Tadeys es uno de esos libros que, como diría Kafka, pueden romper el hielo dentro de nosotros sólo para hacernos ver que estamos llenos de mierda y sangre.
El efecto alucinante de la verosimilitud: no hay vida más allá de la creencia.
—Osvaldo Lamborghini
Me siento violado, abusado, tocado. Hay algo en mí que se siente sucio después de leer Tadeys (Literatura Mondadori, 2012). El último libro que escribió Osvaldo Lamborghini (1940–1985) es una violación a la mente. No soy un lector novato en cuanto a la narrativa escatológica, pero supongo que ya ha pasado mi etapa de lector que busca lo subversivo. Hace años que no me interesaba leer sobre el olor a mierda escondido entre las letras ni paladear el sabor de la orina al pasar la página. Ya no necesitaba leer cómo cogían dos personas… pero todo eso lo volví a encontrar en este libro.
Escribir sobre qué trata Tadeys es una apuesta difícil. En primera porque la novela quedó inconclusa. La edición que publicó Mondadori es la reunión de las tres carpetas que su autor dejó inéditas, pero que, al cuidado de César Aira, obtienen algo de sentido y coherencia.
Aira logra dar un norte a su lector, a pesar de esa brutal narrativa que se cuenta a través de un tórrido lenguaje barroco que mancha todo de sangre apenas se lee. Es también quien lo lleva de la mano a través de esa depravación enfermiza en la que Lamborghini se regodea una y otra vez, y baila y goza, entre las vergas y los culos, las nalgas y los golpes. En la humillación del otro, de su orgullo y su persona, en pisotear su humanidad.
Ése es el primer punto de por qué la novela de Lamborghini es de lectura tan dolorosa: es una alegoría sobre el poder representada por la violación anal de sus personajes. Los hombres son sodomizados por otros sólo para demostrar quién ostenta el poder.
El principio de la historia —al menos de manera lineal— es la historia del monje Maker, hombre de fe natal de La Comarca, el país imaginario que Lamborghini inventó y localizó en el centro de Europa. El sacerdote, que vivió en la Edad Media, se propuso una tarea: traducir la Biblia al idioma de La Comarca. Sin embargo, no contaba con el hecho de que esa lengua corrompería la palabra sagrada y la transformaría en un relato pornográfico, razón por la cual fue exiliado hacia las montañas fronterizas de su país. Es ahí, vagando entre bosques y cavernas, donde encuentra a los tadeys, una especie de monos lampiños parecidos a los humanos cuya vida se degrada en una eterna orgía sodomita diurna para convertirse en el Gran Tadey, que por las noches fornica con las hembras sólo para procrear, nunca por placer.
Ése es el primer punto de por qué la novela de Lamborghini es de lectura tan dolorosa: es una alegoría sobre el poder representada por la violación anal de sus personajes. Los hombres son sodomizados por otros sólo para demostrar quién ostenta el poder. Y la pluma de Lamborghini no conoce la mesura al describir el proceso: cada una de esas aperturas de esfínteres va acompañada de un festejo hosco y enfermizo de la fuerza bruta del lenguaje, una recreación verbal del más oscuro deseo de dominio que poseen los hombres.
El inicio narrativo de Tadeys, en cambio, arranca con la familia Kab, una dinastía de cabreros conformada por Rete Kab, el padre, Valeta Kab, la madre, y Joncha, su hija. Es Rete quien decide emigrar del campo hacia la ciudad con la idea de emprender una nueva vida —Valeta y Joncha se ven obligadas y sometidas a seguir los deseos del cabeza de familia—, sin saber que va directo al hoyo de la inmundicia, cuya mierda recae completamente en su nieto Seer Tijuán, el hijo de Joncha y su esposo Ténder. El niño fue criado por su madre para enloquecer a los hombres con su feminidad y así, como explica su madre, “algún hombre poderoso lo tomará bajo su protección, y él, mi Seer, le entregará a cambio su culito dorado”.
Ese niño de once años también es sometido por sus compañeros de escuela a una vejación que tiene como herramienta de tortura a la palabra. Porque en el mundo de Tadeys las rimas son navajas lacerantes que terminan por quebrar el poco orgullo que puede tener alguien.
Para más ejemplos está el juego casi infantil, pero no por eso menos doloroso, de rimar con el nombre. En el caso de Seer, es el “¡Seer, Seer, te vamos a coger!” o el “Tijuán, por el culo te la dan”, que tanto repiten sus compañeros de clase. En el caso de su padre Ténder (cuyo oficio es, precisamente, tendero), la burla humillante es un verso que dice “tendero, tendero, te romperemos el agujero”.
Pero no se entienda que en Tadeys todo es la inmundicia de poder sexual que recae en entes aislados, sino que son parte de una civilización que se sostiene en sus tradiciones de violencia y en la venta de carne de tadey. Una sociedad dictatorial que ve en sus habitantes a lacras de la peor ralea, a quienes pisotea en cada oportunidad o que intenta “reformar” de maneras enfermizas, como lo demuestra el capítulo más oscuro del libro: “El barco de amujerar”.
El buque fue creado por hiena Jones, el alcaide del penal de La Comarca, y el médico araña Ky, para reformar la actitud violenta de los jóvenes, y busca la feminización de éstos por medio de torturas sexuales. El proceso termina por convertirlos psicológicamente en mujeres lujuriosas, hambrientas de verga y necesitadas de sexo. Seres pasivos sólo a la espera de ser usados.
Tadeys es un libro difícil que ofrece una experiencia que no recomendaría a un lector casual, tampoco lo recomendaría a un lector maduro, pero sí a un lector que busca ahondar en esos negros deseos que muchas veces no salen a flote más allá que en nuestras más profundas y repulsivas fantasías. Es uno de esos libros que, como diría Kafka, pueden romper el hielo dentro de nosotros sólo para hacernos ver que estamos llenos de mierda y sangre.
Al terminar de leer Tadeys no me sorprende que los argentinos hayan canonizado al escritor y lo alaben como a un verdadero santo. Una canonización satírica que hace sonreír al santo Lamborghini, una canonización que hace venir en oleadas de semen al gran tadey. ®