Del estado de la política, la violencia, el narcotráfico y la ciencia en Colombia nos entera el lúcido y desconsolado autor de este ensayo.
De la política colombiana
A los miembros del senado colombiano les encanta compararse todo lo que pueden con sus pares norteamericanos. No hace mucho una representante a la cámara, menos demócrata que republicana, comenzó su discurso con estas palabras: “¡God bless America!” La singularidad de la expresión provocó un gran estallido de risa y otro tanto de indignación, pero ella, sin dejarse arrastrar por la emoción, repitió las mismas palabras con aire mucho más conciliador y ya nadie se indignó. Confieso que no veo nada en común entre la divinidad del pueblo norteamericano y la del pueblo colombiano, y menos aún entre los integrantes de sus senados. Hay un senado en Bogotá, de cuyos miembros se ha llegado a sospechar, equivocadamente quizá, que compran sus votos al precio de un tamal, como a cambio de dinero en efectivo se hace en Estados Unidos: ése es todo el parecido. Por lo demás, las dos naciones me parecen completamente diferentes, sea para bien, sea para mal. Nunca se ha conocido entre los gringos la locura horrible de los destripamientos políticos; esta crueldad estaba reservada a los devotos predicadores de nuestros partidos. Roosevelt y Jefferson, Washington y Lincoln no luchaban para decidir si el color azul o el rojo era más bonito, y si los que lo vestían debían coser o hacerse coser a puñal por él para que el partido pudiese llegar al poder. Los colombianos, en cambio, se han masacrado durante más de un siglo en sus ciudades, en sus pueblos y en sus campos, y se han aniquilado mutuamente en querellas originadas por el color de un miserable trapo; la secta de los godos y los cachiporros ha trastornado durante más de cien años la cabeza de este hato de locos. Me imagino que semejante tontería les pasará algún día; me parece que se volverán sensatos por experiencia propia y que no les quedarán ganas de volverse a degollar por quienes los roban.
He aquí una diferencia más entre Colombia y la potencia de Norteamérica, que para esta última representa una ventaja para nada pequeña: que el fruto de las guerras civiles en Colombia fue la desigualdad, y el de las de Estados Unidos, la libertad. La nación colombiana es la única que ha pretendido regular el poder de sus políticos absolviéndolos de sus delitos, y la única que, de esfuerzo en esfuerzo, ha establecido finalmente ese tipo de gobierno, cartelesco y traqueto, en el que el político todopoderoso para robar tiene desatadas las manos para matar; en el que los partidos son pequeños clanes de bandidos y en el que el pueblo no toma parte en el gobierno sino para pagar por lo que aquellos han malgastado o perdido. La cámara y el senado son los jueces de línea de los norteamericanos: las altas cortes son los árbitros que juzgan desde el centro del campo. Este contrapeso se echa de menos entre los colombianos: el ejecutivo, la justicia y el senado estuvieron siempre amangualados, sin que existiera un poder que pudiese separarlos. Esos tres poderes supremos, que tienen el injusto y castigable engreimiento de no querer compartir nada con los desgraciados del pueblo, no conocen otro secreto para alejarlos del gobierno que ocuparlos en disputas y guerras entre ellos. Miran al pueblo como a una bestia feroz que hay que azuzar contra sus paisanos por miedo a que devore a sus amos. Así, el mayor defecto de los gobiernos colombianos hizo de ellos un pueblo de malvados; fue por ser desdichados en su casa por lo que se convirtieron en delincuentes en otros lados, hasta que finalmente los poderosos de otros países los hicieron sus esclavos.
El poderoso colombiano no es sólo de su riqueza celoso, lo es también de la pobreza de los otros. Se ha encarnizado contra los trabajadores honestos e industriosos únicamente por creerlos demasiado ambiciosos.
El gobierno de Colombia, en efecto, no está hecho ni para los esplendores muy grandes ni para los abusos muy pequeños; su meta no es la brillante locura de producir riquezas, sino la de impedir a como sea que su país salga de la pobreza. El poderoso colombiano no es sólo de su riqueza celoso, lo es también de la pobreza de los otros. Se ha encarnizado contra los trabajadores honestos e industriosos únicamente por creerlos demasiado ambiciosos. Los ha mandado a hacerle la guerra a otros colombianos, sin duda para alejarlos de los espantosos asuntos del Estado.
Ha costado ciertamente establecer la paz en Colombia; en mares de sangre se ha ahogado todo intento por alcanzarla; pero el pueblo no cree haber pagado demasiado por todo lo que le ha costado. Es verdad que las demás naciones no han derramado menos sangre por su libertad, como también lo es que la que se ha derramado en Colombia en nombre de la paz no ha hecho más que aumentar su servidumbre y su desigualdad. Las demás naciones piensan que el gobierno de esa sociedad es más tempestuoso que el mar que la rodea y es verdad, pero eso pasa porque la ambición del que gobierna es lo que inicia la tempestad, cuando se quiere adueñar de un barco del que apenas es el capitán. Las guerras civiles colombianas han sido más cruentas, más largas, más sangrientas que las de cualquier otra parte de la tierra y, entre todas ellas, ninguna ha tenido por objeto una sola intención honesta.
En los detestables tiempos del frente nacional se trataba solamente de saber si se sería esclavo del partido conservador o del liberal. En lo tocante a la vieja y aburrida guerra con la misma guerrilla, no merece más que silbidos y rechiflas; me parece que veo a tres o cuatro viejos amotinados contra el mandacallar del ancianato, hasta que todos ellos acaban azotados por su mano. El mandacallar Álvaro, con mucha valentía y coraje mal empleados, resentido sin motivo, faccioso sin designio, jefe de partido policivo, cabildea incluso contra sí mismo, y parece hacer la guerra porque jamás aprendió otro oficio. Los que le obedecen no saben lo que quiere ni lo que no quiere; recluta fieles a los que después celebra que encarcelen; amenaza y luego pide perdón; pone precio a la cabeza de algún opositor y después va a entregarle la cabeza de su supuesto sucesor. Nuestras guerras liberales y conservadoras fueron abominables, las del narcotráfico fueron evitables, las de las guerrillas son simplemente un disparate.
Lo que más reprochan los norteamericanos a los colombianos es el suplicio al que sometieron a Pablo, que fue tratado por sus antiguos aliados como él los hubiese tratado de haberlos derrotado.
De la violencia
En esa mezcla infeliz que es el gobierno colombiano la división de poderes entre la justicia, el ejecutivo y el senado casi nunca ha imperado. Colombia ha sido mucho tiempo esclava; lo fue de los españoles, de los semiespañoles, de los estadounidenses y de los semiestadounidenses. Los liberales y godos, sobre todo, la gobernaron con mano de plomo; disponían de los bienes y de la vida de la gente como cualquier tirano de Oriente; prohibieron, bajo pena de fusilamiento o cárcel, que ningún colombiano estuviera en la calle pasadas las seis de la tarde, sea porque pretendiesen de este modo asustarles, sepa porque quisiesen probarles, por medio de una prohibición tan chocante, hasta dónde puede llegar el poder de un gobernante sobre los demás mortales.
Es cierto que antes y después de que el frente nacional gobernara los colombianos han vivido en una democracia; se enorgullecen de ello, como si todos esos gobiernos, compuestos de matones llamados liberales y saqueadores llamados conservadores, no hubiesen sido tan asesinos y ladrones como antes lo fueron los españoles.
Los sevillanos, que desde la otra orilla del Atlántico se lanzaron sobre los pueblos americanos, trajeron consigo el uso de ese modelo de Estado, en el que cualquier vándalo podía apropiarse de un pedazo de tierra y gobernarlo. Los jefes de esos delincuentes que habían sembrado el terror y la muerte entre los aztecas, los mayas y los incas se hicieron entonces llamar virreyes; sus hijos y los nietos de sus hijos se repartieron entre ellos las tierras de los vencidos. De ahí provienen esos Mosquera, esos Núñez, esos Reyes, esos Ospina Pérez, esos Abadía Méndez, esos Lleras, esos Valencia, esos Pastrana, esos López Michelsen, esos Turbay, esos Samper, esos Uribe Vélez y todos esos semisevillanos que el pueblo colombiano tuvo la mala suerte de contar entre sus presidentes.
Tristemente, con las sacudidas que los choques entre políticos y narcos han dado al suelo colombiano, los grilletes de sus cultivadores jamás se han aflojado; la esclavitud ha perdurado en el campo gracias a las querellas de sus tiranos.
Los sacerdotes y las monjas se apuntaron rápidamente a esa empresa mafiosa, garantizándole a la Iglesia católica un lugar permanente en el gobierno de Colombia. Los obispos se pusieron a su cabeza y con rezos, excomuniones y condenas al infierno hicieron temblar a los gobernadores de muchos pueblos, los depusieron, los hicieron asesinar y sacaron de ellos todo el dinero que pudieron. Toda Colombia siguió rápidamente ese ejemplo. El país se convirtió de inmediato en una provincia más del Vaticano; el papa enviaba año tras año sus legados para recoger lo que el pueblo colombiano le debía pagar por el perdón de sus pecados. En eso consiste todo el pasado democrático del que tanto se vanaglorian los colombianos: en haber tenido cien amos en lugar de un solo tirano.
Mientras que los políticos, los papas y los obispos desangraban así a un país tan rico, el campesino era mirado por ellos como un insignificante animal de circo. Mucho faltaba para que los trabajadores del campo tuvieran un lugar en el gobierno del Estado; eran villanos: su trabajo y su sangre pertenecía a sus amos, que hablaban por ellos desde sus asientos en el senado. El campesino era entonces en Colombia exactamente lo mismo que es ahora: siervo de una facción mafiosa, una especie de ganado que se compra y se vende cuando vota. Hacen falta siglos para hacer justicia al campesino, para descubrir cuán indigno es que el que siembra gane mucho menos que el que saquea el país desde un puesto político, y sería una dicha que el poder ilícito de estos pequeños bandidos fuese de una vez extinguido por el poder legítimo de los que cuidan y enriquecen nuestros cultivos.
Tristemente, con las sacudidas que los choques entre políticos y narcos han dado al suelo colombiano, los grilletes de sus cultivadores jamás se han aflojado; la esclavitud ha perdurado en el campo gracias a las querellas de sus tiranos. De uno de esos temblores nació aquel famoso frente entre liberales y conservadores, cuya meta principal era, en verdad, poner a cada pueblo y a cada ciudad bajo la eterna dependencia de su autoridad, puesto que el resto de la nación fue inmediatamente excluida de cualquier tipo de participación política, salvo que estuviera alineada con alguno de esos dos carteles partidistas. Este gran pacto, que por algunos es todavía mirado como el origen sagrado de su espíritu democrático, hace ver bien lo poco conocida que es la democracia para el pueblo colombiano. Sólo el título ya prueba que ambos partidos se creían monarcas absolutos de sus tierras, y que quien pretendiera desprenderlos de tal derecho tendría que arrebatárselo por la fuerza. En los artículos de ese acuerdo no se dice una sola palabra sobre la igualdad de derechos, prueba de que no existía, o de que de ella estaba excluido todo el resto del pueblo. Se institucionaliza allí el respeto a la Iglesia católica y su jerarquía: triste demostración de que la libertad religiosa no existía. Se ordenó que los militares no podían seguir abusando de la fuerza de sus ejércitos, y esto pareció al pueblo un alivio verdadero, porque le quitaba de encima siquiera un pequeño gramo de su peso.
Albertico, Guillermito, Carlitos y Misaelito, usurpadores dichosos y grandes políticos, que fingían amar a los campesinos pero que los odiaban como sus antepasados españoles odiaban a los indios, decidieron seguirlos despojando de sus tierras y sus cultivos. De este modo, los villanos que, antes del dichoso pacto, habían despojado de sus tierras a los trabajadores del campo, legalizaron a su nombre las posesiones de aquellos que habían matado o desplazado.
Ningún hombre, fuera rico o fuese pobre, estaba exento de pagar los gastos de guerra de sus protectores; todos los impuestos al campo eran regulados por un comité de vándalos al que llamaban secretariado que, aun siendo el primero por su rango, era apenas el segundo cuando se trataba de repartir lo recaudado.
La guerrilla, hija legítima de la violencia bipartidista, se hizo más poderosa cada día. Los antiguos gatilleros de los partidos se quedaron sin empleo y, como nadie necesitaba más de ellos, decidieron crear nuevos grupos para defender los derechos del pueblo, al que tanto habían maltratado en otro tiempo, y al que ahora protegerían de los atropellos del gobierno. No iremos a hablar acá de justicia, ni de la libertad que al campo llevaron las guerrillas, pues de su lucha no le quedó al campesino ni siquiera la dicha de quedarse con sus gallinas. Ningún hombre, fuera rico o fuese pobre, estaba exento de pagar los gastos de guerra de sus protectores; todos los impuestos al campo eran regulados por un comité de vándalos al que llamaban secretariado que, aun siendo el primero por su rango, era apenas el segundo cuando se trataba de repartir lo recaudado. Los partidos, desde luego, no habían tardado mucho en reclutar de nuevo a sus antiguos gatilleros.
El labrador del campo, sin embargo, sigue hoy andando con los pies magullados y descalzos, apenas conoce el pan blanco, duerme incómodo y mal abrigado, teme como hace cien años por sus cultivos y su ganado, y sigue sobreviviendo como puede bajo un techo agujereado, temiendo que venga a quitárselo algún político o alguno de sus grupos armados.
Del narcotráfico
El narcotráfico, que ha enriquecido a los ciudadanos de otros lados, ha empobrecido aún más a los colombianos, y esta pobreza ha alimentado a su vez al narcotráfico; así se ha formado la narcotización del Estado. Es el narcotráfico el que ha establecido las bases sobre las que los colombianos han construido todas sus empresas criminales. La posteridad se asombrará, quizá sin creerlo, de que un país tan pequeño, que no tiene sobre su suelo más que un poco de café, banano, caña de azúcar y guayabo veleño, haya llegado a abastecer de cocaína al mundo entero.
Cuando una guerrilla nacida en el seno del partido liberal hacía temblar a Colombia y a su fuerza militar, y ya dueña de la mitad del país estaba preparada para tomar Bogotá, fue preciso que los narcotraficantes le opusieran su propia fuerza paramilitar. El gobierno no tenía dinero, sin el cual no se defiende ni una ciudad ni un potrero; recurrió pues a los traficantes antioqueños, que en media hora le reclutaron un nuevo ejército, y le compraron las armas que le hacían falta al viejo. Con eso liberó parte del país, alejó de las ciudades a la guerrilla y escribió a los cabecillas de su principal cartel de cocaína: “Señores, he recibido su ejército y su dinero, y me alegro de haberlo empleado en su provecho”. Todo esto enorgullece al narcotraficante, y hace que se atreva a compararse, no sin cierta razón, a los principales emperadores occidentales.
Tampoco el hijo mayor de un pintor y escultor de gordos se atrevió a desdeñar el negocio. En la época en que el maestro Botero todavía pintaba sus gordos feos, su hijo reunía dinero para el futuro presidente entre los narcotraficantes caleños.
Tampoco el hijo mayor de un pintor y escultor de gordos se atrevió a desdeñar el negocio. En la época en que el maestro Botero todavía pintaba sus gordos feos, su hijo reunía dinero para el futuro presidente entre los narcotraficantes caleños. Luego se fue a México, de donde no quiso volver y donde se dedicó a engordar para servirle de modelo al maestro. Milady Martha, actual vicepresidenta colombiana, tiene un hermano que apenas se contenta con transportar heroína a tierras norteamericanas. En Colombia, por suerte, puede dedicarse al narcotráfico quien así lo quiere, aunque no cualquiera que llegue desde el fondo de una provincia puede decir que va a comandar alguno de los grandes carteles. No sé, sin embargo, qué tipo de narco puede ser más peligroso para el Estado: si el funcionario que nunca toca la droga que vende con sus manos, o el pobre diablo que comienza su carrera como ladrón de carros, luego se convierte en sicario, después en criador de caballos, y por último en un gran capo que cae baleado sobre un tejado.
De los hombres de letras
Hubo un tiempo en Colombia en que las artes eran cultivadas por los primeros representantes del gobierno. Los presidentes con pretensiones de poetas, sobre todo, se dedicaban a ellas, pese a su corrupción, a su espíritu opresor, a su pasión por la violencia y a su sumisión a la Iglesia.
Me parece que en los gobiernos de esta época reina un gusto muy diferente al de las letras. Es difícil imaginar que dentro de poco vuelva la moda de pensar, pues sin ella se ha aprendido a gobernar, y sin ella se ha hecho cuanto se ha querido de esta pobre sociedad. En Colombia se piensa comúnmente con el hambre, y las artes nunca reciben algún honor importante. Este descuido es una consecuencia necesaria de la ignorancia de su gobierno. Hay en Bogotá dos o tres esnobs con el derecho de sostener los intereses culturales de toda la nación; alrededor de cinco o seis adulan a algún político para obtener el mismo honor; todo el resto se erige a su vez en adulador de ellos para poder imprimir sus malas novelas y sus malos versos. Así, pues, el resto del país no siente necesidad alguna de leer. No oye hablar más que de la cultura de Norteamérica e Inglaterra; no siente, aunque los tenga a mano, la necesidad de estudiar a los autores griegos y romanos. En general, los colombianos tienen el carácter iletrado de quienes gobiernan su Estado. De ahí que nuestros magistrados, nuestros médicos, nuestros ingenieros y nuestros abogados tengan menos letras que las que se encuentran entre nuestros narcos. Su preocupación principal no es precisamente la de alimentar su espíritu cultural, como la del gobierno nacional no es la de afanarse por pensar.
He visto durante mucho tiempo a autores muriendo por no tener un trozo de pan para llevarse a la boca. Ni en Colombia ni en ningún país de Latinoamérica se encuentran establecimientos en favor de las letras como sí se encuentran en Asia, Europa o Norteamérica. Hay una universidad en cada esquina, pero en pocas de ellas se encuentran verdaderos estímulos para la geometría, para la música, para la pintura, la astronomía, la arquitectura o la filosofía. Europa se ha inmortalizado con los estímulos a la educación de sus ciudadanos, y esa inmortalidad le ha costado mucho menos dinero del que le ha representado. El mérito encuentra en la mayor parte de Europa recompensas verdaderamente honrosas. Tal es el respeto que esos pueblos sienten por el talento, que un hombre de mérito casi siempre hace allí dinero. El señor Voltaire, en Colombia, hubiese sido administrador de algún burdel y hubiese podido obtener, por el crédito de alguna mujer, un pequeño jardín en el cual pasar su vejez, o tanto mejor, le hubiesen puesto mil problemas so pretexto de que se habrían descubierto, en su cuento “El ingenuo”, algunas líneas contra los monjes de un convento, pero en Europa fue para su tiempo un hombre modestamente opulento. A Horacio y Virgilio les dio Augusto campos en que pudieron retirarse a pensar tranquilos. Zeuxis, Fidias y Eurípides gozaron de la amistad y los favores de Pericles. Goethe tuvo en Europa tal estimación que sólo ante él se rindió la altivez de Napoleón. El talento de Dostoyevski no le dio mucho dinero, pero al menos le permitió enriquecer profusamente a sus herederos. Lo que más estimula las artes en Europa es la consideración de que gozan: los nombres de las personas poderosas se encuentran en las puertas de las oficinas en que roban, pero los de las personas talentosas adornan las calles por las que caminan quienes de ellas se sienten orgullosas.
Nosotros tenemos la mala costumbre de ir demasiado lejos en los honores que le rendimos a la falta de mérito; enterramos y recordamos a nuestro célebre Pablo Escobar con mayor consideración de la que le atribuimos a los caídos en Bojayá o Mapiripán.
El señor Tolstoi recibió honores mientras vivió y ha sido honrado después de su muerte como el mejor novelista ruso que jamás existió. Los principales hombres de su nación se disputaron el honor de ir a visitarlo por última vez a la estación en que murió. No son las tumbas de los zares ni de los dirigentes comunistas lo que en Rusia más se admira; son los monumentos que el agradecimiento ha erigido a los hombres que más han contribuido a su educación y su florecimiento; se ven allí sus estatuas como se veían entre los antiguos griegos las de Pitágoras, Platón y Homero, y estoy persuadido de que la sola vista de esos monumentos ha excitado más de un espíritu y ha formado más de un cerebro.
Nosotros tenemos la mala costumbre de ir demasiado lejos en los honores que le rendimos a la falta de mérito; enterramos y recordamos a nuestro célebre Pablo Escobar con mayor consideración de la que le atribuimos a los caídos en Bojayá o Mapiripán. Me atrevo incluso a asegurar que en su devoción a la tumba de Pablo Escobar, ubicada en su Antioquia natal, los colombianos no han consultado más que a su deseo de dedicarse a traficar; están muy lejos de atribuir infamia al arte cocalero, y de apartarse del recuerdo de hombres que se esforzaron en construir imperios que la nación cimentó con sus muertos.
En los tiempos dorados del narcotráfico, o en el comienzo de esos enfrentamientos comenzados por los políticos bogotanos, de los que ellos mismos fueron finalmente los únicos beneficiarios, se condenaba a muerte a quien escribiera una sola palabra en contra de los narcos, tanto así que Guillermo Cano, el único periodista colombiano que se atrevió a desafiar con su pluma al poderoso Pablo, acabó por él asesinado sin que de ello se lamentaran mucho sus paisanos. En ese entonces los colombianos admiraban mucho más que hoy a Pablo; no soportaban que se hablase de juzgar a ese mismo capo al que después vieron caer baleado sobre un tejado. El señor Cano fue pues citado ante el tribunal de un pueblo que se creía por él acosado, condenado a ver su periódico quemado y a morir despedazado entre la pólvora.
Se guardan bien, en tierras gringas, de hacer volar periódicos y de asesinar periodistas. En lo que a mí respecta, me atrevería a desear que en Colombia se pudiesen suprimir las condenas ostracistas que se han dictado contra nuestros mejores columnistas, pues, cuando los franceses y los gringos se enteren de que mancillamos un oficio en el que a duras penas sobresalimos, que se juzga como enemigo a quien se atreve a escribir contra un asesino, que se censuran artículos justamente severos con algunos políticos, cuando, digo, en tierras norteamericanas y francesas se enteren de esta insolencia, de esta falta absoluta de decencia, de la barbarie de silenciar todas las opiniones ajenas con la violencia, ¿qué más se quiere que piensen de esta patria cafetera, sino que a sí misma se gobierna como una vil patria cocalera? Y, ¿cómo podrán concebir que en más de cincuenta años nuestro Estado no haya hecho absolutamente nada por remediarlo, que lo haya normalizado e incluso recompensado, y que se escuche de boca de cualquier ciudadano que este o aquel hombre de letras merece ser asesinado?
De las academias
En Colombia sabemos que Grecia tuvo una Academia mucho antes de que se descubriera América, pero no creemos que jamás haya tenido ciencias tan bien cultivadas como las nuestras. Reconocemos que quizá pueda ser un poco más vieja, pero también que si hubiera sido formada después de la nuestra tendría que haber adoptado de ella algunas leyes nuevas que la hubiesen curado de su ceguera.
Sea como sea, la Academia colombiana carece de dos cosas muy necesarias que le sobraban a la griega: las recompensas y las reglas. Era una fortuna casi segura en Atenas, para un geómetra o un poeta, hacerse a un lugar en la Academia; por el contrario, le cuesta una al colombiano que quiera hacerse médico o matemático. Cualquiera que dice en Bogotá “Me gusta tal o cual universidad”, y tiene con qué pagar, se ve de inmediato en ella por gracia de mamá y papá. Pero para ser un académico respetado en Grecia no bastaba con tener con qué pagarlo, había que ser sabio y disputar el lugar contra hombres tanto más temibles cuanto que por la gloria, el interés y la dificultad estaban más animados.
Puesto que para el gobierno colombiano a duras penas existen los estímulos académicos, y los países europeos están en un caso diametralmente opuesto, no es asombroso que sus logros científicos y artísticos sean muy superiores a los nuestros: soldados bien disciplinados y pagados deben vencer a la larga a los mal alimentados. Es cierto que nuestra Academia ha tenido muy buenos científicos, pero no los ha producido; la mayoría de ellos ha tenido que irse a educar al extranjero; talentos como los suyos pertenecen a todas las academias del mundo, porque todas tienen mucho que aprender de sus estudios.
El abuso, asimismo, ha convertido a nuestros hombres cultos en una especie de expertos en aburrir al público. Si se busca por qué los pocos colombianos que están en ese círculo escriben e imprimen los peores libros, el motivo es muy sencillo: es porque todos escriben exactamente lo mismo, y porque todos han querido tratar sus materias imitando el estilo gringo. La necesidad de ser citados en otros textos, el azoro de no tener nada nuevo que decir y el deseo de demostrar ingenio son capaces de hacer aburridos incluso a los mejores maestros; no pudiendo encontrar pensamientos nuevos la pasan en busca de giros nuevos, y escriben sin pensar primero, como hambrientos que se ponen a masticar el viento para fingir que están comiendo.
A las academias de ciencias, en sus investigaciones más concretas y enfocadas exclusivamente hacia el utilitarismo y la multiplicación de riquezas, poco les interesa la perfección de las artes y el conocimiento de la naturaleza.
En lugar de ser ley hacer imprimir todos esos libros y artículos, que sólo por eso son conocidos, debería ser ley no imprimirlos.
La Academia de historia se ha propuesto una meta mucho más útil y mucho menos tediosa: presentar al público una recopilación de memorias plagadas de fechas y cosas curiosas; sería únicamente de desear que en algunas de ellas se profundizara más y que de otras no se hubiese hablado jamás. Se sentiría uno mejor, desde luego, si no tuviera que encontrarse con no sé qué disertación sobre las cualidades morales de las amantes del libertador, y sin otras chismorrerías de cocina que, bajo intenciones menos ridículas, no son mucho menos frívolas.
A las academias de ciencias, en sus investigaciones más concretas y enfocadas exclusivamente hacia el utilitarismo y la multiplicación de riquezas, poco les interesa la perfección de las artes y el conocimiento de la naturaleza. Hay que creer que estudios tan profundos y especializados, cálculos tan rápidos y exactos, descubrimientos tan impensados, finalmente producirán algo que mejore las condiciones de pobreza bajo las que hoy vive gran parte del género humano. Hasta ahora, como ya muchos sabios lo han señalado, ha sido en los siglos más bárbaros cuando se han hecho los descubrimientos más útiles para nuestros quehaceres cotidianos; parece que lo propio de los tiempos ilustrados y de sus hombres más sabios ha sido razonar sobre lo que los iletrados han inventado.
Sería también deseable que las sociedades juntasen, en la medida de lo posible, el utilitarismo ciego al reconocimiento razonable. ¿Acaso es necesario que lo que da mayor honor al espíritu humano sea siempre lo que por menos deba ser recompensado? Un hombre, con las cuatro reglas básicas de las matemáticas, puede llegar a ser un comerciante de cierta importancia, mientras que un gran conocedor del álgebra puede pasarse su vida buscando relaciones numéricas imaginarias, pero inútiles por lo fantásticas, que a la larga no le representarán ninguna retribución monetaria. Todos los grandes sabios estuvieron alguna vez en ese mismo caso: llegaron a un punto pasado el cual hacían sus investigaciones por pura curiosidad; sus verdades, a las que nadie les encontró ninguna utilidad, se parecen a las estrellas que, situadas demasiado lejos de nuestra realidad, tardan años luz en empezar a darnos claridad.
En lo tocante a la Academia colombiana, ¿qué servicio prestaría a las letras, a las ciencias y a la lengua si, en lugar de imprimir todos los años los mismos libros, hiciese reimprimir las buenas obras de otros siglos, depuradas de todas las faltas de lenguaje que se hayan deslizado en sus páginas? Europa y Norteamérica, que no leen lo que se publica en nuestras academias, aprenderían gracias a ellas cómo es que se habla en estas tierras; quedaría fijada para siempre la pureza de nuestra lengua; los buenos libros colombianos, impresos con cuidado a expensas del talento antes que del mercado, serían uno de los más encumbrados monumentos del Estado. He oído decir que cierto académico ha hecho antes esta proposición y que ha sido renovada por un hombre cuyo talento, sabiduría y honradez son de público conocimiento; pero esta idea ha corrido la suerte de muchas otras pasadas: la de ser aprobada para luego ser descuidada. ®