida, con la perra realidad que nos había engullido enteritos. Sin embargo, los dos teníamos cierta espina clavada en el pecho, los dos queríamos volver a poner en marcha el taller o la revista o algo, lo que fuera, cualquier cosa que tuviera sentido, que nos volviera a hacer sentir poetas y jóvenes y fuertes y salvajes.
Lo intentamos, de verdad que lo intentamos, hicimos todo lo posible por poner en marcha otro grupo de poetas inconformes y dispuestos a todo, incluso a la locura o a la muerte, pero no funcionó. Al final del último intento, en el que los poetas o los dizque poetas que asistieron a la reunión, que en realidad eran muy malos poetas, jóvenes tímidos, vírgenes y pálidos, jóvenes que no habían vivido ni leído un carajo, nos fuimos a un bar, decepcionados, con ganas de bebernos la noche entera y nos acabamos una botella de whisky entre los dos. Salimos del bar a las 3 de la madrugada y nos tendimos la mano. Cuídate, mi amigo, me dijo Memo. Tú también, le dije yo. Creo que hace unos meses, cerca de Tehuacán, Puebla, estaba saliendo borracho de un bar de homosexuales, sin dinero y feliz, y lo atropelló una camioneta. Pero nunca lo supe a ciencia cierta. ®