Preguntaban a los habitantes de las diferentes zonas y sectores, pero nadie les daba razón del perro. Había tal cantidad de perros y gatos que parecían haberse confabulado para esconder a Bobi.
Además de manzanas mordidas rodando por el suelo aparecían cáscaras de plátano y mandarinas. Estaba tan bien amaestrado Bobi que no era exagerado asegurar que reunía ciertas habilidades circenses y que un día, el perro, se convertiría en una fuente de riqueza para sus dueños. Más allá de cualquier fortuna canina, a la señora García la ponía de buen humor que saltara en cuatro patas para rescatar ya fuera una fruta o algún zapato. Le sorprendía que haya aprendido también a regresar las prendas a la habitación, siempre que Martha le propinaba una colleja.
Pero el día que la señora García ganó en un sorteo una lavadora automática cambiaron los planes, pues no creyó que fuera necesario continuar pagándole a Martha por algo que ella estaba en posibilidad de hacer. Por eso un día se lo dijo:
—Lo siento. Si te necesito ya te llamo.
La noticia a Martha le cayó como un balde de agua fría. Llorando cogió a Bobi del collar y se marchó.
A media mañana Martha despertó con el anuncio del día fallido. Vivía en una covacha derruida que contrastaba con el resto de viviendas del sector 7. Además de su marido, dormían ahí sus dos hijos y Bobi, el perro amaestrado que no se desprendía de su lado.
Apenas escuchó los pasos de sus hijos se incorporó para decirles que ya no más trabajaría como lavandera. Llorando se aferró a los brazos de Pancho. Javier se mordió los labios de rabia pues, para colmo, su madre nuevamente había sido brutalmente agredida por su papá. De no haber sido por el valiente Bobi, que no dudó en abalanzarse a las piernas de Walter, muy probablemente Martha hubiera sufrido mayores golpes en el cuerpo.
Si Walter estaba despanzurrado en la silla se debía, más que al dolor causado por los mordiscos del animal, al aguardiente que había bebido. Enterarse de una nueva agresión tanto a Pancho como a Javier, que se sacrificaban vendiendo bisutería en el mercado, les amargó la vida, ambos estaban hartos de encontrarse todos los días con el mismo cuadro: su padre tumbado a un lado del improvisado taller de mecánica, babeando de alcohol, y su madre llorando; entretanto Bobi tragándose todo lo que hallaba a su paso. Cualquier objeto encontraba final en las entrañas del perro.
—Yo creo que es ahora o nunca —dijo Javier por la noche.
—No te adelantes. Tenemos que actuar como profesionales —repuso Pancho.
Y es que Pancho mantenía la cuenta en su cabeza.
—¿Qué haces? —preguntó Javier.
—Miro —dijo Pancho.
Al igual que días atrás, desde la ventana de cartón de la covacha Pancho contempló la furgoneta que su padre había terminado de reparar en la calle. Se podría decir que ya funcionaba. Por la mañana Pancho había escuchado el motor rugiendo. Solamente hacía falta pintar el chasís. Al igual que siempre, en breves días el dueño vendría a buscar el vehículo. “Ya no queda tiempo”, pensó por eso Pancho. Debían agenciarse el vehículo cuanto antes.
Al día siguiente, en una improvisada mesa hecha con cajas y hierros, Pancho y Javier se sentaron al desayuno. Miraban a Walter como si las cucharas con las que se llevaban cada bocado a la boca fueran cuchillos. Martha, temerosa ante cualquier reacción de su marido, se sentó con ellos.
Con el torso desnudo Walter se paró en medio de la covacha, tenía el pantalón caído, las piernas rectas, como estacas. En una mano, la botella; en la otra, un cinturón con hebilla de metal curvado en la punta.
Javier consideró que era el momento más oportuno pero Pancho le apretó la mano:
—Mira —le dijo mostrándole la llave—: Ahora podremos subir.
—¿Cómo sabes que es la llave?
—La tenía en el bolsillo de su falda mi mamá.
—¡En esta casa trabajamos todos! —gritó Walter—. Mi dinero no alcanza —en calzoncillos pegó un correazo al suelo—. Todos son unos irresponsables.
A Bobi le dio dos fuertes patadas, “perro de mierda”, le dijo, pues el animal le había mordisqueado la punta de ambos zapatos.
Pancho y Javier, en vez de dirigirse al puesto de bisutería, compraron bolsas negras y un par de cuerdas suficientemente largas, a eso le sumaron dos galones de gasolina y regresaron a casa. Lo asumieron como parte de una realidad única a la que debían hacer frente. Tenían la intención de ayudarse del silencio madrugador para no levantar sospechas, aunque, pensándolo bien, poco les importaba ya lo que en el barrio se dijera de ellos. Ambos, de pequeños, cada poco se agarraban a golpes. Recién de grandes aprendieron a respetarse. “La unión hace la fuerza”, había sentenciado Pancho, el día que por primera vez Walter abofeteó a su madre.
Casi al amanecer, mientras Martha intentaba conciliar el sueño, Javier y Pancho, con los brazos rasguñados volvieron a la covacha.
—¿Tienes la llave? —preguntó Javier.
—Y ya para qué quieres la llave —dijo Pancho.
—¿Como que para qué? ¿La tienes o no?
Pancho se dio cuenta de que su bolsillo tenía hueco. Por ahí se había deslizado la llave. Se agachó a buscarla, pero no la encontró por ningún lado.
—Creo que se me ha caído —dijo.
Ya para entonces no debían perder tiempo ni levantar sospecha. Caminaron al patio: Javier se encargó de las piernas. Pancho de los brazos. “Cállate”, dijo Javier, al ver que su padre había despertado gimiendo como vaca herida. “Si gritas más, te mato”, lo amenazó. “Alcohólico de mierda, ¡carajo!”, exclamó Pancho, mirándolo sin contener su odio. Con un trozo de sábana le ataron fuerte la boca. Después de arrojarle agua fría lo metieron al cuarto, ahí lo dejaron encerrado. Con una camisa blanca Pancho limpió el parabrisas. Arrancó y dejó el motor encendido. En el asiento posterior había una gran variedad de ropa sin planchar pero en buen estado.
—¿Y esto de quién es? —preguntó Martha.
—Toma —dijo Pancho, mordiendo una manzana—. Ésta es la bata de la señora García. Y éstos, sus zapatos. En la bolsa de allá, el resto de su ropa.
Bobi también se marchó con ellos. En el trayecto comprarían algunas esteras para armar la casita. En la entrada colocarían un puesto ambulante. Tenían cierta idea de la ubicación. Javier desgajó una mandarina y le mostró a su madre el mapa de la zona donde había considerado ideal instalarse.
Sería a las afueras de la ciudad, por los cerros, dijo, y ascendió con la punta del lápiz, mostrándole todo el trayecto. En caso de que las autoridades no les obligaran a desalojar sin duda se pondrían a trabajar para levantar una estructura de quincha o cemento. En esa zona el clima resulta menos húmedo; la tierra accidentada es apacible, “como en los pueblos”, dijo Pancho, aferrado al volante. Al ver la cara de alegría de su madre Javier dibujó palomas alrededor de todo ese mapa que tenía entre manos. En silencio se siguieron alejando de la ciudad.
A la mañana siguiente los vecinos del sector 7 se preguntaban por su ropa. Se encontró un calzoncillo morado sobre un tejado, un par de medias grises en los cables de la electricidad; huellas de manos por todas las paredes. En ningún momento la señora García atribuyó la fruta desaparecida al perro de la lavandera porque un animal no abre así la puerta. En vista de que por ningún lado encontró su llave, creyó conveniente cambiar el picaporte.
Ese mismo día Martha ganó dinero con la venta de ropa usada. Vendió sobre todo prendas femeninas. Estaba tan emocionada que quiso contar el dinero. Luego de sumar su ganancia guardó todo en una bolsa que ató con tres nudos. Junto con Pancho, subieron un pequeño monte para atisbar su nueva zona de residencia. Desde lo alto contemplaron las casitas de esteras, de quincha, de paja, que junto a la suya conformaban aquella invisible urbanización cuyos integrantes sobrevivían a salto de mata. Desde luego que ahí sí que debía haber ladrones, pensó. En cuanto regresaron a su improvisada vivienda que Javier terminaba de armar, Martha guardó la ropa restante en una mochila. Se acordó de que para los siguientes días necesitarían leche, pan y huevos.
También jabón para lavar el resto de prendas percudidas por la tierra del lugar. Como Javier había visto un mercado en las proximidades se ofreció inspeccionar. Cuando Martha buscó la bolsa para entregarle dinero a su hijo se dio cuenta de que la bolsa había desaparecido de su bolsillo. Desconfió de su sombra. En este caso no se contuvo de acusar a Pancho. Solamente él había estado a su lado en el cerro.
—¿Pancho, dónde está la plata? Tú la tienes —acusó.
Tan pronto Javier se enteró se abalanzó a las piernas de su hermano. Pero Pancho no tenía idea del paradero de aquella bolsa. Tumbado en el suelo, clamando inocencia, gritaba: “La unión hace la fuerza, la unión hace la fuerza”, pero seguía recibiendo fuertes puñetes de su madre y otros tantos de Javier en la espalda. Esa tarde, antes de que oscureciera, Martha encontró la bolsa arrugada; rasguños similares tenía la mochila. Luego de pedirle disculpas a su hijo, luego de que Javier se agachara para que Pancho le devolviera todos los golpes que, por error, le había propinado, los tres, rabiosos pero decididos, antes de que cayera la noche caminaron por toda esa zona que apenas empezaban a conocer.
Silbando superaron montículos de tierra, maleza, improvisadas zonas comerciales atestadas de carretillas cubiertas con plástico. Preguntaban a los habitantes de las diferentes zonas y sectores, pero nadie les daba razón del perro. Había tal cantidad de perros y gatos que parecían haberse confabulado para esconder a Bobi. Nadie, nadie había visto al animal pese a las descripciones. Ya era de madrugada cuando lo encontraron subido a un cerro, como tratando de alejarse, hinchado, con la boca abierta y la lengua como chicle. Lo tumbaron panza arriba. Pancho le frotó el estómago mientras Javier lo sujetaba de las patas. Poco a poco el perro se fue retractando a medida que se retorcía. Poco a poco, junto con las heces fueron cayendo sucios papeles de sus revueltas tripas. Sorprendentemente, estaba el dinero completo. Así, también, la llave de la señora García.
En adelante se dieron cuenta de que Bobi contaba con otras cualidades mejores que las circenses y prefirieron mantenerlas en secreto. Lo dejaban a su aire, que deambulara por todas las zonas, tanto así que el perro se aficionó a caminar cerca de improvisadas tiendas de campaña, saltaba de pronto en los comercios y nadie imaginaba que fuera a tratarse de él. Ya por la noche le rociaban enormes cantidades de comida y abundante leche. Por la noche también lo seguían con piedras. A veces Pancho, cansado de esperar, le ataba las patas y le apretaba la panza. Entonces sucedía.
En la zona se hablaba del incremento de la delincuencia, pero nadie imaginaba que el habilidoso ladrón tuviera colmillos. Un día lo encontraron panza arriba. Pancho le apretó el estómago y Javier se dio cuenta de que Bobi se estaba muriendo. Antes de enterrar al animal creyeron necesario abrirlo en canal, pero sólo encontraron tripas calientes. Estaba tan oscuro el lugar que la sangre no se distinguía. ®