A ella le llamaron la atención los vívidos ojos de verde mayate que se fijaron intensos en las greñas danzantes de su pelo solar, y a él toda Alicia, preciosa como era, animosa, lujuriosa. Una loca para otro loco.
Los niños del vecindario todavía no llegan al festejo del cumpleaños número uno de Alicia, que, sentada arriba de la mesa, se maravilla con los globos fucsia que revisten las paredes del patio. Todas las decoraciones son de tonos rosados y brillantina: la crema chantillí sobre el pastel de fresa, los manteles que engalanan las mesas, el tutú que tortura con picazón las piernas rollizas de la bebé y la docena de moños que coronan su cabecita.
Griselda, la joven madre veinteañera, se encarga de los pendientes: pone a hervir la olla de pozole rojo, busca las calcomanías circulares de princesa que irán en el pechito de los mini–invitados y, a última hora, manda a su marido Ramiro por un par de cocacolas de tres litros, y se acuerda de la niña —¡La niña!, grita despavorida, porque recuerda que la dejó en la mesa altísima y sin supervisión. Afortunadamente la encuentra íntegra, con su giganta coneja lavanda pelusienta y desparpajada sobre las piernas.
La madre camina despacio hasta Alicia, con cuidado de que la abundante tierra colorada no le entre en las sandalias de tacón. Al llegar intenta quitarle el peluche de un jalón, pero la infanta le da guerra y defiende lo suyo con una mano; con la otra se hurga la cabeza, como buscando algo entre todo el atavío y sus rizos castaños.
—¡Cochina coneja espantosa! Todo lo feo te gusta… ¿y ahora te arrancas los moños?
Alicia le coquetea, hace que el corazón de Griselda tiemble, con sus ojitos pestañudos y almendrados en forma y color. Es igualita a la madre que la acaba de agarrar en los brazos, de pielecita canela y con hilos de miel entre los bucles.
En la cocina la abuela de la niña inspecciona a la chiquilla. Teodora trae el vestido empapado en sudor por estar en la estufa friendo totopos para que el gentío que viene se ponga a chiquitear antes de la comida.
—¡Pues cómo no le va a dar rasquera, si la traes toda molcajetuda, ingrata! —le recrimina a Griselda. Quita y reacomoda el lío que apresa la mollera de su nieta.
—Asómate aquí —le dice a su hija—. Tiene la cara chueca y el gesto asqueado. A la mamá de Alicia se le dibuja la misma cara en cuanto mira dentro del agujero que Teodora le indicó.
—Se te empiojó la niña, pero gacho, ¡ve nada más, pendeja!
Cientos, miles de piojos caminan libremente por los rizos de la creatura. Es una oleada negruzca y dinámica que se pasea sobre un virgen y rubicundo cuero cabelludo. Se le alcanzan a distinguir güeras liendres estáticas bien agarraditas de los cabellos; pero la pobre infestada no sabe nada, sólo les sonríe a las mujeres que la miran fijamente y con cara de velorio.
Cientos, miles de piojos caminan libremente por los rizos de la creatura. Es una oleada negruzca y dinámica que se pasea sobre un virgen y rubicundo cuero cabelludo. Se le alcanzan a distinguir güeras liendres estáticas bien agarraditas de los cabellos.
Los días siguientes Griselda los pasa espulgando la cabeza de la bebé, que mantiene recargada en su vientre mirando el televisor durante horas. Se desgastan sus dedos y paciencia mientras revienta piojo tras piojo, truenan jugosos en el gran lienzo que es la uña de su dedo gordo. La niña se rasca ansiosa, hunde los deditos hábilmente en su pelo, se jalonea la raíz y golpea el oído, la frente, busca atinarle al sitio en el que se posa el cosquilleo exasperante. No llora ni se queja, más bien sonríe con ternura, como si conviviera con los parásitos que la colman.
La pobre madre no hace otra cosa, está empeñada en cazar a los tortuosos aferrados. Se va Ramiro a trabajar por la mañana y la descubre revisando sigilosa cada uno de los bucles de la niña, todavía dormida sobre la cama. Ya es noche cuando el esposo regresa y Griselda está en lo mismo. Torres altísimas de platos se asoman del fregadero, sobre la mesa de la cocina hay cepillos enmarañados y con toda clase de cerdas, las moscas vuelan por la casa o reposan cómodas en las superficies. Nadie tiene ropa limpia porque se encuentra sucia en el cesto rebosante. En la habitación conyugal ya no resuenan los gemidos ahogados de Griselda; en su lugar, vive en el insomnio. Mira hacia la noche larga, oscura, y apenas rendida al sueño, ella y el marido despiertan de madrugada, lanzan la colcha al aire, buscan piojos en las sábanas, entre los dedos de sus pies. Se rascan enloquecidos cada pedacito de piel, pero no hay insectos sobre ellos.
Las vecinas ven salir a Griselda después de un mes, trae cara de loca y a la niña en los brazos con un gorrito de lana en la cabeza a pesar de que el pueblo arde a cuarenta y cinco grados. Decide mejor perder el orgullo y recurrir a su madre, a pesar de que sabe la tremenda reprimenda que le espera.
—Amá, se me está pudriendo la casa. Si no me ayudas Ramiro me va a dejar.
Teodora la maldice, avienta una tapadera de sartén hacia ella, la corre y enseguida la regresa casi de los pelos. Hacen de todo con Alicia: le ponen mascarillas de ajo, dejan sumergida su cabeza en un balde con vinagre y la bañan hasta cinco veces al día con champú exterminador, pero el animalero no cede.
La niña crece bajo dedos que la espulgan; divisa el mentón doblado de su abuela desde abajo, cerquita de su vientre tríplice. Teodora sistematiza el matadero, revienta los henchidos insectos en el control remoto, junto al habituado oído de su nieta.
De no estar la pobre chiquilla entre las manos de ambas mujeres, juguetea con las catarinas recostadas en las plantas del patiecito; corretea cachoras, las atrapa de su larga cola al ver que se intentan escapar por los huecos y las rendijas de la casa. Galopa descalza por todo el terreno, juanetuda y socrosa. Se quita la ropa y el calzoncito, tira los tenis para sentir los guijarros picar sus pies, y tumbada en la tierra arcillosa mira hacia el cielo. Luego se mete a la casa y se sienta a la mesa; su madre deshoja elotes para cóctel y le pone nutridos gusanitos en la mano.
—Los elotitos son como tú, también tienen sus parásitos mi amor —se burla la mujer.
La niña nada más sonríe y los pasea entre sus dedos, ve cómo se le retuercen sobre el hombro y caen al piso, a las horas se escapan o los aplasta sin querer.
Griselda está frustrada. Quería una princesa por hija, pero Alicia reniega de la cama con dosel rosa, trasquila la cabellera larga de sus muñecas y prefiere ver Pokemón en lugar de las clásicas de Disney. Mira con resignación a su hijita, no sólo son sus piojos. Toda la niña es una pioja salvaje.
Con doce años, Alicia ve a su cuerpo cambiar; le brotan pechitos con negros y puntiagudos pezones, le baja la regla y crecen chinos pelos sobre su pubis y entrepierna. Su madre le compra todas las cosas para enfrentarse a la nueva etapa: corpiñito de encaje, toallas femeninas, pastillas de ibuprofeno y hasta un kit Mary Kay para que se inicie en el mundito de la vanidad.
—¿Qué haces? —cuestiona Ramiro a su hija, ambos se suben al vehículo para ir a la escuela.
—Me quito esta madre —la adolescente se saca la tira del corpiño por debajo de la camisa escolar.
—Te van a echar carrilla por los pezoncillos prietos —se burla el padre.
—No me importa —pero sí le importa Griselda, así que lo hace en la camioneta, al lado de su alcahuete padre.
Alicia ve a su cuerpo cambiar; le brotan pechitos con negros y puntiagudos pezones, le baja la regla y crecen chinos pelos sobre su pubis y entrepierna. Su madre le compra todas las cosas para enfrentarse a la nueva etapa: corpiñito de encaje, toallas femeninas, pastillas de ibuprofeno y hasta un kit Mary Kay…
Alicia se pone brillo de labios frente al espejito de tapa adiamantada que sacó a escondidas de la bolsa de su madre. Ramiro la contempla; se le derraman rizos dorados por el cuello, tiene luz en las mejillas. ¡Qué bonito sonríe! El padre piensa que ojalá los niños crueles no la descubran en el primer día de clases y arruinen sus años de secundaria. Mira que un grupo de parásitos se trepa en la gorra que amansa la melena de Alicia y se apresura a correrlos con un manazo.
La muchacha se baja en cuanto llegan a la puerta de la escuela. El padre la descubre enrollándose la falda por arriba del ombligo.
—¡Chamaca cabrona! —exclama en voz alta. Baja la mirada y se encuentra con una mancha grandota, extendida en el asiento contiguo. Alicia volvió a rebelarse contra el uso de toallas femeninas.
A Griselda le hablan de la escuela esa misma mañana. Durante los honores a la bandera la muchacha se negó a quitarse la gorra, así que la maestra descubrió su cabeza y con ello la colmena.
La única manera en que la aceptan en la escuela es con una capa gruesa de película plástica envuelta desde la coronilla hasta su frente. Alicia se vuelve una paria, las adolescentes rehúyen juntarse con ella, le hacen mala cara y cruel cuchicheo. Vengativa, arrastra dos de sus dedos por la sien y los adentra hasta su pelo. Se saca los piojos, algunos solitarios y otros en medio del lío amoroso, y se los echa en la cabeza a las compañeritas. “Por ser tan perras”, piensa al día siguiente, al ver que se rascan desesperadas.
Hace amistad con un adolescente igual de inadaptado que ella; se llama Tomy pero le dicen el cuatro–ojos por sus lentes de fondo de botella. A él no le importa que su amiga tenga un nidal en la cabeza, o que le escurra sangre entre las piernas y deje su rastro por toda la cancha. En lugar de eso, va detrás de ella con un rollo de papel, atento a las superficies de las que su amiga se levanta, y ahuyenta a los insectos que brincan entre sus rizos.
Un día Teodora llega con una buena noticia a la casa: encontró la solución para Alicia.
—Olvídalo, amá —se niega Griselda. Está frente al tendedero, trae en el brazo izquierdo el canasto de ropa húmeda y con la mano desocupada avienta las garras sobre el alambre. Los ganchitos de madera los lleva prendidos en la costura de su blusa.
—Hija, es tu última oportunidad para que Alicia crezca normal —insiste—. La bruja que te digo es buenísima, ¿te acuerdas de la niña de Paty? Pues a ella le corrió el animalero.
—Apenas nos acostumbramos a que siempre será rara, ¿y si no funciona?
—Va a funcionar —le asegura Teodora.
De setenta años, Ester vive sola. Su casa parece una cueva; el suelo es de tierra y la luz del día se queda afuera, tras las ventanas cubiertas con triplay y periódico. Un olor rancio habita el sitio y hay moho en las paredes.
—Señora —le dice Alicia, abandonada minutos antes por su madre—, con todo respeto, no creo que me los pueda quitar.
—¿Te gustan? —la cuestiona la mujer, que prepara una pócima en su olla de barro.
—Son parte de mí, pero estoy aquí porque a mi madre la avergüenzan.
—Lo siento, mi niña, ya me pagó tu mamá. No te puedes echar para atrás, a menos de que corras.
En lugar de correr, está desnuda en el baño un rato después; tiritan sus dientes mientras la mujer le avienta cantarazos de agua helada. Abraza la cortina de tela al sentir que la mujer se le acerca, su piel se eriza.
Ester le unta en toda la cabeza un mejunje espeso que se siente fresco y huele ácido. Se aparta, regresa con un peinecito plástico de cerdas delgaditas, que le hinca feroz en la cabeza. Alicia intenta apartarse, pero la mujer la amaciza del hombro. Los picos duros se traban en los agujeros de su cuero cabelludo ardiente, raspan su piel herida y devorada.
Los parásitos se resbalan de su espalda, caen en el charco de agua, se van cientos por la coladera, otros dan pataditas a sus pies y enseguida, bajo sus rodillas huesudas que laten raspadas a causa del llorar desahogado de su dueña. La pobre no sufre por el dolor físico, se le amarga el corazón porque una parte de ella agoniza.
En su casa hacen fiesta. Griselda le compra diademas y broches de todos los colores. Ya pueden ir a la piscina sin que a su hija se le dibuje una sombra negra flotante alrededor, y las muchachas de la escuela comienzan a hablarle.
Pero Alicia ha dejado de sonreír, no se siente libre. Sus pensamientos tienen límites, ya no existe sin barreras. El mundo le parece complejo, encapotado. Incluso Tomy se le figura ridículo, con su cara caricaturesca y hondos anteojos. No se atreve más que a lo habitual. Hace tiempo que no se deja llevar por los impulsos porque éstos ya no la corroen. Los días le parecen una eterna sucesión de tragedias; vivir la aburre.
Una madrugada insomne la envuelve en la oscuridad de su habitación. Algo la mueve de pronto, se arrastra a la esquina de la cama y encorva hacia afuera, agarrada fuerte de la colcha bajo sus piernas. Casi de cabeza, estira largamente el brazo y escucha el marchar que se aproxima. Suben por las escaleras de sus dedos miles de patitas presurosas, sedientas; cosquillean su axila y cuello, hasta que se agarran de sus bucles y le pueblan la cabeza. Ya no le falta nada.
Frente a la mesa, Alicia engulle los frijoles güeros durante el desayuno, los unta en las tortillas de harina y se chupa los dedos apresurada. Tiene una rodilla en la silla y la otra en el aire, con el pie casi en fuga.
—¿Por qué tanta urgencia? —la cuestiona Griselda sin apartar los ojos del plato.
—Es que tengo muchos pendientes —la mujer alza la barbilla y la mira fijamente, Alicia esquiva el atisbo.
—Mentira —camina hacia el extremo de la mesa y observa a su hija desde arriba. Ni le falta tocarle la cabeza, porque vislumbra el transitar cafesoso en la carrera del pelo.
—Ma, lo siento.
A la madre se le afloja el gesto, le escurren lágrimas por las ojeras y mejillas. Alicia creció con esa lluvia salada y tibia cayendo en su frente, sobre sus cerrados ojos avergonzados.
A los minutos Griselda sale furiosa de la casa, su hija la sigue; ve su espalda necia, inclinada de tan recio que camina, escucha al chancleteo azotar en los pies callosos de su madre, la respiración se le oye impaciente, pero no se agota.
—¡Bruja estafadora! No le quitó el pulguero a mi hija —le reclama a la vieja Ester en cuanto ésta sale al porche de la casa.
—La niña se la di hace meses como lo prometí, bien limpiecita de la cabeza. Así que no me venga a reclamar su cochinada —refunfuña la mujer.
—¡Ahora hasta se me figura que tiene más!
—Escúcheme bien para que se entere; su hija los llama, ya mejor resígnese y quiérala como es. La niña no es sin ellos, son parte de su alma.
—¿Qué me dice? Usted no sabe todo lo que mi Alicia ha sufrido. ¡La voy a quemar en todo el pueblo, vieja loca!
—Hágalo, necia, hágalo pues, pero aquí la única que sufre es usted, arpía vanidosa —masculla, y le da la espalda al lío de gritos y maldiciones que Griselda lanza.
En casa, Alicia ve desde el marco de la puerta cómo su madre solloza. Es un manojo de pena en los brazos de Ramiro, que atrapa su llanto al brotarle de los ojos enrojecidos.
—Ma —dice Alicia, se acerca al lado de la cama que ocupa Griselda.
La mujer tiene la vista hacia la pared, extraviada en el gordo emplaste del ladrillo. Se lamenta por todo; su difícil vida como madre de Alicia, el futuro de su hija salvaje, la maldita pared feamente emplastada por las inexpertas manos de un Ramiro joven, ilusionado por su esposa embarazada y el futuro creciente. Piensa en la niña recién nacida que tuvo hace doce años. Nunca imaginó que sus vidas serían de esa manera.
—Lo que dijo doña Ester es cierto. Los piojos son parte de mí, nunca me han molestado, y no me limitan para hacer cosas, todo lo contrario. Pero si quieres mejor nos olvidamos de ellos y hagamos de cuenta que no los tengo. Te juro que dejaré de rascarme delante de ti. ¿Te parece?
—A mí me gustan tus animalillos, amor, da risa verlos brincar por doquier —dice el padre. Mantiene la carcajada retenida bajo una cortina de dientes forzados.
Alicia no detiene su risa y explota.
—Hasta me puedo poner los moños y las diademas si quieres, así distraigo los ojos de la gente.
Griselda mueve la cabeza y mira a su familia, sus ojos brillosos se achinan en medio de una carcajada, y le diluvian viejas tristezas por las mejillas.
Su pelo vuela con el aire, desahogado en su espalda luminosa, tartamuda al tacto seco que la acaricia. Al otro lado del camino va el novio pálido y larguirucho, que la mira con ojos bribones bien disimulados tras lentes oscuros de sol.
Una Alicia de veinte años camina por el pavimento de la universidad. Le hierven los talones al pisar las sandalias plásticas que sostienen su paso. Su pelo vuela con el aire, desahogado en su espalda luminosa, tartamuda al tacto seco que la acaricia. Al otro lado del camino va el novio pálido y larguirucho, que la mira con ojos bribones bien disimulados tras lentes oscuros de sol.
Hugo y Alicia se conocieron en la clase de geología y edafología, durante el primer semestre de la carrea de biología. A ella le llamaron la atención los vívidos ojos de verde mayate que se fijaron intensos en las greñas danzantes de su pelo solar, y a él toda Alicia, preciosa como era, animosa, lujuriosa. Una loca para otro loco.
Pasan las semanas entre la humareda de la mariguana que fuman y que Hugo siembra en el patiecito de su mugriento departamento. Comen galletas y sándwiches sentados a los escalones de la universidad, esperan las clases a las que después entran volando.
Entre las piernas flacas de Hugo pone Alicia su cabeza, él le hace piojito en los piojitos, la cepilla con sus dedos largos y besa su frente pequeña, frontera del nidal. El joven la acepta como es, la condición de ella ni siquiera toma parte entre las conversaciones.
Griselda y Ramiro no saben que su hija anda de novia. Ven que sale por la mañana y que regresa hasta la noche, de madrugada e incluso no vuelve. Griselda se desvela esos días en que Alicia no llega a casa, pensando en lo que posiblemente andará haciendo ésta.
—Me da miedo que ande en malos pasos, Ramiro —le dice al esposo una tarde en que meriendan pan dulce y café en la mesa. Griselda mira la silla vacía de su hija.
—¿Para qué te preocupas? Ya sabes lo vaga que es —la consuela el marido.
—Pero, ¿todos los días? Está bien que sea mayor de edad, pero entretanto viva bajo nuestro techo nos debe de respetar —la madre está afligida, ansiosa.
Alicia está en el centro comercial, sentada junto al novio frente a los escaparates de ropa costosa. Ninguno encaja en el escenario, pero les encanta arruinarles la vista a los ricachones que los ven como harapientos extraviados que ignoran el mundo que los mira. ¡Y vaya que lo son!
La parejita se besa frenéticamente, sus lenguas en guerra se asoman al cambiar la posición de sus bocas. La muchacha pasea sus dedos por debajo de la camiseta jaloneada de Hugo. Él mira el entorno y saca la mano de ella, teme que aparezca un guardia de seguridad. Pero Alicia lo devuelve a la pasión, lame su cara pelona, mordisquea sus grandes orejas y la manzana al interior de su cuello flaco. El joven se ahoga, pero le sostiene el beso porque lo rebasa un hambre diabólica por ella.
Alicia se tumba en la banca, su mirada y boca están sedientas. Hugo la aprisiona bajo su cuerpo incendiado, acaricia su pierna sedosa que lo aplasta y posesiona, sube su vestidito y le apretuja los glúteos.
Personas a su alrededor ven el espectáculo, unos se emboban y otros condenan el acto. ¡Santo Dios!, grita una señora que le tapa los ojos a su hijo. Alicia gime, se sube todavía más el vestido, sus senos se extienden bajo el pecho de Hugo, que los devora.
Queda disuelta la pasión, pues un guardia de seguridad les pega el ojo y de inmediato los aparta. A los minutos se presenta un oficial que los arresta y lleva a la delegación.
Resulta arruinada la tardecita de café para Griselda y Ramiro con una llamada. La madre de Alicia llora de camino a la policía y cuando llega, al escuchar que su hija se manoseaba con un muchacho en la vía pública.
Pagada la fianza, la joven está en el asiento trasero del auto, divisa el fondo del cielo veloz que pasa por la ventana. Adentra los dedos en su vagina, tiene los ojos cerrados y con la otra mano se acaricia los pechos, esos con los que Hugo jugueteó apenas esa tarde.
—¡Alicia! —la voz de Griselda se desgarra. El padre da un frenón, la hija se detiene y ríe extasiada. La madre se lamenta, retumba su lastimoso plañir en los oídos de Ramiro, pero Alicia ni en cuenta, está inmersa en el viaje de sus sentidos.
Al día siguiente Hugo no asiste a clases, tampoco va el resto de la semana. Alicia se mortifica, recuerda que la tarde del arresto se cruzó con el padre de su novio, “así que no puede estar aún en la cárcel”, se repite la joven, porque tampoco responde al teléfono.
En cuanto sale de la universidad lo busca en su departamento. Hugo abre la puerta, está recién rasurado, peinado hacia atrás y de pulcro vestir como nunca. No tiene los ojos enrojecidos y soñadores, parece otro. Ella lo mira y sabe que perdió al Hugo de su corazón.
—Que guapo, mi amor —lo chulea, intenta cubrir su creciente tristeza con una inmensa sonrisa. Él no responde, nada más asiente, sonríe desganado. Achica los ojos para sentirse menos observado—. ¿Por qué no has ido a la escuela? —la muchacha rehúsa a llorar, se le ahueca el corazón porque siente una distancia larga entre su pecho y el de Hugo.
—No sabía cómo decirte lo que debo.
Ella le clava la mirada, no es juiciosa o asesina. Es calma y paciente.
—Tú sabes que puedes decirme lo que sea.
—Lo que sucedió en el centro comercial no estuvo bien, se nos salió de las manos.
—Éramos nosotros dejándonos llevar por el amor.
—Sí, pero debimos de hacerlo como todo el mundo, tras cuatro paredes.
—Aburrido —se burla Alicia, pero enseguida se apaga su sonrisa—. Está bien, ya no lo haremos si te incomoda.
—No es eso. Es que no tienes límites, haces siempre lo que te da la gana.
—Pero también tú, esas cosas las hacemos los dos —le recuerda. Se siente incrédula y ofendida.
—¡Es que tú me haces hacer esas cosas! Vuelas demasiado alto, y yo no puedo vivir así.
—¿Fuera del margen, siendo un inadaptado? —interrumpe ella, con el tono ya molesto—. Ya lo eres, ¡tú eres el que vuela todo el día!
—Eso es diferente, es sólo una etapa que vivo. En cambio, lo tuyo es para siempre.
—¿Lo mío? —cuestiona. En sus ojos ya no hay calma.
—Regresaré a casa de mi papá y comenzaré a tomarme la vida en serio —la evade.
Alicia tiene un ataque de risa, se burla de sí misma y de él, le parece increíble toda la desvergüenza de Hugo. Su cara se transforma en un tris, se le dibuja densa la furia en el entrecejo. Escupe con desdén la cara del joven, se acerca más y vuelve a escupirle hasta que se agota su saliva. Tiembla su boca y ve su barbilla hacia el cielo. Gordas y amargas lágrimas se resbalan por su cara como ácido.
—Quisiera matarte y no lo hago. Eso es limitarse.
—Lo siento —responde Hugo, tiene la mirada y la voz encogidas.
—Vive en chinga y al margen, pendejo cobarde —lo maldice y se marcha. Toda Alicia es una ola recia en un mar agitado por las frustraciones. Quisiera ahogarlo todo, arrasar con el mundo pusilánime y rendido.
Lejos del drama, Teodora respira el perfume de los campos de flores vecinos que acaricia su olfato. Riega sus matas y también la tierra suelta para que ésta no entierre su casita tras la capa colorada de siempre. “Ayer había un sol precioso y hoy está nublado”, piensa la mujer, que disipa el chorro de la manguera con la mano.
Se escucha la reja oxidada frente a ella. Teodora se pregunta quién será tan temprano en la mañana. Es Alicia con su pelo revuelto que entra y la saluda.
—Ya apareció el solecito que le faltaba a mi día —dice alegre la abuela. Pero el sol está opacado por una infausta nube plomiza. Teodora nunca antes había visto tan triste a la muchacha.
—Abue, necesito que me ayudes —ruega la joven.
Sentada en la sala y con la taza de café intacta frente a ella, Alicia cuenta su desventura. La mujer escucha atenta, le acerca las galletitas de mantequilla —sus favoritas—, pero Alicia ni las nota.
—Ya no lo soporto —confiesa llorando—, quiero deshacerme de los piojos. Aunque ya me acostumbré a existir con ellos, siento que dañan toda mi vida, me enloquecen poco a poco. Me encanta no resistirme a nada, pero la libertad de hacer lo que se quiere cuesta mucho, les cuesta a mis papás, te cuesta a ti, me costó a Hugo, aunque lo odie por ser tan miedoso.
—Mi niña —la consuela Teodora—, todos a esa edad se dejan llevar por la calentura.
—¡Es que, abuela! Te juro que yo hubiera tenido sexo con él delante de todos, sin importarme nada. Lo peor es que todavía quisiera hacerlo, eso y más.
—Tú siempre has sido atrevida y alocada —la justifica.
—Siento que la demencia avanza en mi cabeza y la domina. ¡Necesito quitármelos, aunque eso me duela! Debo intentar ser civilizada, normal, o al final todas las personas a las que quiero me van a dejar.
Teodora acepta y saca de un mueble en la salita una máquina para cortar pelo, se pone detrás de Alicia, la peina con los dedos, su cabeza se siente como una granada. Tiene insectos en cada rincón; tras las orejas, sobre la nuca, cerca del cuello. Se acuerda de los perros pulguientos del rancho en el que creció, y a los que su padre pelaba con el fin de apaciguarles la picazón. Durante el verano las pulgas y garrapatas brincan de la tierra hacia el cuero de las mascotas. Piensa en su nieta, toda su vida ha sido un verano.
Recuerda a Griselda, terca y cegada por la vanidad, negada a ver perdida la feminidad de su hija por la ausencia de una melena. “Siempre le dije que raparla sería la solución”, se dice, mientras enciende el aparato y lo pasa lentamente por toda la cabeza.
Los hombros de Alicia se sacuden, cierra los ojos con fuerza y llora. Todo su rostro parece un surco inundado, ahogado por el riego del cielo. Hay una sucesión de mechones largos que caen a través de su espalda, algunos ligeros como pluma y otros galopan en el aire hasta que se detienen sobre el suelo. La joven se siente como una flor cortada y vendida al mundo.
Cuando el sonido se detiene y Teodora se aparta, Alicia lleva la mano hacia su cabeza y una multitud de piojos se dibuja en su tacto. Baja la mirada, sólo hay pelo a sus pies. Vuelve a tocar la piel que recubre su cráneo, y sus amigos siguen prendidos, devorándola.
Su abuela enmudece. Ve el sitio en el que antes hubo rizos. Ahora luce rojo, hendido; justo a la altura del oído izquierdo tiene un pequeño agujero del que se le asoma algo distinto a la piel. “Ya le escarbaron hasta el cerebro”, piensa. La atisba de la misma forma en que lo hizo en su cumpleaños número uno, con cara de velorio y lástima. Pero ahora entiende que es el final; la muerte de Alicia al mundo y el mundo desangrado en su sonrisa, en sus ojos iluminados. De nuevo es un sol, un sol rutilante, estremecedor, que se alumbra a sí mismo y a nadie más.
—Me rindo, abue —anuncia. Su cara, cuerpo y corazón son un jolgorio.
Alicia toma las manos de Teodora, las une en un beso. Sale por la puerta y abraza el aroma intenso de las flores. La calle es distinta, no ve barreras en ella. Sólo quiere sentir al mundo en su piel, entre sus dedos que atraviesan el aire.
Su corazón y mente son un lío. Fugaces deseos vienen, se alejan, surgen otros. Le antoja comerse la bonita rosa erguida en un rosal, pétalo a pétalo. De pronto le da calor y se arranca la ropa. Ansía sentir la textura de la tierra y camuflarse con ella. A lo lejos ve a un hombre trotar hacia ella, su piel parece transpirar caramelo, y Alicia corre para fundirse con él, a mitad de la calle. ®