La práctica arquitectónica atiende —o debería atender— a la totalidad del ser humano; cuando la arquitectura es valiosa sostiene aquel mundo interior que el ser humano porta en sí mismo.
El cuerpo que no pudimos elegir lo escogemos, lo plasmamos y extendemos en la casa. Podríamos decir que es el cuerpo del cuerpo, la piel de la piel.
—Hugo Mujica1
En uno de sus estudios etimológicos alrededor de la ética y la moral José Luis L. Aranguren comparte dos sentidos de ethos —la raíz etimológica de ética— que a mi parecer arrojan luz sobre la naturaleza de la práctica arquitectónica. El primero y más antiguo de ellos se usaba principalmente en poesía para aludir a los lugares donde se crían y encuentran los animales; después se aplicó a los pueblos y a los hombres.2 Es de esta significación originaria de donde Heidegger tradujo ethos como lugar donde se habita. Está claro que este primer sentido guarda una relación muy estrecha con la arquitectura. En los siguientes párrafos se estrechará aún más. Luego Helene Weiss —quien fue discípula de Heidegger— partió de este primer sentido, pero en vez de traducirlo como lugar donde se habita lo utilizó como el lugar que el ser humano porta en sí mismo, desde su interior, más cercano a su actitud o hábitos.3 Weiss aún conserva una palabra muy arquitectónica —lugar— dentro de su interpretación; su aproximación etimológica hace visible el hecho de que la arquitectura (aquel lugar donde habito) no es reducible a un objeto exterior. Este segundo sentido puede ayudar a aproximarse al fenómeno arquitectónico más allá de su realidad material, como un ámbito abierto e incorporado a la persona; no únicamente existente en el exterior, sino también al interior; como una estructura que le conforma y le sostiene.
La práctica arquitectónica atiende —o debería atender— a la totalidad del ser humano; cuando la arquitectura es valiosa sostiene aquel mundo interior que el ser humano porta en sí mismo. Hay casos, como la casa de Luis Barragán, en los que al visitarla se me presenta como una extensión de la personalidad de quien la habitó por años.
El segundo sentido que comparte Aranguren es el de Xavier Zubiri, que entiende ethos a la manera aristotélica, como modo de ser, o carácter. Para él “lo ético comprende, ante todo, las disposiciones del hombre en la vida, su carácter, sus costumbres y, naturalmente, también lo moral. En realidad se podría traducir por modo o forma de vida”.4 Aquí ya se omite la palabra lugar, y de los dos sentidos etimológicos que comparte Aranguren pareciera que éste se encuentra más distanciado de la arquitectura que el sentido antiguo; pero me parece que es sólo en apariencia. Mi modo de ser es necesariamente en el mundo y en relación con los seres que lo conforman; he de recordar que cualquier arquitectura, más que un conjunto de ladrillos, es siempre una propuesta para estar en el mundo de cierto modo. Es de la práctica arquitectónica de la que me valgo como persona para proyectar las relaciones que establezco con la naturaleza, con las demás personas, con los dioses y hasta con los objetos y conmigo mismo; esas relaciones le puedo llamar mi modo de estar en el mundo, mi modo de ser.
Léase con ojos de arquitecto la siguiente cita: “La personalidad humana se desarrolla y configura a través de la fundación incesante de ámbitos diversos que se articulan y potencian mutuamente para formar el complejo tejido del mundo, el mundo de cada cual”.5 López Quintás escribe que este entorno ambital lleno de dinamismo y sentido es el que el arte encarna y revela. La arquitectura tiene un lugar especial en este sentido por la relación tan íntima —y necesaria— que guarda con la vida cotidiana de las personas, creo yo, a diferencia de la pintura, la escultura o el grabado.
Cuando una persona logra el cambio de actitud para aproximarse ética, creativa y lúdicamente al lugar que habita, la arquitectura adquiere un papel reformador para su vida, tanto como la persona para el proyecto; uno le ofrece varias posibilidades al otro y viceversa, es una relación en ambos sentidos. Como ya he escrito, la relación entre persona y hogar, aun sin ser a conciencia, está encarnada en la persona. A través del tiempo el edificio me configura a mí y yo a él; piénsese en una casa habitada a lo largo de los años por la misma persona, en como la casa queda impregnada de la persona, de su mundo interno y su estructura biográfica.
Luis Barragán estuvo haciéndose a sí mismo a través de su propia casa a lo largo de cuarenta años. Fue una relación íntima, de estar viniendo uno en el otro; la casa cambiaba, acompañando al arquitecto a lo largo de su habitar, de su modo de ser, del proyecto que Barragán tenía de sí mismo. Algunos cambios le sucedieron a la casa en sus objetos —que en este caso particular son parte de la arquitectura— por los cambios de interés que Barragán tuvo a lo largo de su vida (como lo explica Julián Marías con la estructura vectorial de la vida), uno se mueve de una realidad a otra, de un interés a otro; todos sus intereses, sueños y proyectos encontraron cabida en la casa: arte africano, asiático, la vida de campo en Mazamitla, la naturaleza, el silencio, la moda, la arquitectura moderna, la equitación, etc.; lo que se encontraban en el corazón de Barragán también se encontraba en su casa. La casa contenía, expandía, comprimía, guardaba y le recordaba a Luis Barragán aquello hacia donde apuntaba su corazón, incluso como un faro cuando éste olvidaba una u otra cosa por algún periodo.6 Esto me sucede a mí —y creo que en alguna medida a todos— con los recuerdos de algún viaje y las fotografías de familiares, pero también con muebles y hasta con la disposición, los recorridos, y la estructura arquitectónica de la casa, que con el tiempo vamos ajustando para que sea sostén de nuestros hábitos cotidianos.
Luis Barragán estuvo haciéndose a sí mismo a través de su propia casa a lo largo de cuarenta años. Fue una relación íntima, de estar viniendo uno en el otro; la casa cambiaba, acompañando al arquitecto a lo largo de su habitar, de su modo de ser, del proyecto que Barragán tenía de sí mismo.
Los cambios en la casa de Luis Barragán también fueron constructivos, a lo largo del tiempo cambió la sensibilidad del arquitecto, se fue afinando. Los dos lugares más relevantes de la casa llegaron tardíamente: el ventanal de la estancia en forma de cruz con vista hacia el jardín y el crecimiento de los muros en la azotea para encuadrar exclusivamente la vista del cielo. Los cambios físicos de la casa a lo largo del tiempo son tan grandes que, de hecho, la mitad de la casa está literalmente viva y en movimiento, es un jardín a cuyo cuidado Barragán dedicó su vida; vivieron y envejecieron juntos. La manera en que persona y casa se acompañan mutuamente a lo largo del tiempo es un largo diálogo entre dos amigos íntimos, aún más, un matrimonio. Esa relación se puede ver, en este caso y en muchos otros, hasta en el deterioro que sufría la casa a lo largo del tiempo, como acompañando el envejecimiento durante los últimos años de vida de Luis Barragán.
Hay una cuestión que quisiera subrayar. La relación de encuentro, de juego y fecundidad, que constituye lo que propongo para la arquitectura, depende de la actitud con la cual la persona se aproxima a la realidad. López Quintás le llama desinterés estético intentando explicar que se debe renunciar al deseo de posesión para tomar una actitud receptiva, de contemplación, de conceder libertad a cada realidad. La realidad, pues, ha de ser concebida como compañera de juego. El jardín de Barragán es el gran ejemplo —aunque toda su casa se concibió así—, pues lejos de la idea moderna de un jardín como superficie de pasto milimétricamente podado, su jardín es semisalvaje. Se le deja crecer libremente y cuando se le interviene, es mínimamente para mantenerlo vigoroso, siempre en diálogo con la manera en que se desarrolla naturalmente.
La manera en que Barragán habitó su casa es un ejemplo que pone de manifiesto que tanto proyectar como habitar arquitectura son actos creativos, lúdicos; es verdad que así la distinción pierde claridad entre el proyecto arquitectónico (diseñado por arquitecto) y el habitar reflexivo en él por parte de la persona: ambos son actos creativos, inconclusos y, por ende, en constante parto de sí mismos. El ejemplo de Barragán es claro en este sentido, primero por ser él mismo el arquitecto de su propia casa, y segundo, por la cantidad de años que pasó viviendo allí.
Dado que he nacido desprovisto de instintos tengo que estar contantemente ajustándome a la realidad que se me presenta. La arquitectura cumple un papel fundamental en este sentido, ofreciendo un equilibrio (aquel que Plessner describió como temporal y precario) entre mi interior y el exterior. La arquitectura que habito carga con mi mundo interior, con mi personalidad que se proyecta sobre él; así, el modo de ser o carácter, el hábito, la manera de habitar y el lugar donde estoy, que es arquitectónico, pierden —al menos en cierto grado— su definición respecto de los otros.
Cuando se desarrolla una propuesta arquitectónica se le denomina proyecto, y es difícil encontrar una palabra más certera para describir el hecho de que en el proyecto arquitectónico está vertido mi proyecto vital, el proyecto que soy yo. Vale la pena recordar el siguiente fragmento de María Zambrano, en el que los límites entre proyecto de mí mismo y proyecto del lugar donde se habita se desdibujan.
El hombre tiene un nacimiento incompleto, por eso no ha podido conformarse jamás con vivir naturalmente y ha necesitado algo más […] No ha nacido ni crecido enteramente para este mundo, pues no encaja con él, ni parece que haya nada en él preparado para su acomodo; su nacimiento no es completo ni tampoco el mundo que le aguarda. Por eso tiene que acabar de nacer enteramente y tiene también que hacerse su mundo, su hueco, su sitio, tiene que estar incesantemente de parto de sí mismo y de la realidad que lo aloje.7
El proyecto arquitectónico es, cuando se hace a conciencia, proyecto de mí mismo (o de nosotros mismos). Habitar es proyectarme en el lugar, apropiándoselo y dándole sentido. Pero hay que precisar: esta proyección no ha de suceder de manera unidireccional, es más bien una relación dialógica. Yo como persona conformo el lugar que habito al tiempo que éste me conforma y sostiene mi vida. A la par que se exterioriza ese lugar interior que porto de mí mismo yo me veo conformado y sostenido por esa misma casa.
La relación dialógica con el entorno es fundamental; cuando se suprime, la práctica arquitectónica cae en un monólogo con graves consecuencias para la persona y el entorno, como aquellas que trajo consigo el proyecto moderno para la vivienda o como aquellos grandes proyectos mediáticos de algunos arquitectos famosos que no conectan con la gente y se justifican como “expresión artística”. Es decir, monólogo. Si la arquitectura es la práctica mediante la cual me estoy haciendo a mí mismo en vínculo con el entorno, lo contrario sería el ser humano aislándose de éste en un diálogo consigo mismo. En última instancia significaría muerte.
Ningún ser humano se basta a sí mismo; necesito de lo externo tanto biológica como personalmente. Por lo mismo creo urgente romper el prejuicio de que el proyectar arquitectónicamente se reduce al arquitecto. Cuando la arquitectura se concibe como una realidad abierta, incompleta, dispuesta para el encuentro dialógico y lúdico con la persona, la distinción entre arquitecto y habitante pierde claridad. Es cierto que estas relaciones que establezco con la realidad, en el mejor de los casos, se llevan a cabo mediante un lenguaje arquitectónico. Pero ambas aproximaciones se circunscriben a una necesidad del ser humano, que al encontrarse en el mundo desprovisto de instintos ha de establecer relaciones de manera creativa con él. Esto puede suceder en escalas tan diversas que van desde recargarme en el tronco de un árbol para comer debajo de la “sombrita”, pasando por un reacomodo de mi habitación, una manera de recorrer mi barrio, el uso que le doy a un parque, hasta un plan de desarrollo regional.
En este punto creo que es importante precisar la diferencia entre ética y moral, para luego abordarlas en su relación con la arquitectura. La moral es el conjunto de hábitos que constituye nuestra vida; mientras que la ética es la aproximación filosófica a esa moral, su revisión. Aranguren define la moral en términos que claramente pueden ser leídos con ojos de arquitecto: “El carácter moral es la realidad buena o mala que en la naturaleza y sobre la naturaleza hemos impreso, la consecución o imposición de sí mismo por apropiación de las posibilidades elegidas y realizadas”.8
Toda persona tiene moral, es necesaria, pero aquello que he propuesto como práctica arquitectónica, hacer proyecto de mí mismo y del entorno que me rodea se encuentra más bien en los terrenos de la ética; en la revisión de mi moral, de mi habitar. El constante ajuste al entorno implica elegir; preferir una u otra posibilidad, y a ello se refiere Aranguren cuando afirma que el ethos se conquista. Ahora, la manera en la que propone esa conquista tiene que ver, e incluso en ocasiones se encuentra sólidamente sostenida, por formas arquitectónicas. Por ejemplo, cuando Aranguren entiende el carácter —refiriéndose al ethos— “no en el sentido biológico de temperamento dado con las estructuras psicológicas, sino en el modo de ser o forma de vida que se va adquiriendo, apropiando, incorporando, a lo largo de la existencia. […] El carácter que se logra mediante el hábito”.9 Hábito de habitar. No puedo ignorar el hecho de que en muchas ocasiones es la casa, la ciudad, o incluso la disposición de una habitación lo que sostiene la rutina, la cotidianidad, los hábitos; insisto, en relación dialógica.
El lector atento notará que en los últimos párrafos comienza a aparecer el problema de la ética, que es importante problematizar en términos arquitectónicos: cuando se toma una actitud filosófica respecto de mi proyecto existe la posibilidad de que esa arquitectura, ese habitar, sea bueno o malo. Aranguren ha insistido en lo rico de una práctica ética desde la literatura (especialmente desde la novela, el cuento y el teatro); pues ésta no se realiza desde la lejanía de las reflexiones abstractas, sino desde las morales físicas o encarnadas de quienes se están jugando su propia realidad en la obra. Estoy convencido de que la arquitectura, sosteniendo y a la vez siendo sostenida por la vida (construida y encarnada) de las personas, es un ámbito donde con aún mayor radicalidad el ser humano se juega la vida; con todas sus implicaciones, con sus vicios y virtudes, con sus posibilidades de bien y de mal.
Para lo que he escrito hasta ahora la buena arquitectura debería ser aquella que permite al ser humano fundar posibilidades para relacionarse con los seres de su entorno; de humanizar el mundo, de estar en él. Así mismo, la mala arquitectura es aquella que clausura posibilidades de vinculación entre el ser humano y su entorno. En el fondo, lo que la buena arquitectura defiende es la vida, que es lo que me juego al vincularme con el exterior.
Puedo pensar en los grandes desarrollos multifamiliares que en un principio parecerían buenos para la vida, pues, aunque con estándares mínimos, proporcionarían hogar a miles de personas; el problema es que justamente por sus estándares mínimos muchos de esos multifamiliares verdaderamente clausuraron posibilidades de vida para las personas.
Podría acusárseme de estar reduciendo un grandísimo problema a una cuestión muy simple, hasta obvia, y quizá en un nivel abstracto sea así; pero cuando se analiza el caso concreto para justificar una arquitectura como buena el asunto se complejiza. Hay arquitectura que en principio podría parecer que da vida, pero que cuando se analiza más incisivamente resulta que verdaderamente clausura posibilidades de relacionarme con el exterior. Puedo pensar en los grandes desarrollos multifamiliares que en un principio parecerían buenos para la vida, pues, aunque con estándares mínimos, proporcionarían hogar a miles de personas; el problema es que justamente por sus estándares mínimos muchos de esos multifamiliares verdaderamente clausuraron posibilidades de vida para las personas. Sus estándares mínimos estaban considerados para actividades específicas y, debido al poco espacio, no permitían diferentes posibilidades de apropiación, las personas que ahí habitaron no podían proyectarse —hacer proyecto de sí mismo— sobre el lugar, no había espacio para esa relación creativa tan necesaria entre persona y lugar. Después muchos de esos multifamiliares quedaron abandonados, y, en casos extremos, se tuvieron que demoler.
También me vienen a la mente los “cotos”. En el imaginario social se perciben como seguros, y claro que la sensación de seguridad abre las posibilidades que tengo en un entorno inmediato: me permite salir a jugar, y por ejemplo, pareciera evitar un posible robo (y éste mermaría mi sensación de seguridad y reduciría mis bienes y posibilidades económicas). Pero, al mismo tiempo, su modelo urbano horizontal consume el territorio con mayor voracidad, y como dificulta el uso de bicicleta y transporte público, condiciona todos mis desplazamientos a un único modo de transporte: el automóvil. Esto ocasiona tráfico y millones de horas humanas perdidas diariamente; luego el perder horas verdaderamente limita mis posibilidades de vida, el tiempo del que dispongo se ve reducido. Aún más, la contaminación y el deterioro en el planeta que ocasiona ese modelo de ciudad va clausurando las posibilidades que tengo yo (y las personas) para el futuro; en ocasiones esa contaminación me causa estrés, o incluso enfermedades respiratorias. También habría que considerar que moverme en coche, por la distancia que se genera en una ciudad trazada con cotos, me aleja de las personas y demás realidades de mi ciudad: si antes salía de la puerta de mi casa y caminaba un par de cuadras para ir a una tiendita, en el transcurso de la caminata podría encontrarme con vecinos, con parques, negocios y alguna que otra sorpresa; verdaderamente estaría construyendo relaciones de confianza con mi entorno, me vincularía con él. Al contrario, en un coto que se aísla del barrio tengo que salir en coche a la tienda o al súper, aun siendo el más cercano. Todos esos encuentros que tendría caminando los habría clausurado. Quizá he exagerado con el ejemplo anterior, pero lo que intento expresar es que pese a haber establecido ciertos criterios sencillos, el juicio sobre la buena o mala arquitectura sigue siendo complejo, implica una actitud filosófica, curiosidad y mucha sensibilidad.
Toda arquitectura tiene virtudes y vicios, abre ciertas posibilidades al tiempo que clausura otras, y para emitir un juicio sobre ella es necesario revisar las consecuencias de estas posibilidades que se abren y de aquellas que se cierran, para luego tener una especie de balance entre unas y otras. La complejidad viene de que no existe receta para contrastarlas. Unas posibilidades que se me abren están clausurando otras diferentes, quizá más necesarias o importantes. Ya sea yo consciente de ello o no. De ahí que no me pueda bastar, ni como arquitecto ni como persona, la moral que ya tengo; esta requiere de su revisión, de su problematización constante, de ética para la arquitectura, que es concreción de mi modo de ser en el mundo. ®
Notas
1 Mujica, Hugo (2008), La casa y otros ensayos. Barcelona: Vaso Roto, p. 12.
2 Cfr. López Aranguren, José Luis (200), Ética. Madrid: Alianza, p. 21.
3 Cfr. Ídem.
4 López Aranguren, op. cit., p. 21.
5 López Quintás, Alfonso (201), La experiencia estética y su poder formativo, 2da ed., Bilbao: Universidad de Deusto, p. 38.
6 Para una mejor aproximación al mundo interior de Luis Barragán se puede consultar Alfaro, Alfonso (2008), Voces de tinta dormida, Ciudad de México: Artes de México.
7 Zambrano, María (200), Hacia un saber sobre el alma. Madrid: Alianza.
8 López Aranguren, José Luis (1955), “La ética y su etimología”, Arbor, 113, p. 16.
9 López Aranguren, José Luis (2001), Ética, Madrid: Alianza, p. 23.