Las fotografías del 12 de diciembre de 2020, de una Basílica guadalupana completamente vacía me impactaron de manera muy profunda. Esa soledad y esa desolación en un lugar de adoración ancestral es como la estocada final a este año lleno de sufrimiento para el planeta en general, y en particular para los mexicanos.
El virus del covid–19 no sólo nos enfrentó con sistemas de salud empobrecidos y mal organizados, sino que también desveló fallas en los sistemas económicos y políticos de muchos países. Países que, en los últimos años, han tenido líderes de derecha, autoritarios y tiránicos. El gobierno de México dejó en evidencia su total incapacidad no sólo para instrumentar medidas para tratar de detener la pandemia en sus etapas tempranas, sino falta de experiencia para manejar un sistema de salud debilitado y abandonado, como si fuera un sector no prioritario.
Lo más trágico ha sido la evidente falta de sensibilidad ante el dolor de las pérdidas humanas, la desesperación y la falta de opciones que se han presentado a los miles y miles de mexicanos que han perdido a sus seres amados, sus empleos, sus negocios, sus clientes, sus ingresos.
No voy a seguir aquí con las mil y un críticas que podría hacerle a nuestro gobierno actual y los errores económicos en los que ha incurrido, porque lo que me interesa remarcar es la nula empatía que ha mostrado ante el desamparo de los mexicanos. Un abandono que va más allá de lo material. Las imágenes de una basílica desierta y desolada es como ver el corazón de México en la orfandad.
Lo más trágico ha sido la evidente falta de sensibilidad ante el dolor de las pérdidas humanas, la desesperación y la falta de opciones que se han presentado a los miles y miles de mexicanos que han perdido a sus seres amados, sus empleos, sus negocios, sus clientes, sus ingresos.
Según el relato del Nican mopohua, escrito por Antonio Valeriano (1520– 1605), de Atzcapozalco, pariente de Moctezuma y alumno de fray Bernardino de Sahagún, Juan Diego Cuauhtlatoatzin fue el testigo, en diciembre de 1531, de varias apariciones milagrosas de la virgen María en el cerro del Tepeyac.
Se dice que el mismo Valeriano entrevistó a Juan Diego y éste le contó en detalle sobre los hechos milagrosos que ocurrieron entre el 9 y el 12 de diciembre, y de cómo, en el último día, cortó unas rosas de Castilla que habían crecido en el cerro para convencer al obispo fray Juan de Zumárraga.
No es coincidencia, sin embargo, que en el cerro del Tepeyac, según el mismo fray Bernardino, existía un templo dedicado a Tonatzin, a la que llamaban su madre:
Allí hacían muchos sacrificios en honra de esta diosa, y venían a ella de muy lejanas tierras, de más de veinte leguas de todas las comarcas de México, y traían muchas ofrendas: venían hombres y mujeres y mozos y mozas a estas fiestas. Era grande el concurso de gente en estos días y todos decían “Vamos a la fiesta de Tonantzin” (Historia General de las cosas de la Nueva España, México: Porrúa).
Tampoco me interesa discutir aquí la veracidad de los hechos, si hubo parte de verdad o si todo fue la fabricación de un culto que se consideró necesario. Lo que sí me gustaría resaltar es que el relato original es un recuento muy temprano después de la Conquista, cuando aún las heridas de la guerra estaban frescas y cuando, desde el punto de vista político, la nación como tal aún no cuajaba. Recuérdese que apenas en 1529 se llevaba a cabo el juicio de residencia a Cortés, y había sido el mismo Zumárraga quien había tenido que enviar en 1530 una carta a escondidas al rey de España, en la que denunciaba los abusos y el desorden de los oidores, presididos por Nuño de Guzmán, cuando este último violó el derecho de asilo al sacar por la fuerza a unos presos de la iglesia y Zumárraga respondió excomulgando a todos los oidores y suspendiendo el rito en la capital.
El emperador Carlos I de España respondió con el nombramiento del primer Virrey. El territorio, aún desigual y en parte no conquistado, pero que podríamos llamar mexicano, para entonces había sufrido cambios radicales y violentos en los últimos diez años. Destrucción física de muchos lugares, muertes por guerra, por hambre y por la terrible epidemia de viruela que asoló la tierra, pero, sobre todo, había padecido una muerte espiritual por la destrucción de sus dioses, de sus costumbres, sacrificios y ofrendas, que ahora estaban prohibidas.
A la espectacular destrucción de los dioses —que los españoles llamaban ídolos— en Centla, en 1519 —donde ocurrió la batalla definitoria—, que se hizo como lo hacen todos los conquistadores, con lujo de violencia y fuerza, siguió la destrucción de santuarios, que fueron sustituidos con imágenes de la virgen María o con cruces rudimentarias, hasta llegar a la matanza de Tóxcatl, en el Templo Mayor, y la destrucción de Huitzilopochtli.
Los dioses son decapitados, quemados, derrumbados sin el menor miramiento. Producen una herida profunda en la psique de los naturales, en el corazón de los mexicanos.
Por eso el culto a la Guadalupana no es menor, es la madre de todos esos mexicanos que se quedaron huérfanos de forma tan violenta. Es la madre que nos cuida y nos arropa, que nos canta canciones de cuna en un mundo que nos dejó sin dioses en qué ampararnos, sin divinidades a quién hablarle y a quién contarle nuestras penas.
Y aunque entendemos que la decisión de cerrar la Basílica haya sido por causas sanitarias, no lo ha sido el dejar abiertos los comercios del centro de la Ciudad de México. Sin embargo, una vez más nos dejan sin el cobijo de la madre. Pobre México, que desde la Conquista —no sabemos a ciencia cierta qué sucedió antes— tenemos gobernantes a los que no les importa el pueblo ni el estado de su corazón. Una y otra vez han demostrado que lo único que buscan es beneficio personal, acumular riquezas, favorecer a sus amigos y parientes y, con respecto al pueblo, nada, ni su bienestar físico, ni económico, y mucho menos espiritual.
Qué huérfano está México, qué vacía la plaza… ®