La tumba inquieta de Jim Morrison

Diario de un espectador, XXVII

Desde lejos, recargado en un árbol, un joven de 27 años, muy pálido y de largo pelo, contempla la ceremonia. Quizás masculla algún verso y sonríe torcidamente mientras empina una botella de whisky a medias.

Colocasia esculenta, dibujo, Fitch (d. 1927), Curtis’s Botanical Magazine v.120.

Atmosféricas. Las mañanas todavía frescas dan paso a unos calores tan conocidos como temibles a mediodía. La enredadera de flores amarillas sigue explayándose en toda su gloria desde la pérgola. Los grandes colomos comienzan a padecer la temporada, se agachan, algunos amarillean por más que el joven jardinero se afane en regarlos. Bien que saben distinguir las aguas del cielo de las que llegan al jardín por fatigadas tuberías y después de tratamientos varios. Tipontate se reporta esplendoroso, pero habrá que buscar nuevos colorines en vez de los de siempre que cumplen ya su ciclo. Al fondo de la huerta, del lado del cerro, un nuevo domicilio albea de gusto. La rama del ciruelo hiende la arista del cuarto grande y da la vuelta, muy ufana, para componer una estampa que algo tiene de japonés vista a través del gran ventanal. Allí pernocta, por primera vez, la banda, apropiadamente fatigada, trasnochada, trasegada, quizá aplaudida después de la tocada. Vestigios de viejos recortes destinados al scrap–book que ya no fue comparecen junto con aquel olor estupendo a buenos puros veracruzanos. Una nariz aguileña y un ceño severo aprobarían quizá, muy secamente, la nueva edificación. El alarife era difícil para esas cosas. Pero el maestro Palacios supo hacer, como siempre, su claro oficio y por una ventana alta la cordillera imparte la maravilla de su anfractuoso testimonio de la creación del mundo. La laguna, desde acá, es un entrevero apenas, un azul huidizo adivinado entre el follaje: tanto más potente así su presencia soberana.

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porque es gala de perlas y doncellas
cambiar de oriente cuando quieren ellas

Un magnífico dístico de Gabriel Zaid que sirve para entender más que un innumerable tapique de librotes y de sesudos ensayos. Lo que pasa, es que, siguiendo al docto Pablo Santillán, el poeta se las supo sicologear (a las perlas y a las doncellas)… El sustantivo gala es a la vez preciso y anchuroso, califica las mudanzas con un dejo de nostalgia e ironía, rinde homenaje a la veleidad y la voluntad, al desapego y la libérrima gana de las augustas aludidas. Pero, sobre todo, estos dos versos acercan y traslucen el perdurable misterio, hacen brillar como al sesgo el rostro de la belleza, de lo que casi no puede decirse y que aquí expresan y fijan en unas contadas sílabas.

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Subasta. Una serie disímbola y peculiar de obras se suceden en la sala iluminada. Los convidados giran en espera de encontrar algo que les convenza, o les convenga, o los haga figurar como “ilustrados”, a lo largo del espacio cuajado de ocurrencias, de rastros de largas obsesiones, de testimonios de la frivolidad o de la tragedia, o del gran arte a veces —si hay genio y suerte— o de la irritante bobería. “Every picture tells a story”, cantaba Rod Stewart, tal vez todavía con los Faces. Aquí, cada pieza cuenta una historia. Algunas son absolutamente abstrusas, otras son una figureta, una facha, otras dejan pensativo a quien las ve. El ritual es secular: quién sabrá, mucho después, que compró muchos pesos con unos cuantos centavos; quién se quedará con una madrola inútil, estorbosa y fea —y además invendible— pensando que hacía la mejor inversión pecuniaria y estética. Los participantes hacen su juego y se alinean en largas mesas mientras el martillero vocifera números y cualidades de pacota o de a de veras. Las paletas comienzan a levantarse: ¿quién da más? Y así, ¿quién dio más? El riquito (nuevo) que pujó con determinación, el zorro conocedor, la señorita de sociedad que va de experta, el simple bobo con un poco de billete. Un lento ballet se despliega mientras las imágenes de las obras se proyectan contra un telón ondulante, bajo la tibia noche costeña. Las señoras Verdurin de la localidad se fijan en todo y comentan las intervenciones. Alguna princesa de Guermantes sonríe, distante…

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París, hace algún tiempo. Jim Morrison ha descansado ya por más de cuatro décadas en el panteón del Père Lachaise. Reiteradas visitas a través de los años. A veces no hay nadie, a veces la banda se congrega en torno a la sencilla tumba, y alguien con una grabadora —un ghetto blaster de preferencia— se discute con la música. Entonces, a los acordes de “Light my fire” o de “The end” se efectúan libaciones varias, bailes extraños, se recitan mantras diversos, los novios fajan, no falta quien prenda un porro y lo role discretamente. Nadie molesta a nadie.

Desde lejos, recargado en un árbol, un joven de 27 años, muy pálido y de largo pelo, contempla la ceremonia. Quizás masculla algún verso y sonríe torcidamente mientras empina una botella de whisky a medias. Pero antes de que alguien lo note se escurre entre la tumba de Proust y la elegantísima de Fernand Braudel y desaparece en el aire delgado. Los reunidos siguen allí, creyendo que el Rey Lagarto yace bajo aquellas losas. Depositan sus flores y sus botellas vacías, una muchacha se quita la camiseta y la cuelga en un esquina de la piedra, sobre ella se puede leer “People are strange”. Hojas arrugadas con poemas garabateados al desgaire o con cuidadosas composiciones esperan a ser arrastradas por el aire. Un grafiti sobre la sepultura reza: Victory. Ah, Conrad.

El demonio y su tumba.

Pero sobre la lápida, después del nombre del poeta y de las fechas 1943–1971, hay una leyenda en griego que, para la gran mayoría, pasa inadvertida o es incomprensible. Dice: ΚΑΤΑ ΤΟΝ ΔΑΙΜΟΝΑ ΕΑΥΤΟΥ. Quiere decir, textualmente, Contra su propio demonio. Hay en los Pensamientos de Marco Aurelio, hasta donde la amable traductora informa, una cita cercana.

¿Quién la dispuso? ¿Morrison mismo, siempre al borde del abismo, ya la había escogido? En todo caso, conviene a su talante y a su estilo, acostumbrado como era a proponer un extraño estoicismo que sabía también dar bordadas hacia lo hedónico, lo fársico y lo trágico. Nadie sale vivo de aquí, dijo famosamente. Pero ΔΑΙΜΟΝΑ —demonio— en griego se refiere a las obsesiones, los fantasmas, el genio con el que un hombre lucha —y a veces vence— a través de toda su vida. Así, podría entenderse, y cabe en la traducción, que Jim Morrison vivió y murió Contra su propio genio, y también Con su propio genio. A pesar de los pesares, a su aire, como mejor pudo, quemándose frente a un micrófono o emborrachándose hasta el paroxismo en el escenario, recibiendo la visita del ángel y peleando a muerte con él o dejándose guiar por una voz más alta que se dignó dictarle algunos de sus poemas. Retando al demonio, huyendo por el asfalto ardiente de un highway de Los Ángeles con una muchacha que era la más solitaria que había visto, caminado por la difícil calle de amor, entonando las canciones de Alabama, cantándole al verano que terminaba, esperando a que la música se acabara, buscando en París una suerte de redención, yaciendo aquí —a ratos— mientras sus devotos que encuentran en él a una llama que a su vez los obsesiona y los ilumina peregrinan, incandescentes por un rato, frente a su tumba inquieta.

Esté por siempre en la casa del jacinto. ®

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Publicado en: Apuntes y crónicas

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